Flan casero, carne podrida y balas de plomo

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Flan casero, carne podrida y balas de plomo

06 Septiembre 2018

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

Esta es una época llena de metáforas peligrosas y malintencionadas. Semanas atrás, el actor y humorista Alfredo Casero, refritó una vieja canción popular española para justificar la indignación que se proyectaba hasta la negación y el reto. Todos recordarán aquellos versos que los niños y niñas repiten sin comprender: “¡Aserrín! ¡Aserrán! / los maderos de San Juan / piden pan, no les dan / piden queso, les dan hueso / Y le cortan el pescuezo.” Casero, en otro ataque furibundo de banalidad que tuvo en vivo y en directo, remplazó el pan por el flan: los hijos de una familia numerosa le piden al padre que acaba de perder la casa tras un incendio, flan, quieren flan! Mientras parodiaba la escena, Fantino tuvo un ataque de risa, festejaba la humorada y la comparación. El gobierno rápidamente se hizo eco de la metáfora. Obviemos las patéticas imágenes, primero la del presidente, distribuyendo cínicamente, una fotografía donde se lo veía saboreando un flan. Luego al staff de legisladores de Cambiemos en la casa de Olivos, posando alegres para la foto, al grito de “¡queremos flan! ¡queremos flan!”. 

No son estas las imágenes que tengo en la cabeza ahora mismo, sino la escena de una multitud de personas frente a un supermercado en la localidad de Sáenz Peña, provincia de Chaco. No estaban saqueando sino reclamando bolsones de comida después de quedar desempleados por el cierre de las ladrilleras de la región. Hombres y mujeres, jóvenes y adultos, reunidos para reclamar alimentos. Hasta que entra en escena la policía que se acerca y empieza, junto al dueño del supermercado, a meter bala, abriendo fuego sobre la multitud indefensa. El resultado, varias personas heridas y un niño, de 13 años, muerto, llamado Ismael Ramírez.  

Hay un hilo conductor entre Casero, Fantino y Bullrich. Entre la banalización, la desinformación y la represión. Sabemos que no hay represión sin legitimación social. Esa contención la aporta el espectáculo a través de sus muñecos ventrílocuos. La televisión está lleno de ellos: gente que se dedica a reírse de la desgracia ajena, y cuando no se burla la descalifica hasta volverla extraña. Al periodismo empresarial le toca reclutar las adhesiones que necesita el gobierno para continuar haciendo las reformas que están poniendo al país en un callejón sin salida.   

Harold Garfinkel dijo alguna vez que para hacerle la guerra a alguien primero hay que enemistarse con él. Hay que degradar para poder agredir; no hay hostilidad sin enemistad. La guerra de policía necesita una guerra preventiva, invisible, hecha con palabras filosas que tienen la misma capacidad de herir a las personas y cortar los lazos sociales, de aislar a determinados grupos, de alejarlos de todos nosotros para que luego la policía se ensañe con ellos sin culpa, sin sentirse llamados a tener que rendir cuenta por ello, pues saben que la ministra avala y ampara la mano dura. 

Garfinkel nos enseñó, además, que las “ceremonias de degradación moral” tienen dos funciones. Primero, se usan para efectivizar la destrucción moral, y segundo, sirven para reforzar la solidaridad. En otras palabras: aquellos que nos une es lo que nos separa. Hay que inventar enemigos para construir identidades. Son dos procesos solapados, implicados entre sí. En el mismo momento que se construye al otro relativo como otro absoluto, se produce el “nosotros”, una suerte de consenso difuso que, tarde o temprano -está visto y probado-, se lo llevará puesto la próxima corrida. La empatía está hecha de antipatía. La degradación, separa y junta a la vez, altera e identifica. La construcción de los enemigos supone al mismo tiempo la composición de un bloque de amigos. Una mismidad que necesita ser continuamente paranoiqueada, alertada de que está siendo asediada por enemigos monstruosos.    

El enemigo no cayó del cielo y tampoco es una esencia inscripta en la naturaleza de las cosas. Es el resultado de procesos de otrificación que implican una serie de prácticas ritualizadas que siguen determinados criterios. No se trata tampoco de procedimiento azarosos sino de una construcción social en la que participan los emprendedores morales que tienen la arrogancia y prepotencia de colgarle cartelitos a las personas y encontrar gente lo bastante ingenua y asustada para creerles y dejarse llevar por las narices. 

La degradación consiste en la destrucción ritual de la persona denunciada o apuntada con el dedo. La degradación, agrega Garfinkel, no implica la sustitución de una identidad por otra, sino su reconstitución: “La otra persona se convierte, a los ojos de sus condenadores, literalmente, en una persona nueva y diferente.”     

La estupidez, escribió alguna vez el escritor Quique Fogwill, es algo que invade lentamente, en cámara lenta. El periodismo lelo milita las veinticuatro horas, en cadena nacional, la idiotez. Son los agentes encargados de reclutar las adhesiones que necesita el funcionariado para realizar los ajustes, las fugas y la represión que necesita los ajustes y las fugas. Cuando hablamos de “periodismo lelo” –haciéndonos eco de una terminología sugerida por Horacio Verbitsky- estamos pensando en Bonelli, Lapegue, Fantino, Del Moro, Leuco, Lanata, Majul, Tenembaum y Legrand, entre otros y otras. Un periodismo deficiente, llenos de tics, que no sabe hablar, que no puede hilar tres argumentos de manera lógica. Un periodismo que confunde la información (objetiva) con la opinión (subjetiva), las noticias con las operaciones de prensa. Un periodismo para-policial, que patea con los servicios de inteligencia, provisto con “datos” armados u obtenidos de manera ilegal. Un periodismo que hizo de la delación una responsabilidad ciudadana. Pero lo que es peor, hablamos de “periodismo lelo” para señalar que se trata de periodistas que no saben pensar. Gente inteligente y bien empilchada, seguramente excelentes padres de familia, pero que tienen un problemita: se niegan a pensar, no saben y tampoco quieren pensar. El examen crítico ha sido paralizado y reemplazado por la indignación y la autovictimización que, dicho sea de paso, es uno de los deportes preferidos del periodismo argentino. 

Para Hannah Arendt, pensar implicaba detenerse para comenzar un diálogo silencioso entre yo y yo mismo, es decir, detenerse para ponerse en el lugar del otro y actualizar de esa manera la diferencia dada en la conciencia. Cuando uno no puede ponerse en el lugar del otro difícilmente podrá distinguir bueno de lo malo. Una persona que no sabe pensar es una persona indolente, afectada pero incapaz de sentir al otro que no logra percibirlo en sus circunstancias. Kant los llamó idiotas morales y pidió estar muy atentos y guardarse de todos ellos. Lo digo con las palabras de Arendt: “El no pensar, que parece un estado tan recomendable para los asuntos políticos y morales, tiene sus peligros. Al sustraer a la gente de los peligros del examen crítico, se les enseña a adherirse inmediatamente a cualquiera de las reglas de conducta vigentes en una sociedad dada y en un momento dado. Se habitúan entonces menos al contenido de las reglas que a la posesión de reglas bajo las cuales subsumir particularidades. En otras palabras, se acostumbran a no tomar nunca decisiones”.      

La carne que nos sirve el periodismo todos los días está podrida y hede, sin embargo, seguimos relamiéndonos, revoloteando como moscas, hincando los dientes sobre la carroña. Todo aquel que no chupe de la osamenta magnífica o escupa sus larvas, se quedará sin postre.

*Docente e investigador de la UNQ. Director del LESyC y miembro del CIAJ. Autor de Temor y Control; La máquina de la inseguridad y Hacer bardo.