Miguel Bruno: “Me genera una mayor gratificación la escritura que cualquier otro camino más utilitario o de éxito económico”

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    Miguel Bruno
    Foto: Ángeles Gendrot
ENTREVISTA

Miguel Bruno: “Me genera una mayor gratificación la escritura que cualquier otro camino más utilitario o de éxito económico”

21 Diciembre 2025

Una tarde, hace más de veinte años, durante esa hora anónima de la siesta, Héctor Tizón recibe una carta de un joven escritor y un libro. La carta es enfática, al estilo de la que pudo recibir Rilke. La frase final en la respuesta de Tizón, dice: “Ser joven y escritor no es un despropósito sino una gran apuesta de vida, sígalo haciendo como hasta ahora”. Después le agradece el envío del libro y hasta deja entreabierta la posibilidad de leerlo, no importa. Para el joven escritor el bautismo de fuego ya fue realizado: escribir no es una profesión sino un destino. Es cierto: llega una edad en que se establece una lucha secreta entre la vida y la literatura. Y es justamente esto último lo que comenzó a librar Miguel Bruno, joven escritor con un talento excepcional, autor del libro de cuentos Donde suelen quedarse las cosas.

“Me gustaría que los cuentos del libro se lean en el colectivo, en una sala de espera, en la cama antes de irse a dormir o en voz alta un día que se cortó la luz y la familia se reunió alrededor de unas velas.
Lo que más me interesa es que los lectores se metan en el ensueño continuo de la ficción, como cuando éramos chicos y creíamos realmente que los soldaditos verdes se preparaban para la guerra al borde de una maceta del patio y los indios de plástico navegaban por las grietas de las baldosas”, dice Miguel Bruno durante la entrevista para la AGENCIA PACO URONDO. “Me gustaría que escuchen a los personajes del libro, que cuentan las historias con su propia voz. Que escuchen su sufrimiento singular, el humor, los destellos de fe en medio de la oscuridad. Que se vean envueltos en los tormentos afectivos y en el alivio milagroso que, espero, ofrece cada cuento”.

En Donde suelen quedarse las cosas, la mayoría de los personajes se encuentran experimentando un sufrimiento que podría pasar desapercibido si no se pone el ojo en la situación. Los cuentos son una oportunidad de capturar eso casi imperceptible, con la ilusión de que algo de todo eso tenga que ver con una verdad o con la humanidad. Hay situaciones de una soledad terrible o de un encierro asfixiante (a veces concreto, a veces psicológico). Algunos de los personajes se quedan hasta el final trabados en ese ahogo, sentados en la tapa del inodoro con la cabeza hacia abajo. Otros hallan pequeñas posibilidades luminosas para seguir adelante.

Por ejemplo, en “El vuelo de la cigüeña”, una nena encuentra la salvación gracias a la convicción de que un ave la llevará volando a donde se encuentran sus seres queridos. En “Los guantes naturales del hombre”, el empleado de un local de comida rápida que limpia los baños desea con todo su corazón atender la caja y acercarse a la chica que prepara las papas fritas. En “El video de mamá”, Ana quiere hablar con su madre que ya no está y lo logra a través de una grabación de VHS. En “Fiesta de disfraces” un viejo atrapado en una espiral de sueños se reencuentra con su amada en un escenario onírico final.

También hay varios cuentos protagonizados por adolescentes en la escuela secundaria. Son pibes que buscan dejar una huella en este mundo. Así sucede en “Donde suelen quedarse las cosas”, en el que dos personajes roban el yacaré embalsamado del laboratorio de química. También en “Como una rata”, el narrador es un personaje marginal, el molesto del aula, el alumno que le hace la vida imposible a la profesora; un día tiene un arrebato de nobleza e interviene en una pelea (que no tiene nada que ver con él) para que gane el “bueno”. Junta guita y soborna a uno de los “luchadores” para que se deje vencer. El protagonista contribuye al acontecimiento heroico sin que nadie se entere de su papel en el asunto. 

En "Donde suelen quedarse las cosas", la mayoría de los personajes se encuentran experimentando un sufrimiento que podría pasar desapercibido si no se pone el ojo en la situación.

AGENCIA PACO URONDO: Hay un mecanismo de relojería en los cuentos que conforman Donde suelen quedarse las cosas, ¿cómo fue el proceso de escritura?

Miguel Bruno: Son cuentos que escribí entre el año 2017 y el 2024. Todos fueron trabajados en taller literario y pasaron por un arduo proceso de corrección. Cada cuento debe haber pasado por diez o quince versiones, algunas radicalmente distintas entre sí. Hasta ahora el método que considero más efectivo es el de la reescritura: una corrección revolucionaria que pone el foco en el sentido general del texto, en lo que creo que quise contar, y que aleja la pretensión algo vanidosa de que el primer borrador ya tiene la estructura básica definitiva. Agarrar una hoja en blanco y aprovechar una segunda oportunidad de contar la misma historia de cero.

En este momento pienso que lo que quiero contar en un cuento siempre es una cosa: la revelación, el punto de no retorno, el momento en el que una tensión se alivia y algo cambia para siempre. Esto aprendí en el taller de Pablo Ramos y viene de la tradición de Poe y Chéjov, continuada por autores nacionales como Abelardo Castillo y Liliana Heker. Creo que un punto importante del proceso creativo es la lectura. Me parece que te facilita la corrección tener en la cabeza un modelo, una forma de cuento a la que apuntar. Aunque esté muy lejos de lograrlo, cuando me siento a pulir mis textos tengo en la mente la guía de Salinger, Carver, Cheever, Flanery O’Connor, Abelardo Castillo, Liliana Heker, Samanta Schweblin y más.

APU: Algo notable en estos cuentos es la elección de la perspectiva, el punto de vista en la narración.

M.B.: Todos los cuentos del libro, excepto el primero, están escritos en primera persona, desde el punto de vista del personaje principal. Por eso le puse especial esfuerzo a imaginarme, casi al borde de la alucinación, cómo se sentiría ver el mundo desde los ojos de esos personajes, ¿cómo hablarían? ¿qué distorsión del mundo tendrían? ¿qué cosas podrían decir? ¿qué cosas jamás podrían decir? ¿Cómo se siente ser un hombre al borde de la muerte que padece una demencia? ¿Cómo se siente ser una mujer en silla de ruedas que ama bailar? ¿Cómo se siente ser un policía que entra a un departamento para retirar el cadáver de un suicida?

Algunas de estas preguntas eran más fáciles de responder, ya que algunos personajes estaban inspirados en experiencias propias más concretas. En otros casos, eran desafíos impresionantes. En “El video de mamá”, por ejemplo, yo sentí la profunda necesidad de escribir la historia de una nena de seis años cuya madre murió. Una nena a la que la cuida su abuela y su padre está encerrado en una habitación, bajo las sábanas. La verdad es que no sé ni nunca voy a saber lo que se siente ser una niña de seis años con una madre muerta. Así que agarré mi diario personal y me pregunté si debía contar esa historia y cómo podía acercarme a ella.

Entonces descubrí que yo sí viví una infancia, que tuve algún sufrimiento siendo niño, que vi a adultos sufriendo y que escuché sobre la muerte también siendo niño. Confié en que podía escribir desde ese lugar, desde esa sensación endeble e inaprensible y escribí el cuento. Entonces pude reconocerme en una nena de seis años que la estaba pasando mal, incluso aunque tuviéramos vidas y experiencias muy distintas. Eso me gustaría que les sucediera al leer los cuentos. Que sean un ejercicio de reconocimiento en un otro diferente. Me interesa el cuento inexacto, los personajes torpes. Historias que transmitan esa comprensión imperfecta desde la que están escritas.

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Libro Donde suelen quedarse las cosas

 APU: ¿Cómo llegaste al taller de Pablo Ramos?  

M.B.: A los quince años leí por primera vez, gracias a mi papá, El origen de la tristeza de Pablo Ramos. Esa novela me hizo descubrir que se podía transmitir profundidad con palabras sencillas, con situaciones cercanas, que la única manera legítima de escribir no era imitando el vocabulario de las traducciones de las obras clásicas. A los 19 años me animé a sumarme al taller de Pablo en La Paternal. Me formé ahí durante diez años. Eso me cambió la vida, sin dudas, porque me permitió darle a la escritura el peso y valor vocacional que tanto quería.

Nos sentábamos alrededor de una mesa de vidrio y escuchábamos atentamente la lectura del compañero o compañera. Después se hacían críticas sobre la motivación, el contexto y la estructura del texto. La primera vez que leí llevé una primerísima versión del cuento “Como una rata” que había escrito a los dieciséis años, sentado en un banquito en la cocina de casa. Era un mamotreto de 18 páginas a espacio simple. Leí durante unos largos cuarenta y cinco minutos. Las devoluciones me golpearon. Para mi maestro y compañeros, el protagonista era sensible y había una historia de amor que estaba evitando contar. Así que anoté todas las observaciones y las apliqué minuciosamente hasta tener un nuevo borrador de 13 páginas, que seguí puliendo durante años.

APU: ¿Qué pensás que fue lo más importante de aquella experiencia del taller?

M.B.: En el taller de Pablo se trabajan los textos con seriedad, se comentan con una honestidad que revuelve el ego y derrumba las pretensiones, para que quede sencillamente lo que uno mejor puede hacer como artista. Por supuesto que se le presta atención a lo técnico, pero se le da prioridad a la motivación, a encontrar qué del propio mundo interno se está queriendo entregar en la hoja, incluso aunque uno ni siquiera se haya propuesto hacerlo. Se insiste en eso con una crítica que va de frente y con la guía del diario personal.

Es clave comprender que la escritura se completa en la escucha del otro y eso es lo que Pablo enseña: aparta al principio el problema de las comas mal puestas y las faltas ortográficas y se dedica con toda la cabeza a escuchar más allá de la superficialidad del texto, a encontrar a la persona que fracasa en comunicar lo incomunicable. El taller me hizo encontrar con compañeros y compañeras escritores y construir amistades valiosas, como la que aún tengo con Nuria Rodríguez, con quien luego iniciamos nuestro propio equipo de taller de escritura.

APU: ¿Por qué escribís, Miguel Bruno?

M.B.: Escribir siendo joven me genera alivio. Me siento entusiasmado por terminar proyectos literarios e iniciar nuevos. Saber que me quedan bastantes años para intentarlo, fracasar y volver a intentarlo me ayuda a no desesperar. Además, me pone contento conocer esta parte de mí mismo. Saber que me genera una mayor gratificación la escritura que cualquier otro camino más utilitario o de éxito económico. No quiero mover plata en la bolsa ni comprarme una mansión. Prefiero estar en conexión con la escritura y compartirlo en mis talleres. 

"Hay un individualismo furioso que se siente presente. Esa visión o actitud es la que más me desalienta del panorama narrativo actual".

 APU: ¿Cómo ves el panorama narrativo actual?

M.B.: Hay un individualismo furioso que se siente presente. Esa visión o actitud es la que más me desalienta del panorama actual. Una obra construida desde ese lugar me genera un vacío insondable. Me interesa escuchar, ver y leer cada vez más creaciones que busquen resistir esa tendencia. Creo que existen muchas propuestas actuales (festivales, talleres, revistas literarias, manifiestos y eventos de lecturas) que contribuyen, así que guardo la esperanza.

Creo que mi generación, los treintañeros de esta época, entramos en una etapa nostálgica. Nos reúne el recuerdo de fines de los 90 y principios de los 2000. Pienso que Buenos Aires cambió mucho y todas las obras que hablen de ese sentimiento me atraen especialmente. Como todos, vivimos muchísimos cambios tecnológicos en un tiempo acotado. Nuestra particularidad es que esos cambios veloces sucedieron en nuestra etapa de crecimiento infantil y adolescente. Veíamos televisión de cable, salíamos a la plaza a jugar, usamos diskettes y walkman, nacimos sin celular ni redes sociales. Era, inevitablemente, una época más pausada. Después nos fuimos adaptando a los muchísimos cambios, siempre creyendo que lo que salía era “lo último”: el Dvd era lo último, el MSN y el Fotolog era lo último, el ciber y el celular de tapita eran lo último. Año tras año todas esas cosas que iban generando esbozos de pertenencia iban desapareciendo y eran reemplazadas por otras.

Digo: lo “nuestro” no es salir a la calle o a la plaza a jugar, aunque lo hicimos. Lo “nuestro” no es el Facebook, aunque en su momento éramos los principales usuarios. Probablemente las generaciones anteriores crean que somos plenos nativos digitales, y los nativos digitales más recientes, que nacieron con smartphones última gama y redes sociales muy activas, no creo que se vean identificados con nosotros. En ese sentido me siento como una especie de viejo con apariencia de joven. Este tema, el hueco intergeneracional, me interesa. Pero no soy sociólogo y tal vez estoy aventurando una hipótesis alejada de la realidad, más apropiada para una novela. Por otro lado, creo que a todas las generaciones les sucede algo similar cuando crecen, aunque cada una con su característica específica. Por eso mismo me interesa cualquier historia que hable sobre la fragilidad de la pertenencia generacional. Creo que es un área en la que podemos entendernos todos y todas.