Vida y cine: lo que Piglia nos dejó

Vida y cine: lo que Piglia nos dejó

14 Enero 2017

Por Diego Kenis

No es su creación más conocida, y muchos de los que la vieron no saben que es de su autoría, pero La Sonámbula, recuerdos del futuro, película excelente, fue filmada por Fernando Spiner sobre libro del recientemente fallecido Ricardo Piglia. 

Buena parte de la cinta se rodó en el terruño de mi infancia, escondido entre la llanura pampeana y los vientos secos que rebotan sus perfumes en las sierras del Cura Malal: Saavedra, que de hecho dio nombre al pueblo final de la trama y, Cornelio mediante, a la alegoría en cuestión. Otra forma de contar, quizá, los vientos que acarician los prados.

El pueblo ya contaba con un desapercibido antecedente cinematográfico, cuando integró el grupo de cuatro o cinco localidades de la provincia de Buenos Aires escritas en el mapa bonaerense de Cuando los duendes cazan perdices. En aquel clave 1955 los capitales combatidos en la Marcha prohibida apenas estaban afilando los cuchillos para el banquete que se darían desde entonces, y Saavedra era aún un pueblo pujante de pleno empleo, como buen nodo ferroviario de los años felices que estaban terminando. En adelante todo se desmoronaría, pero en aquel momento, si había que crear un pueblo cinematográfico de fantasía como el de la película de Sandrini, su mención servía para dar verosimilitud al relato de “aquel pueblito (que) fue creciendo junto conmigo”, cara al futuro.

No era así en 1997, con el aparato productivo destrozado y el ferrocarril reducido a sus últimos latidos. Cuando llegaron los camiones, las plataformas y los actores, Saavedra se debatía en una larga y pesada agonía de diarias frustraciones, y hasta la decisión de filmar allí una película pareció una mentira de la suerte.

Siempre pensé si Piglia habrá sospechado hasta qué punto su relato interpretaba el sentir colectivo de esa comunidad, si tuvo plena consciencia de ello al elegir (o saber de la elección de Spiner, lo que sea que haya ocurrido) esas calles gastadas y otrora festivas para ambientar el 2010 agobiante que imaginó para la disyuntiva final de su alegórica trama: despertar, o morir. En el sonambulismo.

Como con Orwell y 1984, Sherlock Time o Brasil, entre muchísimas otras creaciones futuristas, ya hemos dejado atrás aquel futuro de la ficción: el Bicentenario de la Revolución de Mayo fue bastante mejor al que esperaba la película, filmada en el para todos decadente y desteñido 1997. Pero también el inolvidable 2010 ha quedado atrás, lamentablemente.

Para los chiquilines que en el verano aquél nos amontonábamos a ver, desde algún escondite, las grabaciones al rayo del sol de febrero, era muy difícil saber quién era Eusebio Poncela o que Gastón Pauls superaba al galancete molesto de Montaña Rusa. 

Parece que uno hablara de la Argentina del ‘40, pero no. En aquel tiempo no era tan fácil ver cine, saber por ejemplo que el actor que se sentaba a descansar en la plaza, entre dos árboles que supieron ser el arco de estadios internacionales, tenía sus laburitos de culto del otro lado del mundo, en el destape primaveral y post franquista. En Saavedra hacía años que se había cerrado el viejo cine. Para los chicos de pueblo, que no llegamos a conocerlo, tener tevé era un privilegio, y eso sólo garantizaba una cartelera abrumadoramente yanqui. El videoclub, para los que agregaban cassettera, sólo ampliaba un milímetro el menú cinéfilo, que era básicamente el mismo. El cine español o argentino eran una rareza en las posibilidades, un hueco en la curiosidad que fuimos llenando con el tiempo.
 
De hecho, vi La Sonámbula mucho después de haber sido testigo de su nacimiento en sus filmaciones. Años quizá. Y la recordé ahora, que murió su original alma máter. Nunca fui el lector más entusiasta de sus libros, vaya a saber por qué: los insondables caminos de la piel y el gusto. Pero la noticia, quizá por verano, quizá por autor, quizá porque todos nos sentimos hoy un poco de vuelta en el ‘97, me retrotrajo a aquel febrero pueblerino en que la infancia no había muerto todavía y, con mucho de magia, Saavedra y sus gastadas veredas de siempre se convirtieron en un gran set, en parte de un sueño de Ricardo Piglia.

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