“Viudas negras": ¿Una sátira feminista disfrazada de comedia?

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SERIE ARGENTINA

“Viudas negras": ¿Una sátira feminista disfrazada de comedia?

20 Julio 2025

En su primera serie como guionista y protagonista, Malena Pichot abandona los escenarios y el streaming para narrar una historia de mujeres que planean robos, discuten sobre maternidad y prostitución, y se enfrentan con uñas pintadas y veneno en la lengua y en las carteras. Una venganza estética, política y generacional que —entre tinturas y calzas animal print— se cocina a fuego lento en los márgenes de la comedia. 

La peluquería en Viudas negras: p*tas y chorras no es un escenario más: es el centro neurálgico, la sede de operaciones, el lugar donde se piensa el crimen y se mastica el resentimiento. Si Delfos fue el oráculo de la Grecia clásica, la peluquería de barrio es el de la clase media argentina. No solo se corta el pelo: se afilan planes, se repasan errores, se intercambian códigos de clase, de género, de deseo. Allí se conjugan lo íntimo y lo político entre esmaltes perlados, planchas gastadas y ruleros en mano. Cada mueble, cada póster, cada cenefa de plástico fluorescente está al borde del derrumbe y, al mismo tiempo, del ritual. No hay distinción entre lo estético y lo estratégico: las mujeres se tiñen y arman el operativo al mismo tiempo. Y no hay cinismo en eso, hay memoria.

¿Qué pasa cuando las mujeres no solo cuentan la historia, sino que también planean el crimen? Viudas negras: p*tas y chorras no es solo una serie: es una trampa estética, una risa filosa, una forma de reescribir lo que muchas vivieron en los noventa, esa, en palabras de la Pichot, “década violada”, donde el machismo era paisaje y no escándalo. Las protagonistas no denuncian el patriarcado: lo cobran. Y ese gesto es el eco de una generación a la que tocarle el culo en un boliche o apretarla en un recital no le resultaba raro, solo inevitable. No había palabras como mansplaining o gaslighting. Ahora que las hay, hay guión. Y el guión se atreve. Estas problemáticas se disfrazan de comedia, pero actúan como manifiesto. Usa el humor negro —ese género que incomoda y, en el mejor de los casos, entretiene— y acá lo logra con precisión quirúrgica: nos devuelve el espejo, pero no uno donde peinarnos, sino uno donde vernos planificando una venganza perfecta desde una peluquería de Flores.

El humor funciona porque es incómodamente reconocible. No hay exageración gratuita: hay código compartido. Sabemos que eso pasó, o podría pasar. Y ahí, nos reímos. No hay sermón, hay grotesco programado. No hay galanes, hay tipos, o mejor dicho, galanes que son solo tipos, que están ahí para que pase otra cosa. Algunos son crueles, otros buenos tipos, pero todos —sin excepción— resultan manipulables. Están para cumplir una función: ser obstáculo, ser excusa, ser recurso. En esta narrativa, ellas mueven la trama y ellos, la acompañan.

Acá no hay heroínas en el sentido clásico. No son mártires, ni buscan redención. No lloran en cámara lenta con una banda sonora edificante. Son culpables encantadoras. Mujeres que planifican robos, que agarran fajos de billetes como si fueran caramelos, y que te explican el patriarcado con una sonrisa torcida. El guión las deja hacer y deshacer sin pedir disculpas: son madres, rolingas, amas de casa, señoras de country y pibas de barrio. Todas distintas, sí, y tampoco perfectas. Muchas veces pisan el palito del patriarcado o del amor romántico, como tantas de nosotras. No se hacen las superadas. Se ríen de sus propias ridiculeces y, al mismo tiempo, las reivindican.

El guión parte de la comedia de humor negro, pero se alimenta del thriller, del grotesco, del policial exagerado y de la comedia costumbrista para construir una narrativa tan política como desbordada.

El proyecto reúne a gran parte del equipo que pasó por Cualca, aquel ciclo de sketches feministas y satíricos que Malena Pichot encabezó con Julián Lucero, Charo López y Vanesa Strauch. No es una continuación directa, pero sí es el resultado de años de trabajo colectivo donde se amasaron los temas, los tonos y las estéticas que ahora explotan en formato de ficción.

El guión parte de la comedia de humor negro, pero se alimenta del thriller, del grotesco, del policial exagerado y de la comedia costumbrista para construir una narrativa tan política como desbordada. Entre las actrices se destacan María Fernanda Callejón —como una ex presidiaria, alfa de las cárceles, en uno de los mejores papeles de su carrera— y Marina Bellati, una comediante brillante que recuerda al humor absurdo, gestual y expresivo de los sketches más delirantes de Juana Molina. Malena Villa, por su parte, encarna a una de las protagonistas jóvenes con una mezcla precisa de ternura, resentimiento y pulsión de fuga.

La construcción visual es uno de los núcleos estéticos más potentes de la serie. El uso de colores saturados y planos contrastantes remite directamente al universo almodovariano: magentas encendidos, verdes pastel, fucsias de esmalte vencido, violetas de repisa de bazar. No es solo una paleta caprichosa: es una política visual. El maquillaje y la ropa no son decorado: son lenguaje. Elementos que delinean los personajes según su clase social, su edad, su territorio. Las mujeres no se disfrazan, se empoderan desde la superficie. Y esa superficie —ropa, uñas, pelos, zapatos— dice de dónde vienen y a qué están dispuestas. El vestuario reafirma filiaciones estéticas y sociales: viejas que se visten como viejas de barrio, con ruleros y pantalones elastizados; chetas de country con calzas animal print y frases de autoayuda; pibas con buzos rolingas, delineador corrido y mochilas colgando. Lo bizarro no está solo en lo que pasa o en los diálogos: está en la inteligencia visual con la que se resuelve cada escena.

En ese terreno se inscriben también las escenas de enfrentamientos entre mujeres armadas, cara a cara, al mejor estilo Kill Bill. Hay tensión, estética y coreografía. Bandas opuestas de mujeres que se odian, se enfrentan y se miran fijo antes de avanzar: todo llevado al registro de la comedia negra, pero con una potencia simbólica que excede el chiste.

Y si el feminismo es el eje más visible, no es el único. La serie está atravesada por temas de clase, economía y política: la pobreza estructural de la Argentina de los 90, la precarización actual, los trabajos invisibles, la falta de oportunidades, el resentimiento acumulado. La venganza se vuelve, así, un acto de justicia poética, pero también una respuesta desesperada al cinismo social. No hay corrección política, hay necesidad. No hay doctrina, hay experiencia encarnada en cuerpos concretos que fueron tocados sin permiso, ignorados por el sistema o descartados por edad, por barrio, por vestuario.

¿Y si la sororidad, a veces, fuera también pasarse una llave inglesa y decir “vos distraé, yo entro”? El guión se permite ese riesgo: mostrar mujeres que no son ejemplares ni impolutas, pero que despiertan empatía. Que se contradicen, que compiten, que se equivocan, que se odian y se cuidan casi al mismo tiempo. Que discuten sobre prostitución, maternidad, poder y guita con más profundidad en cinco minutos que algunos paneles televisivos de opinión en tres horas.

Entonces, ¿qué es esta serie? ¿Una sátira feminista disfrazada de comedia? ¿Un grotesco con tintura y ruleros como armas simbólicas? ¿Una venganza estética contra los años noventa? ¿Un acto de justicia poética en calzas y plataformas? ¿Un Kill Bill con colectivo 103 y birra caliente? Puede ser todo eso. Pero también es una advertencia.

¿Y si las historias que más nos representan no son las que nos hacen quedar bien, sino las que nos muestran —sin maquillaje ni filtro— las trampas en las que caímos, las que todavía esquivamos y las que ya aprendimos a ver venir?