La serie de Menem y el problema de la representación de la política
Menem: el show del presidente es una especie de biopic en formato miniserie, creada por Mariano Varela y dirigida por Ariel Winograd para Amazon Prime Vídeo. Fue estrenada el 9 de julio, con todo lo que el Día de la Independencia implica, pero es discutida desde mucho tiempo antes -al menos, desde que se anunció el proyecto-. Una producción predestinada a la polémica, analogía sobre lo que es debatir la figura y la presidencia de su protagonista.
En septiembre de 2020 las productoras Claxson y Yulgok adquirieron los derechos para poder llevar a cabo la adaptación. Semanas previas a su lanzamiento fue judicializada hasta que se resolviera la sucesión y se acreditara la documentación respaldatoria de los derechos. Un mes más tarde el juez Carlos Goggi decidió su habilitación tras certificar la firma del propio Menem autorizando la difusión del proyecto. Eran esperables discrepancias familiares: Zulemita, quien colaboró, sigue respondiendo a las críticas que Eduardo, su tío, o Carlos Nair, su hermanastro litigante, entre otros, hicieron sobre la producción.
Si la polémica nace desde el círculo íntimo, y abarca también ex funcionarios y cercanos colaboradores, ¿cómo no va a generar el mismo efecto en su audiencia? Al igual que otras series, como Diciembre 2001, que en el afán de venderse al exterior terminan por ofrecer un contenido entre humanizado y lavado, el supuesto equilibrio buscado sólo termina por provocar críticas de todos los sectores. De esa manera, según la experiencia y relación de cada quien con el menemismo, podría decirse que es demasiado concesiva o lo contrario.
El show de Winograd
Otra aclaración pertinente es que resulta imposible abarcar una época tan vertiginosa como los 90, y mucho más si se los busca compactar en apenas seis capítulos que, en conjunto, acumulan poco más de cuatro horas. Menem, quizás por esa razón, aborda un período corto: si bien su punto de partida es el fallecimiento de Carlos Jr., tras un largo flashback repasa los principales hitos -alternando impacto e intimidad- que van desde el inicio de la interna con Antonio Cafiero en 1987, aun siendo gobernador de La Rioja, hasta momentos previos a su reelección en 1995. En forma resumida, más o menos cronológica, superficial, pero sin soslayar, recorre las campañas, su asunción, medidas económicas, negociaciones políticas, escándalos mediáticos e institucionales, tragedias personales y nacionales, y también mitos y leyendas que lo tuvieron a Menem como protagonista.
Esa selección reducida funciona como excusa para que el director pueda profundizar en otra clase de búsquedas. Apuesta no sólo por un enfoque humanizador para atraer tanto a nostálgicos como a nuevas generaciones sino, fundamentalmente, para trabajar sobre su arquetipo de personaje: una figura masculina que va de grandes y sesgadas ambiciones a una decadencia bien tangible. Tal como lo demuestra la serie sobre Guillermo Coppola, la década de 1990 le permite explorar esos excesos y ascensos fugaces. En ese sentido, la estructura dramática clásica construye un retrato equilibrado y multifacético del riojano como un hombre que debió convivir con su anhelo de poder y los costos para conseguirlo.
Con el correr de los minutos y de los episodios iremos conociendo al reparto que, en general, podría clasificarse bajo dos pares de divisiones: personajes reales o ficticios, y del mundo de la política o que conocerán sus miserias. Ese contraste se centraliza en dos de los protagonistas, opuestos pero que se tocan. Por un lado, Carlos Saúl Menem (Leonardo Sbaraglia) y su camino ya planteado. Por otro, Olegario Salas (Juan Minujín), que se convertirá en fotógrafo presidencial adentrándose en el corazón del poder.
Al primero lo acompañan, por el lado familiar, Zulema Yoma (Griselda Siciliana), Carlitos Jr. (Agustín Sullivan) y Zulemita (Cumelén Sanz), y Emir (Alberto Ajaka) y Amira (Violeta Urtizberea) Yoma; y, por el mundo de la política, los asesores Silvio Ayala (Marco Antonio Caponi), Ariel Silverman (Guillermo Arengo) y Horacio Rubino (Diego Pérez), Eduardo Duhalde (Sebastián Almada), Carlos Ruckauf (José Luis Arias), María Julia Alsogaray (Mónica Antonópulos), y Domingo Cavallo (Martín Campilongo) y su discípulo Horacio Liendo (Ignacio Saralegui). Cabe sumar también al periodista Bernardo Neustadt (Osvaldo Djeredjian), dada la centralidad del programa Tiempo Nuevo durante el menemismo.
Al antagonista lo secundan su mujer, Amanda (Jorgelina Aruzzi), costurera, y su hijo, Miguel (Valentín Wein), periodista. La conexión se da entre Olegario y Silvio -comparten apellido y es el padrino del joven-. Sin embargo, al igual que toda la familia Salas, los tres asesores son ficticios, inspirados en algunas figuras de la época, como Carlos Corach, Eduardo Bauzá, Alberto Kohan, Ermán González y Rubén Cardozo. El fotógrafo resalta por sus constantes quiebres de la cuarta pared -al estilo House of cards-, si bien no es el único, lo que lo convierte en una especie de narrador y comentarista, en especial en el plano político.
En la misma senda que Sbaraglia, que incorpora toda la gestualidad de Menem, sobre todo desde la mirada, y es uno de los grandes atractivos de la tira, hay otros personajes que encuentran el tono a sus caracterizaciones y logran resaltar-más allá de la no inclusión de riojanos autóctonos y posibles derivaciones caricaturescas-. Algunos papeles destacan, otros pasan casi de largo, pero Menem funciona en términos artísticos y técnicos, con un buen uso del archivo y un montaje y una edición frenética -no es una biopic lineal- que le permiten profundidad y agilidad en la reconstrucción de la época.
La producción pasa de la sátira cómica, a la manera de Vice, a un tono más oscurecido, lo que tolera el abordaje de los atentados, entre otros elementos. No tiene sentido pensarla desde el análisis político porque ella misma reconoce que su atractivo principal es el retrato del personaje, su forma de hacer y sus relaciones. Al mismo tiempo, puede decirse que tiende a justificar algunas acciones, como parte de cierta bufonería, pero esas dificultades no la llevan a perder su fuerza. En el fondo, con sus saltos temporales, explicaciones acotadas y mayor o menor verosimilitud, salvo que se tenga gran interés por la política nacional, no ofrece una historia convincente para aquellos no familiarizados con el país, lo cual puede derivar en otros problemas o malentendidos, como será abordado más adelante.
El show de la representación
Queda claro que Menem: el show del presidente no busca ser un documental ni mucho menos, si hasta personajes reales son ficcionalizados por cómo, en algunos casos, se los reconstruye desde una mirada actual preponderante. A su vez, ciertos aspectos son modificados para añadir dimensiones dramáticas o cómicas a la narrativa, lo que le resta precisión histórica. Para peor, a la clásica advertencia inicial de no pretender reflejar la realidad, en el tercer capítulo directamente la propuesta es “desprenderse de todo dedo acusador y ahorrarse análisis” cuando resulta imposible verla sin intentar asociaciones.
Algunos elementos de la producción sí retoman hechos documentados, como la salida anticipada de Raúl Alfonsín (Fernán Mirás), apenas abordadas sus causas -la conflictividad posterior también es casi nula-, que junto al Pacto de Olivos componen la única participación del radical; la relación del riojano con el esoterismo, consultando brujas -en este caso, Juana (Miriam Odorico)-; el “menemóvil” para recorrer el país; el desalojo de Zulema de la Quinta Presidencial, su denuncia por la muerte de su hijo -sosteniendo un asesinato- y su relación con Mohamed Alí Seineldín (Gabriel Correa); y, entre otras, la foto de Alsogaray cubierta sólo con un tapado de piel, si bien por otro autor en la realidad, que se convertiría en uno símbolo del menemismo.
Como se mencionó, otras situaciones fueron ficcionalizadas con fines narrativos. A la historia de Olegario, Amanda y Miguel, que buscan humanizar el relato y describir dilemas y tensiones de aquel ascenso político y económico, se incluye Sandra Silvestre (Virginia Gallardo), inspirada en una foto de Amalia “Yuyito” González sentada en las piernas del entonces gobernador. En ese camino, la serie expone el clima de época de cierto sector con una fiesta en el Hotel Alvear con la participación de Ricky Maravilla o con el capricho de la Ferrari presidencial. Con ese tipo de licencias, logra presentar distintas facetas de Menem que van del picaresco, mediático y mujeriego al deportista, esotérico y estratega.
El tema central es cómo procesamos esa mezcla rara entre ficción y realidad mientras se reabre el debate sobre su herencia política, ponderando las peripecias de una familia disfuncional y hábitos de consumo de aquel entonces antes que las piruetas acomodáticas y las consecuencias de su gobierno. No resulta llamativo que Menem haya designado a Ibrahim al Ibrahim (Waseem Azzam), ex coronel sirio y marido de la cuñada presidencial, que no hablaba castellano, como director de aduana. Es la espectacularización de la política como signo de época, y es la espectacularización de la serie misma.
La liviandad del guion, en términos políticos, sobre una de las figuras más importantes de nuestro país de las últimas décadas, al igual que con la biopic sobre Diego Maradona, termina resultando funcional a esa espectacularización, desestimando el peso posible en la memoria colectiva. Bajo esas coordenadas, sobre todo para la audiencia politizada, puede ser concebida como un desperdicio, dado que cierra, hasta el momento, la puerta a hechos posteriores en su vida: la reelección, su detención por contrabando de armas, la crisis del 2001, sus más de quince años como senador, sus vínculos extramatrimoniales y relaciones futuras, y su relación -y la influencia de su descendencia- con la política en general.
En definitiva, Menem ha vuelto y, como no podía ser de otra manera, lo hizo ficcionalizado y desbordado. El menemismo ya había regresado con la llegada al poder de Javier Milei, no sólo por apellidos familiares sino por el quiebre entre el estilo de vida de diversos sectores sociales. Su vuelta también abre el debate sobre la forma de representación de nuestra propia historia en una producción que antecede como condición la desmesura. Con todo, logra retratar la irrupción y consolidación del menemismo como fenómeno político social con sus contradicciones. Cada espectador decidirá si es una propuesta demasiado menemista, o no, y será una incógnita a relevar cómo va a ser vista por audiencias de otros países y, sobre todo, por quienes no vivieron aquel proceso de nuestra historia.