El fin del malmenorismo

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El fin del malmenorismo

16 Junio 2025

1.    ¿Anomalía o caducidad?

La arbitraria condena de Cristina y su consecuente proscripción electoral, ¿implican una anomalía del sistema institucional o su caducidad? 
Se trata de un hecho muy grave, pero, como suele suceder en el área social y política, lo grave es esclarecedor, y en este caso es también determinante. ¿Determinante de qué?

De que quedaron sepultados definitivamente los pactos que intentaron reorganizar la vida institucional del país en 1983. Se lo admita o no, sea políticamente correcto o incorrecto plantearlo, es así. Estamos ante el final de un ciclo institucional, se abre una nueva etapa en manos del Pueblo, cuyo trascurso y resultados son inciertos, más aún en el marco de una situación mundial también caótica. 

Hace tiempo que esta democracia liberal, tal como la tenemos, es insuficiente. Se trata de un sistema nacido hace dos siglos y medio, que no se ha nutrido de las transformaciones necesarias para ponerse a tono con el resto de los cambios acaecidos en todos los demás aspectos de nuestra vida. La velocidad con que se han modernizado las formas productivas, los sucesivos saltos tecnológicos y hasta las mutaciones de la naturaleza a la cual hemos maltratado (algunos más que otros, obviamente), es abismalmente superior a las adaptaciones que necesitaban y no produjeron los sistemas políticos para mantener cierta dosis de legitimidad. Al no modificarse esto, la apatía democrática deja de ser un fenómeno coyuntural; llega para quedarse.

La democracia se reduce hoy a un mero sistema electoral. Éste funciona, es decir, los espacios de gobierno se distribuyen más o menos proporcionalmente a los votos obtenidos. Pero la realidad nos muestra más crisis, más pérdida de soberanía, más endeudamiento, más desempleo, más pobreza, más infancias con hambre. Si el sistema electoral funciona y la realidad es más crisis, deberíamos deducir que el pueblo ha votado crisis. Pero no es así. 

Sucede que “esta” democracia, raquítica, superficial, desactualizada, impone tal sistema de mediaciones entre la voluntad popular y las decisiones de gobierno, que la tornan profundamente ilegítima. En un país como el nuestro (que por supuesto no es el único), ¿quién tiene más chances de permear esas mediaciones que supone nuestro sistema de instituciones que todavía llamamos “democráticas”? ¿un trabajador ya sea formal o no registrado cuya familia no puede afrontar las tarifas, o el propietario de una empresa de energía que dolariza el precio del servicio y traslada fuera del país las utilidades de sus ingentes balances? ¿un campesino que sabe cómo producir alimentos pero no tiene un centímetro de tierra, o un banquero devenido en exportador que no tiene ni idea acerca de la producción agropecuaria pero es propietario de miles de hectáreas?

No se trata de una opinión personal de quien escribe. En su entrevista con el periodista Gustavo Sylvestre, Cristina Kirchner señaló textualmente: “por lo que nos condenan es por la distribución del ingreso”; “el poder judicial está tomado por la derecha mafiosa que es el macrismo y por el sistema de medios hegemónicos”; y sin nombrarlo, sostuvo que Jorge Lanata no le había perdonado a Macri que no la pusiera presa. Y el 9 de junio, en la recordación de los fusilamientos de 1956, expresó que “se busca terminar con un modelo de distribución del ingreso que no aceptan los grupos económicos hegemónicos”. Es decir, la concentración de la riqueza es señalada por Cristina como el factor principal de la obturación democrática que atravesamos. Y el fallo de la Corte, como brazo operativo de esa concentración. Hasta no afectar esos intereses, no se removerán los obstáculos que causan el descreimiento en la democracia.  

2.    Extinción de todos los acuerdos democráticos

Volviendo al principio, acudimos al final del ciclo institucional iniciado en 1983, luego de un proceso que venía carcomiéndolo desde diversos flancos. 
Cuando el jefe del Estado se declara a sí mismo como “el enviado de las fuerzas del cielo para destruirlo”, quiebra –por un lado- el acuerdo de racionalidad democrática para remplazarlo una suerte de poder místico-religioso, y por otro lado el “imperium” del Estado como encargado de ejercer la autoridad pública, administrar los bienes universales y garantizar el orden social. 

Cuando la principal autoridad política de un país exterioriza su veneración por los evasores fiscales que atesoran sus fortunas mal-habidas en los paraísos fiscales, vulnera irreparablemente el acuerdo democrático sobre el cumplimiento de las disposiciones tributarias como fuente de la organización económica de la sociedad. 

Cuando en un país con capacidad para producir alimentos para varias veces su población, un alto porcentaje de la niñez sufre hambre, se ha violado el elemental acuerdo democrático de la seguridad alimentaria.
Cuando se denuncia penalmente al periodismo por sus opiniones, se viola el acuerdo democrático de la libertad de expresión, así como al reprimir las manifestaciones de jubiladas y jubiladas, se mutila el elemental acuerdo democrático de la libertad de asamblea pública y el derecho constitucional de peticionar a las autoridades.

El 1° de septiembre de 2022 Cristina sufrió un fallido atentado. Pero el acuerdo democrático que descalifica la eliminación violenta del adversario político practicada hasta 1983, no se quebrantó con ese acto criminal, sino con la pasividad, la desaprensión y hasta la complicidad de las autoridades, legisladores y miembros del poder judicial que lo naturalizaron y lo banalizaron. 

El 2 de abril de 2025, el jefe de gobierno quebrantó el acuerdo acerca de la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas, cuando reconoció implícitamente el derecho de autodeterminación de los isleños, principio que es claramente rechazado por el derecho internacional.
El martes 10 de junio pasado, los ocupantes de la Corte Suprema de Justicia acaban de perforar tal vez el último acuerdo democrático heredado de la recuperación institucional de 1983: el de la imparcialidad, aunque sea en grado mínimo, del sistema judicial. Ya no hay instituciones democráticas confiables.

Alguien me podría reprochar que se trata de una frase muy dura pasible de trasmitir una peligrosa sensación de “abismo y desesperanza”. Yo la expreso en el sentido inverso: si no nos damos cuenta de eso no asumiremos el papel re-instituyente que recae sobre la inmensa mayoría de nuestro Pueblo, que sí cree y que sí necesita de instituciones profundamente democráticas. Me refiero a instituciones sustantivas, no meramente procedimentales como hemos creído tener hasta ahora. Instituciones sustantivas como igualdad, desarrollo, industria, trabajo digno. Me refiero a una democracia profunda donde el mantel y el plato de comida en la mesa familiar, el guardapolvo, el pupitre y el pizarrón sean las principales políticas de seguridad. 

3.    ¿Jueces o empleados?

Si una persona como Cristina, dos veces Presidenta, es objeto de la manipulación y la arbitrariedad de este sistema judicial, ¿qué queda para otros dirigentes que luchan? Y peor aún, ¿qué queda para la mujer y el hombre de a pie que se atrevan a reclamar por sus derechos? Estamos ante una cuádruple proscripción. La personal de Cristina, la que impide a las y los electores votar por su referente, la que amenaza a otros líderes y lideresas políticas, y la que, por lógica consecuencia, venía acechando hasta ahora al común de las personas que padecen la falta de justicia, y sienten que con esto se les obtura definitivamente el camino para lograrla.

Al tratarse del fallo de la máxima autoridad judicial, se derrumba el sistema todo, más allá de la existencia de magistradas y magistrados probos que deben ser los encargados de reconstruirlo. La Argentina es tal vez el único país con una Corte de tres miembros hombres, metáfora de las juntas militares de la dictadura. “Lo que hasta los años 70 protagonizó el partido militar sufrió una mutación, ahora se trata del partido judicial, ya no los mandan a la Escuela de las Américas para aprender a reprimir, los mandan a cursos de derecho en Miami, en Washington”, dijo Cristina el pasado 9 de junio. Esa Corte detenta de manera vitalicia el poder omnímodo de dictar sentencias definitivas y a la vez ponderar la constitucionalidad de las leyes sancionadas y promulgadas por los poderes legitimados por el voto de las mayorías. Si, al mismo tiempo, dos de esos tres integrantes aceptaron ser designados por un decreto del poder ejecutivo, y los ocupantes del tribunal inferior que condenó a Cristina guardan una amistad manifiesta con ese mismo poder ejecutivo y gozan de los favores del poder concentrado que Cristina denuncia, están definitivamente trasgredidos los presupuestos mínimos de imparcialidad.   

Baste describir uno solo de esos rasgos del poder financiero al que aludimos. Entre el dinero que Macri recibió en 2018 y el último préstamo a Milei, la Argentina acumula una deuda con el FMI de más de 60.000 millones de dólares. Se trata de una deuda doblemente ilegítima. Por un lado contraviene los requisitos técnicos que impone el estatuto del organismo internacional. Por otro lado incumple la ley argentina al no estar aprobada por el Congreso. Pero además es intrínsecamente ilegítima desde el momento en que no se traduce ni en escuelas y universidades, ni en institutos de investigación científica y tecnológica, ni en industrias, ni en obras de infraestructura ni en políticas de salud. Se la entrega al poder financiero, éste la valoriza a través de la tasa de interés, la fuga del país y la recoloca en los mismos bancos extranjeros que sostienen al Fondo Monetario. Es decir, ese dinero ya fue recuperado, pero la deuda la sigue cargando en sus espaldas el Pueblo argentino.  

Precisamente la persona que desde la presidencia del principal partido opositor denuncia este mecanismo, es condenada a prisión y no puede participar en las elecciones. Antes proscribía el aparato represivo, ahora lo hace el partido judicial. Si no hay justicia, no hay democracia. Ni paz social (“Si quieres la paz, trabaja por la justicia”, Pablo VI, 1972).

Estas personas no son jueces, sino súbditos de ese poder financiero que conecta sectores de la oligarquía interna con los grupos financieros del exterior, a quienes –así como existe una oficina comercial, de marketing, de innovación, etc.- se les asigna una oficina en el palacio de tribunales para que custodien aquellos intereses económicos. Por lo tanto, un país donde se desmoronó todo el andamiaje del servicio de justicia, tiene que refundar su sistema institucional.

4.    Fin de ciclo. Fin del mal menor

Cuando las vías institucionales están obturadas, la única manera de sortear ese escollo es la organización popular y la ocupación pacífica del espacio público para refundar una democracia verdadera, profunda, y no insustancial como la que vivimos.

Un subproducto que, de mantenerse, puede ser alentador para encauzar ese rol re-instituyente de las mayorías populares es la apertura y la trasversalidad demostradas por el Partido Justicialista en las horas posteriores a conocerse el fallo. La convocatoria a gobernadores e intendentes, partidos políticos, sindicatos, movimientos productivos, organizaciones sociales y agentes de la política internacional para discutir el perfil de la estrategia a seguir, implica, por una parte, ensanchar el campo de ideas en debate. Por otra parte, predispone mejor a todos los actores, los acerca, los hace sentir parte y centrar la energía en el proyecto compartido y no en la crítica interna. 

Que la reinauguración de este método de convocatoria, escucha y diálogo no se agote en la resolución de la emergencia, sino que se mantenga en el proceso de construcción política y futura gestión de gobierno. 

Es necesario que el ámbito político material sea sentido como un espacio de todos. Lo cual de ninguna manera significa ceder la conducción de la etapa. Ni diluir los contundentes planteos que se necesitan, en la nebulosa de una idea amorfa de unidad que, bajo la conocida excusa de que cuanto más amplia la lista de apellidos mejor, nos haga perder intensidad.    

Esto último es ese “malmenorismo” en el que no podemos volver a caer, porque en ese fallido recae –precisamente- parte de la responsabilidad de haber llegado hasta aquí. 

En América Latina vivimos en países extremadamente ricos, y sin embargo atrapados en un círculo vicioso de desigualdad y pobreza, enmascarado –colonización cultural mediante- por el argumento de que se trata del sistema que garantiza la libertad. 

La democracia vigente es una ilusión, una retórica, una apariencia, y por lo tanto, una trampa. No habrá democracia verdadera mientras no se remuevan las caducas estructuras de poder que impiden que la misma sirva efectivamente a los intereses de las mayorías postergadas.
Esto implica que, mientras las derechas van por las reformas laboral y previsional para restringir derechos y ampliar la ganancia del capital, el campo nacional y popular debe promover la reforma del sistema financiero, la reforma y simplificación del sistema tributario, la transformación del modelo agropecuario para garantizar la soberanía y la seguridad alimentaria de las y los argentinos, la participación estatal mayoritaria en la explotación de nuestros recursos estratégicos como palanca del desarrollo y la industrialización del país, y una profunda reestructuración del sistema judicial. En este aspecto, el ejemplo de México es elocuente. Es quizás la única democracia que goza de credibilidad, y en ello juega un papel preponderante que haya planteado la reforma judicial.

Estas consignas, que en el marco de la ampliación de la agenda de las derechas parecerían extremas, no son otras que las contempladas años atrás en el Modelo argentino para el proyecto nacional del General Perón, y en los programas de La Falda y Huerta Grande del movimiento obrero argentino.

El hecho de iniciar una nueva etapa política requiere, además, de un aprendizaje que nos lleve a no repetir los errores del pasado reciente, que son frescos y están muy en evidencia. 
Por último, está comprobado que estos lineamientos, que constituyen el gran desafío para recuperar la legitimidad de la política, no se lograrán si optáramos, una vez más, por el mal menor.