El Eternauta: la épica de la resistencia y la poética de la derrota
A casi setenta años de su nacimiento, “El Eternauta. Una cita con el futuro. ´Memorias de un navegante del porvenir´”, la historieta con guion de Héctor G. Oesterheld y dibujos de Francisco Solano López, tiene su primera versión fílmica en la miniserie El Eternauta (2025) de Bruno Stagnaro, que actualiza el contexto de la obra original.
El inventor y pequeño industrial Juan Salvo, la madre y ama de casa Elena, el práctico profesor de Física Favalli, el obrero capacitado Franco, el jubilado Polsky y el bancario Lucas Herbert, prototipos humanos enclavados en la prosperidad que aún se respiraba en el post peronismo, se nos dirá, con razón, son reliquias del pasado. En este Eternauta fueron relevados por un clima vidrioso de malaria y amenaza, con piquetes en las calles por cortes de luz en pleno verano y seres medio adormecidos cuyos signos vitales son muecas y chistes de pendeviejos melancólicos y el gusto por Manal y Billy Bond y la Pesada. En el guion de Stagnaro, Ariel Staltari, Gabriel Stagnaro, María Alicia Garcías y Martín Wain, a diferencia del Eternauta de 1957–1959, en la que el personaje principal sale de su casa a investigar en las calles qué está sucediendo, aquí Juan Salvo (Ricardo Darín) sale del taller de Favalli (César Troncoso) a buscar primero a Elena (Carla Peterson) y luego intentará averiguar dónde está Clara (Mora Fisz), la hija adolescente de ambos, que pasea en un velero al iniciarse la nevada mortal.
Tras el largo prólogo que es el episodio 1, en el que advertimos la incorporación de personajes que expresan notoriamente los nuevos tiempos, como Omar (Ariel Staltari), el emigrado que regresa de visita al país después de veinte años de vivir en EE.UU., e Inga (Orianna Cárdenas), la muchacha caribeña del delivery, encarnaciones de la precarización y el escepticismo. El clima de pesadumbre se desplaza a los odios y recelos que la catástrofe aviva durante el episodio 2 en los habitantes del edificio donde viven los Salvo. Imposible, en otro sentido, olvidar el momento en que Salvo, en un aparte con Elena, se enoja porque ella «pierde el tiempo ayudando a la gente teniendo a su hija desaparecida». Nada menos.
Recién en el episodio 3 Salvo conecta con la empatía que de él requiere la historia. Es cuando Elena le dice que Pablo, el chico bullyneado que recogen del baño de la escuela a la que fueron a buscar datos para encontrar a Clara, podría ser su hijo. En el episodio 4, Favalli y Salvo recomponen su relación, resquebrajada por los desiguales puntos de vista sobre cómo proceder en el desastre. La caracterización de Favalli no parecería ser la más adecuada. Lejos del rol de compañero ideal de Salvo, habla y se mueve presa de la preocupación por parecer el único guapo de la cuadra. La irrupción de los temibles cascarudos, una muy buena secuencia, desemboca en la quema de iglesia, una escena modelo de la poética de Stagnaro, ya que condensa autoinmolación y derrota. Durante el episodio 5 Clara reaparece, en una pésima solución narrativa. ¿No había otra forma de reingresarla a la trama antes que verla en la primera escena de su reaparición abrazada a la madre como si se hubiera materializado de la nada? A la vez, imprecisamente, se abre una línea de intriga: ¿es Clara la que ha vuelto o es una Clara intervenida por el enemigo? La sospecha es idéntica para Lucas (Marcelo Subiotto), que se «pierde» mientras busca una botella de whisky en la bizarra escena del shopping –orgía de chivos más potlatch de clase media empobrecida–, y su posterior reaparición, tan deficientemente representada como la de Clara. ¿Tienen estas transitorias desapariciones relación con los grupos que fusilan a mansalva a los sobrevivientes? El episodio 6 cierra la primera temporada con la mejor secuencia de la miniserie, que es cuando el heterogéneo grupo de resistentes consigue horadar la muralla de autos bajo el puente con un tren. Este Eternauta avanza con ritmo y vigor cuando el guion privilegia la acción y los pierde cuando las escenas se inflan con esos diálogos insulsos o solemnes que traban la fluidez narrativa. La última escena anuncia la presencia del Mano, ese ambiguo personaje que enriquecerá la historia como la enriquece en la historieta.
Dos de los cambios significativos de esta versión con respecto al original son que Salvo es veterano de la guerra de Malvinas y el ejército, desatada la invasión, surge como la última ratio de la resistencia. En la historieta el ejército era una fuerza organizada y positiva que recorría las calles invitando a los civiles a luchar codo a codo contra el invasor. Al revés, aquí los civiles deben dirigirse a Campo de Mayo, donde reside el comando de operaciones. Allí un general le dice a Favalli que le llegó el momento de cumplir su compromiso con la patria, y Favalli, dubitativo, mira de reojo el cuadro de San Martín. Este ejército renace, simbólicamente, en un estado de excepción, como mediador entre los civiles y la patria. Por otra parte, Malvinas no es sólo Salvo, son igualmente el avión caído de la Fuerza Aérea Peruana –el fracaso de una «alianza regional»–, el veterano y su compañera que se entregan totalmente vaciados de esperanzas –¿tal vez esa sea una de las formas de realizar un auténtico acto por los otros?–, y, más subrepticiamente, al otro lado del sacrificio, la botella de whisky y los vasos sobre la mesa del general canoso apoltronado como un viejo caudillo que le exige a Favalli que cumpla con la patria. ¿Una postal de 1982 que revela una oposición, interna e inoportuna, que obligaría a reflexionar sobre los riesgos de una tramposa «unión nacional»? Este ejército reducido y frágil es una buena metáfora, quizás involuntaria, quizás no, de la maltrecha relación entre defensa y soberanía nacional en un país donde las fuerzas armadas supieron ser un instrumento aceitado de agresión al servicio de los socios nativos de Ellos contra las mayorías.
Ausente, al menos en estos seis episodios, el viaje en el tiempo de Salvo, el guion eliminó la presencia metaficcional de Germán, el guionista vecino de Salvo y autorrefencia de Oesterheld, que en la historieta nos cuenta lo que le cuenta Salvo. Stagnaro hizo más «realista» a su Eternauta tallando el aire de la historia con la poética de la derrota de Pizza, birra y faso (1998), que escribió y dirigió, y de Okupas (2000), que escribió. En esta poética de sincretismos donde se destacaban los triunfos pírricos, las jergas y gestualidades propias de las subculturas de diversos aguantes, bajo el imperio del todos contra todos, el desarraigo de sí mismos y de la sociedad de la «gente de bien» que configuraba a sus personajes y el desierto que les crecía alrededor eran lecturas ajustadas de los que nos había hecho el neoliberalismo menemista y el reformismo aliancista, cada uno con sus recetarios de pestes muy similares. Y si Stagnaro venía a decir por entonces que marginales terminaríamos siendo todos, tenía razón: ese pronóstico se está cumpliendo por etapas, en su medida y armoniosamente.
En cambio, la poética de Oesterheld partía desde otro lugar. La humanidad, particularizada en personajes a los que identificaba con los lectores, tiene el don inapreciable de la cooperación desinteresada de unos con otros, y este don ha sido la causa de su supervivencia. Oesterheld era un optimista y un creador sofisticado, dos virtudes poco o nada habituales en presentarse juntas, y esta fe en los poderes humanos contra lo inhumano la explicitó no con una obra realista ni «comprometida» sino con un producto comercial de un género considerado «menor», con influencias de novelas clásicas de la ciencia ficción como La guerra de los mundos (1898) y La máquina del tiempo (1895) del socialista fabiano H. G. Wells, y Amos de títeres (1951) del libertario conservador Robert Heinlein, que estuvo en nuestro país en 1953, dio entrevistas en Radio Nacional, visitó la casa museo de Quinquela Martín en La Boca y es muy probable que se haya cruzado con Oesterheld. Heinlein publicó en 1959 Tropas del espacio, en la que Buenos Aires es destruida por una expedición de insectos extraterrestres. Las carreras armamentista y espacial de las dos grandes potencias, los progresos de la cibernética y las noticias sobre flotas de OVNIS que supuestamente surcaban los cielos de las grandes ciudades, todo esto y más, conformaron el ADN tecno-mitológico de una época que renovó la caja de herramientas de la ciencia ficción. Oesterheld y Solano López, alejados de los centros de producción y difusión del género, fueron partes interesadas y talentosas de la movida.
En otro tiempo, con otras incertidumbres, Stagnaro eligió combinar una épica de la resistencia ante un invasor apocalíptico con su poética de la derrota social, y que, si hiciera falta decirlo, capta a la perfección las ondas de choque que provienen desde la Casa Rosada. Tal vez el 2001 que se trasluce en más de una escena del Eternauta sea como Juan Salvo y esté viajando a través del tiempo para reaparecer en cualquier esquina en el momento menos pensado.