"No te mates", de Juan Manuel Fontana

  • Imagen
CUENTO

"No te mates", de Juan Manuel Fontana

21 Diciembre 2025

Inspirado en la historia de vida de María Castillo y Javier Godoy, referentes cartoneros del MTE. Así como en la de miles y miles de trabajadores populares que, desde el subsuelo de la patria, día a día luchan y se organizan colectivamente para salir adelante.

En memoria de la rebelión popular del 19 y 20 de diciembre de 2001, cuya represión estatal dejó como saldo 38 muertos y centenares de heridos en todo el país.

No te mates”

Los dos están sentados en las cercanías del Congreso. Corre el diecinueve de diciembre de 2001. El caos reina en las calles. Esperan que la fotocopiadora saque el material reciclable (el codiciado papel blanco). Hay mucha gente corriendo sin dirección. Los más osados o desesperados, enfrentan a los uniformados. Algunos, de tanto en tanto, buscan arrebatarles las bolsas que ellos custodian con celo. Quieren prenderlas fuego; quieren, en definitiva, que el fuego lo devore todo. Ellos pelean para defenderlas. Los manifestantes entienden que son algo más que basura. Y siguen su camino, buscando botines menos riesgosos. Ellos recuperan la calma.

Cuando nadie acecha, Javi le dice a Mari de ir a comprar una pizza, en una de esas pizzerías baratas de la zona. Ella se queda esperando. Se sienta arriba de las bolsas, para cuidarlas mejor. Al rato están de nuevo en el cordón, comiendo. Las calles siguen ardiendo. Las porciones de pizza no duran. Ya están por irse, atan fuerte el bolsón. Pasa un hombre en auto. Se detiene, mal estacionado, a metros de ellos. El auto parece descompuesto. El hombre también. Es alguien de mediana edad, que lleva un traje costoso. Baja, los mira, y dice: “me voy a matar; cómo llego a mi casa, me mato antes, no puedo más”. Escuchándose, el hombre del traje se larga a llorar, sin consuelo. Mari cruza miradas con Javi, y piensa: si él llora, qué queda para ellos, qué tendrían que hacer ella, Javi, y los miles y miles como ellos.

Mari supera la impotencia. Se acerca, pese a todo, al hombre del traje. Le ofrece agua. Le pregunta qué le pasa. Pasa que tenía una empresa, que se quedó sin un peso, que ahora no tenía ni para darle de comer a sus hijos. Mari lo invita a reflexionar, a cambiar de actitud. A pensar con más claridad en los suyos. Si él se mata, la familia quedaría destruida. Mari sabe de lo que habla. Sabe qué es estar destruida. Se lo podría explicar, si el hombre quisiera, desde el lugar de hija. Sordo a las razones de la cartonera, el hombre continúa su catarsis. Dice que horas atrás lo tenía todo, y que ahora no tiene ni para una “pizza barata”. En los oídos de Mari, la frase suena diferente: “¿por qué vos, ciruja, estás comiendo? ¿Por qué gente de guita, como yo, no tiene dónde caerse muerta?”. El hombre del traje se queda pensativo un instante. Ahora, lo que dijo antes no solo resuena en oídos de Mari. Hasta gente como ella, dice el hombre para sus adentros, tiene para una pizza. Mientras a Mari se le ocurre que, tal vez, el problema es que alguien como ella no tenía derecho a ganarse el pan. Y sufre algo de vértigo al ver que el mundo considera más normal, más tolerable, que “los cirujas” mendiguen la comida.

De pronto Mari siente un ardor febril. La sangre fluye por sus venas como un mar de lava, pero finalmente se contiene. Lo invita a comer con ellos. “Si no comiste, vení a comer con nosotros”, le dice. ¿Con ellos? ¿A comer con ellos?, pregunta con la mirada el hombre del traje. Ahora parece más desanimado. Y al rato se le oye, cansina y nítidamente, una especie de protesta: “Mirá vos… unos cirujas me están dando de comer”. La réplica de Mari también es veloz. “No es importante -dice con firmeza la cartonera- quién o qué te da de comer. Lo que importa es la acción”. Al cabo de un breve silencio, un poco extenuada, agrega: “más que pensar en matarte, lo que tenés que hacer es volver a tu casa”. Sin darse un respiro, Mari se ofrece a estacionar el auto, y a acompañarlo hasta allá. Porque tiene que saber el hombre del traje que no es más que eso: un tanque sin nafta. Tiene que saber, además, que siempre hay cosas por hacer. Puede vender el auto, para alimentar a sus hijos. O vender ese reloj pulsera. Así empezaría a recomponerse. Y si todo resultara insuficiente, si nada llegara a funcionar, siempre puede ponerse a cartonear. Como lo hicieron ellos. Como lo hicieron decenas de miles, muchos con historias parecidas a la de él mismo, el hombre del traje.

El hombre, inmóvil, solo atina a llorar. Llora sin parar, durante un buen rato. Cuando ya no quedan lágrimas por llorar, se levanta, súbitamente. En tono conciliador, le dice a Mari que va a seguir el consejo. La cartonera insiste: “no te mates”. Le pide que se acuerde que ellos trabajan en la zona, se juntan muchos desperdicios reciclables allí. “Si algún día me ves -sentencia Mari- acércate, contame cómo te fue”. Mientras habla, señala las bolsas y el carrito, como diciendo que no va a ser difícil encontrarlos. A fin de cuentas, las calles de la zona son, para Mari, Javi, y tantos otros, su lugar de trabajo.

Mari acaba la frase intuyendo que no van a volver a verse. Al despedirse, en los oídos del hombre resuena una voz suave diciendo: “no te mates”.