El Maradona de Kusturica: una película desde el amor popular

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El Maradona de Kusturica: una película desde el amor popular

28 Noviembre 2020

Por Santiago Asorey

Qué difícil escribir sobre películas o cualquier recuerdo que esté vinculado a Diego Maradona en estos días. Difícil por la tristeza personal y colectiva. Difícil porque el sinsentido de la pérdida pone límites a los análisis y lecturas racionales. La escritura sobre él siempre parece insuficiente, inabarcable y no termina siendo nada más que una forma más de atravesar el duelo personal y el de un Pueblo que se siente huérfano sin este hombre que le ha dado no solamente fútbol, sino la recuperación de una identidad nacional y popular, al mismo tiempo que ecuménica.

El escritor ruso Anton Chejov escribió que “la expresión más sublime de felicidad o desdicha consiste en el silencio; los enamorados se comprenden mejor cuando callan, y un discurso arrebatado y apasionado, pronunciado al pie de una tumba, sólo conmueve a los extraños”. La muerte de Diego nos dejó sin palabras como decía Chejov, o al menos nos muestra la impotencia de las palabras.

Sin embargo, la necesidad de resignificar su legado nos convoca porque queremos conjurarlo, esperar que haya resurrección después de los tres días de duelo. Sentir sus imágenes y palabras vivas. Para que el Espíritu Santo de Maradona se haga carne en nosotros y podamos hablar la lengua maradoniana para todos los hombres y mujeres del mundo. 

El Diego de Emir

En el cine, hasta la llegada del documental de Asif Kapadia, la pieza fílmica Maradona By Kusturica de Emir Kusturica era la mejor que se había hecho sobre su vida. El acierto del director fue el de hacer una pieza que exponga el espíritu de lo maradoniano mucho más allá de lo futbolístico; su dimensión religiosa, su visceralidad política, su dimensión cristiana de exponerse ante una crucifixión en la mirada de los demás, la capacidad de autodestrucción que todos llevamos dentro y la posibilidad sublime de encarnar lo divino y ser redimidos. Mención aparte para el valor histórico de la escena del tren del Alba, donde Diego viaja a la mítica cumbre en Mar del Plata junto a los presidentes del bloque latinoamericano que se enfrentó con éxito al intento de Bush por instalar un acuerdo de libre comercio en la región.

Es cierto, el documental de Kusturica refleja su propia obra en la vida de Maradona, pero ese compromiso con la figura filmada expresa un retrato espiritual del Diego. Un relato que habla de la fuerza de una leyenda que conmueve y funciona como espejo para hombres y mujeres de la península balcánica que sobrevivieron a la destrucción de la guerra y la pobreza, como también para los demonizados de Sinaloa (Maradona en Sinaloa se pude ver Netflix) y Nápoles (Diego Maradona de Asif Kapadia), como se puede ver en otras producciones.

En las entrevistas que Kusturica le hace a Diego vemos que lleva dos relojes. Lleva dos tiempos. El tiempo de los mortales y el tiempo de los dioses. Dos tiempos incomposibles. Sí, es verdad, Kusturica muestra ideas e imágenes sobre lo maradoniano que hoy repetimos muchos, entre ellas la de su naturaleza dual. La tensión entre lo humano y lo divino. De eso tratan las palabras e imágenes comunes de un hombre enamorado. Como nos pasa a nosotros ante esta pérdida. Los nervios de Emir, de la espera previa frente los encuentros con Maradona. Toda esa admiración y amor hacen que esta sea la película para aquellos que pueden conectar con esa mitificación popular. Los rezos a Maradona mueven fuerzas en nuestras vidas capaces de modificarlas, capaces de llenarlas de belleza.

Eso compartimos los espectadores con Kusturica. Sí, Maradona expresaba una naturaleza profundamente humana y divina, al igual que los dioses griegos, pero ellos no nacieron en Villa Fiorito. El Diego jamás negó su clase social. Aún cuando ostentó los lujos manifestó los valores más profundos de sacrificio y dignidad de lo popular expresados en sus padres. Lo hizo también en el desborde del consumo como una forma de disputar la relación con las cosas, sin las formas y la moral de las clases medias y la clase alta. Asimilable a la figura de Eva Perón.

Kusturica entiende que Maradona expresa un hecho maldito como me mencionaba el compañero Rodrigo Lugones en la recuperación de la cita de Cooke sobre el peronismo. No hay objetividad posible en la mirada del director, y es ese el acierto artístico, porque muestra una sensibilidad que se comunica desde los Balcanes con la cultura popular argentina a través de túneles subterráneos. Es la mirada que le permite acertar cuando dice que el tango es la tensión de Tánatos y Eros confluyendo en el baile. La muerte y la vida confluyendo como pulsiones en la vida de Maradona. 

Cantar su vida

La escena de Diego en la cual canta en primera persona La Mano de Dios es profundamente conmovedora. Las dimensiones que toma la canción la llevan a límites donde surge la vulnerabilidad de un hombre gigante; su sufrimiento, su soledad. Diego pide piedad y amor, que su hija Dalma lo acompañe en el escenario. Le sigue el montaje torbellino sobre los días de la vida de Diego como jugador, los juegos con sus hijas, el amor con Claudia, el acoso de la prensa, la pasión desbocada del niño de Fiorito hecho hombre que grita los goles desde el palco de la Bombonera, la imagen de la enfermera en el Mundial de los Yankees llevándolo de la mano, como un ángel siniestro para cortarle las piernas. Las transformaciones físicas de un hombre nietzscheano que ha dejado muchas veces su carcasa para poder sobrevivir con mil máscaras posibles y que hoy sigue vivo en todos nosotros.

Si algo queda claro es que el Diego que retrató Kusturica no fue un hipócrita. Puso sus defectos y vulnerabilidad en primera fila y, como los grandes artistas populares, convirtió esas fisuras y contradicciones en un valor a su legado. Fue tan admirable afuera de la cancha como dentro; tal vez más, aunque la moralina clasista de algunos no lo pueda comprender.
 

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