¡Váyanse , doctores! El cerebro no duele

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¡Váyanse , doctores! El cerebro no duele

11 Abril 2015

Por Santiago Gómez

Por Santiago Gómez

Ya hace un año que no trabajo como psicoanalista, tampoco como psicólogo. Mi interés por el alcance de las palabras lo sigo a través de la escritura que es la mejor manera de analizar, porque escribir, al igual que el psicoanálisis, también se trata de leer. Permítanme contarles, que efectivamente Freud estuvo muy enganchado con la cocaína y que la dejó escribiendo. Escribiendo cuáles eran los efectos de la misma, analizándose él, pudo abandonarla. Les confieso que es el único caso que conozco de alguien que haya dejado la cocaína con el psicoanálisis. Sé de los que la dejaron con el evangelio o la política, pero no con psicoanálisis. Con esto no les estoy diciendo que el psicoanálisis no es efectivo, ni mucho menos, puedo dar testimonio de ello. Algo a lo que no están dispuestos la mayoría de los psi, por no decir su totalidad. Freud mismo en sus escritos les adjudicaba sueños a pacientes que le eran propios. Traigo el tema de la locura, del dolor, porque Cristina, en el homenaje que le realizaron a Cristian Fuster, el médico que la operó, relató una historia que él le contó, de una cantante a la que le extirparon un tumor que estaba dentro del cerebro con la paciente despierta. ¡Cómo que no duele!, ella preguntó. El cerebro no duele, le contestó el médico a la Presidenta. Eso mismo le conté al día siguiente en el desayuno a mi mujer, mientras le leía la columna semanal de Juan Forn. El escritor húngaro Frigyes Karinthy escribió que el cerebro no siente dolor y que por eso a él también le extirparon un tumor del cerebro con él consciente.

Se sabe que el poder de la ciencia avanza, que aumenta el consumo de psicofármacos, que a muchos psicólogos les encantaría recetar, y prueba de esto es la cantidad de angustiados que derivan al psiquiatra. Ya que sabemos que andan por el mundo buscando el gen de la locura, del amor, de la obesidad, del placer sexual, de las manías, les quiero recordar que el médico que operó a la Presidenta es neurocirujano, por lo que lo suyo sí es propio de las neurociencias, y él afirma que el cerebro no duele, no siente dolor. Así que les pido a todos los médicos que se meten con el dolor de existir, a las que se hacen las coquetas con la bolsa del último congreso de neuropsicología, deseosas de que les paguen como a los médicos la asistencia a los congresos, que es la propia neurología la que dice que el cerebro no siente dolor. Así que termínenla con que el problema es orgánico y que el problema de ustedes es que no saben cómo explicarlo. Si nos están diciendo que ahí no hay dolor, ahí no vayamos a buscarlo.

Esto lo escribo pensando en la mayoría que no tiene conocimientos sobre el asunto y que cuando el dolor se vuelve insoportable consultan con un profesional. Consultan si es que los profesionales no se le metieron por la ventana, porque alguien salió de su casa corriendo desnudo por la calle, pidiendo que se callen, gritando que no lo sigan, mientras la madre lloraba junto a la puerta, mirando cómo el hijo corría, mientras la hermana se vestía otra vez para ir a buscarlo. Una vecina llamó a la policía, y después lo que sabemos que sucede si el que salió corriendo era pobre: manicomio, médicos que dicen que la medicación es de por vida, psicóloga que mira con desconfianza a la familia. En esto supongo que no me van a correr con el género cuando escribo, ya que la mayoría en la psicología son mujeres.

La psiquiatrización de la vida se las puedo contar de cualquier lado. Como paciente, como familiar de psiquiatrizado -psiquiatrizada en este caso- como psicólogo, psicoanalista. Claro que mi primera relación con los médicos que se ocupan de la locura fue después de que internaron a mi madre, antes, afortunadamente, jamás me los había cruzado. Sí a las psicólogas, a quienes conocí en el servicio de violencia familiar de Casa Cuna. Sí a las psicoanalistas,  ya que caí en el consultorio de una lacaniana, con quien me analicé desde los once hasta los veintitrés años. A las trabajadoras sociales las conocí en Tribunales, donde me maravillé con el test de Rochard. A la mayoría nos fascina creer que hay alguien que sabe lo que nos pasa. No se imaginan lo que les fascina creer a los profesionales que efectivamente saben lo que les pasa a sus pacientes. No lo saben. No lo sabemos. El que se lo diga miente. Tan solo la mayoría se sienta a confirmar lo que ya saben, claro: es una neurótica, es una histeria, clarísimo, mirá cómo se posiciona en relación al deseo, las marcas de la letra, del significante, y todas esas palabras difíciles, para que cuando terminaron de decir esas cosas en un evento importante de psicoanalistas (para los psicoanalistas juntar cincuenta personas es importante) se vayan a tomar un café al bar de al lado, le cuentan a la amiga que conocieron a un tipo y lo primero que la otra le pregunta es de qué signo es.

Lo mío es un pedido compañero, solidario, de quien conoce el proceso de patologización del malestar de punta a punta. El dolor no está en la cabeza, lo dicen los propios médicos. La locura no es una enfermedad y si les dicen que lo es, pídanle que se la expliquen. Al segundo “por qué” que pregunten, les van a empezar a tartamudear, cuando no les digan que es muy difícil de explicar. Lo que se sabe, claro, se explica fácil. Se enloquece cuando no hay palabras para decir lo que se vive. Y sabemos que el dolor no es fácil de explicar, pero ahora también sabemos que en la cabeza no está. Eso es mucho. Un montón.

Esa tiene que ser nuestra defensa cuando quieran avanzar aún más con los remedios. Se los digo en serio, porque también les va a tocar a ustedes. En Argentina creció la psiquiatrización de nuestros niños y no tenemos magnitud de lo que va a ser si no lo detenemos. El mayor índice está entre los pibes de zona norte, las maestras no los soportan y los medican. Les dan ritalina. Está probado que altera el crecimiento y puede producir esterilidad. Ya se manifestaron profesionales de la pediatría, de las facultades de medicina y psicología, de diversos ministerios, alertando del aumento de la medicación en nuestro país. En Brasil ya conocí muchos jóvenes de veintipico que los tuvieron medicados durante toda la infancia. ¿Para qué medican? Para disciplinar, es para los que no obedecen. No vayan a creer que es una lectura revolucionaria la mía, esto se lo leí a Juan Gelman en una contratapa de Página/12 titulada “La doma de los jóvenes bravíos”. La Asociación Estadounidense de Psiquiatría creó el diagnóstico: desorden de oposición desafiante, para los jóvenes que transgreden las normas, que no obedecen lo que se les ordena, lo cual es criterio de medicación.

Hoy vamos por la calle y reconocemos a las personas que están medicadas. Uy, mirá lo mal que está esa mina, pensamos cuando la cruzamos por la calle, con los pies pesados, la piel reseca, la mirada vacía. O mejor dicho, yo era el que lo pensaba. Esa mina pasó después a ser mi madre, cuando superada por las obligaciones de mantener a cuatro pibes sola, le pidió a una amiga que vivía en el departamento de abajo que llamara a la obra social para pedir una ambulancia, porque no tenía más ganas de vivir. Nunca dijo que quería matarse. Estaba agotada. No puedo más, era lo que repetía. Su “no quiero vivir más” estaba cargado con mucho dolor, el dolor de quien carga y arrastra, pero no frena. El médico escuchó “riesgo para sí o para terceros es criterio de internación” y la mandó a un manicomio con diagnóstico de estrés, que era lo que mi madre quería. En la clínica psiquiátrica de Zapiola y Mendoza la recibieron con algún otro y los psiquiatras siguieron una tradición de hace doscientos años: prohibir las visitas de los familiares durante el primer mes, por si son la causa del mal. Escribo esto y me acuerdo de aquella madre con la que conversé en la Colonia Montes de Oca, cuando fue a visitar a su hijo. Por qué no lo tiene en casa, le pregunté. Porque los médicos me dijeron que lo que tiene es de por vida, que él tiene que estar acá, que es lo mejor para él y la familia.

La historia cuenta que las clínicas psiquiatras se crearon, como Casas de Higiene, para sacarles plata a las familias de los que no la están pasando nada bien. La mayoría de los que enternecidamente se sumaron a la Campaña por el Día del Autismo, no saben que ni los mismos profesionales saben qué es el autismo, sino que además, con la excusa de mejorarle la calidad de vida a los padres de los chicos a los que se diagnostica autistas, a los pibes se los trata como si fueran animales. Claro que no a todos, que hay excelente profesionales y buenos cuidados. Pero supongo que habrán leído en más de una oportunidad la existencia de calabozos en los manicomios. El gobierno nacional cerró el que había en el Montes de Oca. Lo que yo les pregunto es: ¿Qué les hace pensar que si hacen eso en manicomios para grandes, no van a hacer eso en manicomios para chicos? Como no saben qué es el autismo, aunque actúan como si supieran, se refieren al mismo como TGD (Trastorno general del desarrollo), pero así también le dicen a un montón de otros comportamientos. Merece una discusión muy profunda el tema del autismo y sinceramente creo que el momento “Je sui autista” lo amerita.

Conocí una clínica del conurbano bonaerense, mezcla de escuela y clínica, (aunque las escuelas llamadas especiales tienen más de clínica que de escuela), en la que Juan González, un compañero de la facultad, me consiguió una entrevista mientras estudiaba para trabajar. Había muchos chicos diagnosticados de TGD o de autismo. ¿Cómo eran estos chicos? Ante todo, chicos. Chicos que no hablaban, pero que interactuaban. Recuerdo uno sentado en un escalón del patio, donde hacían caminar a los pibes en ronda, sacando pasto del cantero de un árbol, y se quedaba contemplando con una mirada muy profunda. Yo sentía que él estaba ahí encerrado. Cuando un pibe se salió de la ronda y se vino corriendo a agarrarse de mis piernas, Juan empezó a tironearlo para sacármelo. No hagás fuerza, le dije, y con unas cosquillas conseguí que se suelte. Cuidado, me dijo Juan, ese es muy violento. Violento era el lugar, en el que el que me tomó la entrevista me dijo que estaba habilitado pegarle a los pibes, donde Juan encerró a un nene en una habitación con una puerta de reja y sin techo. Lo denuncié con un profesor que trabajaba en la Secretaría de la Niñez de Nación. Son muchos los Juanes y Juanas, pero eso aún persisten los manicomios.

Sé lo que es ir desesperado a un profesional para que te diga qué es lo que tiene tu ser querido, por lo que no se puede culpar a la familia por los malos tratos que reciben de parte de profesionales que dicen saber lo que hacen. Escuché a médicos medicar lo que no era más que angustia, encerrar en un manicomio por lo que no era más que una férrea fe cristiana. Discutí con psicólogas que derivan a psiquiatría porque la paciente no paraba de llorar todas las sesiones, cuando el problema eran ellas que no podían escuchar a alguien llorando. Hace unos meses, en una reunión con médicos del programa Mais Médicos, en la ciudad de Alegrete, un cubano dijo que estaba espantado del nivel de psicofármacos que toman los brasileros. “Acá no existe la tristeza, todo es depresión. Yo me resisto a aceptar eso. Me dicen que es imposible cambiarlo, pero igual yo lo voy a combatir”, dijo con su acento caribeño, con el mismo acento con el que escuchamos que lo imposible solo cuesta un poco más.

A quienes se interesan por los que sufren, por el dolor, por el dolor de existir, que escucharon a Cristina decir que el dolor no está en el cerebro, que el cerebro no duele, les pido que cuenten esto: que sí, que la medicación a veces sirve, cuando consigue cortar con lo que escuchamos y que tanto duele, pero que no termina con la causa del dolor, ni los médicos pueden con su ciencia explicar de qué se trata. No todos los pueblos tienen psiquiatra y en ninguno falta el loco del pueblo, así que algunas otras cosas también se pueden hacer sin andar encerrando. Pero lo que a veces no puede hacerse es ponerle palabras a ese dolor. Ni por inhibición, ni por síntoma, ni por angustia. Tampoco es por pudor o por vergüenza. Es porque simplemente no hay. No hay con qué contarlo. No existen palabras para decirlo. Lo saben quienes estuvieron desaparecidos, quienes estuvieron en Malvinas, en Cromañón. A veces no hay manera de decirlo.

Y mientras, tanto dolor sin una palabra para pincharlo y que supure. Los médicos que lo huelen y se van encima, cociendo las bocas con su caligrafía imperfecta. Aunque quieras decir algo, no vas a poder mover la lengua. Y esa marca es para toda la vida. Si andás medicado por la vida, se nota. Los médicos regalan pastillas como caramelos, diría Blajaquis el poeta. Y en la calle no miran lindo y si mira lindo y te dieron ganas, vas a querer dejar las pastillas, porque no se te para. Y el médico después le va a decir a tu familia que hay que reinternar porque no tenés conciencia de enfermedad, y si le decís que de lo que sos conciente es de que él es un enfermo, te atan, y te pinchan, te inutilizan. Y cuando tu familia te espera en la sala de visitas, uno baja la mirada, la otra te rodillea para que la levantes. La boca pastosa, la lengua pesada y la mirada que te robaron. Entonces, si sos compañero, compañera, y sos de los que están de acuerdo con lo que dice ella, escuchala. En el cerebro no hay dolor, así que saquemos del asunto del dolor a los médicos y pongámonos a discutir en serio de este asunto. Porque los derechos humanos se violan en todos los manicomios y si no metemos preso a alguno de los profesionales, lo van a seguir haciendo. Algo aprendimos en estos 39 años sobre el asunto.

"Aquel día estaba completamente seguro de encontrarme, finalmente, frente a la posibilidad de contarlo TODO, de golpe, sin interrupción.  Pero ¿Qué es TODO?; ¿qué fue TODO en aquellos dos meses de guerra? Y al fin de cuentas ¿qué puede hacer la palabra con TODO? : trazar límites, dejar fuera e incluir, conservar y perder, elegir, brillar a costa de infidelidades, callar cuando todo empieza, hablar cuando todo calla... Recuerdo a Barthés, que hace treinta años resumió tan hermosamente lo que tiene entre manos un escritor moderno si quiere reflejar la terrible diversidad de su mundo: "una lengua espléndida y muerta".

(Daniel Terzano, 5000 Adioses a Puerto Argentino, pp.14/17, Ed. Galerna).