Primero te diagnostican, después te manipulan

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Primero te diagnostican, después te manipulan

16 Agosto 2020

Por Pablo Melicchio | Ilustración: Matías De Brasi

“Soy depresiva”, me dijo una paciente en la primera sesión. Y yo le respondí: “No, no sos depresiva, en todo caso veremos si es que sufrís de una depresión”. La paciente venía rotulada por otro profesional y actuaba acorde a la etiqueta. Se trataba de una mujer muy insegura y, por lo tanto, vulnerable al poder de las palabras dichas por los otros, y más si ese otro resultaba una “eminencia” para ella.

Los síntomas que padecemos suelen ser un aviso, una señal que nos posibilita repensarnos, y no necesariamente una enfermedad. Hay que tener mucho cuidado con las terminologías de origen científico y, luego, de uso popular, porque las palabras tienen efecto, y más cuando las esbozan profesionales mediáticos. No es lo mismo el cansancio, la tristeza, el hartazgo, el “bajón” anímico por el malestar sentido en estos días, que decir que estamos cursando una depresión. Aclaremos: la depresión es un trastorno mental que suele arrasar a quien la padece, quebrando el estado de bienestar, va tiñendo de "gris" las diferentes áreas hasta que, en los estados más graves, se pierde el interés por todo, incluso por la vida misma. Hoy, en tiempos de pandemia, desde el inicio de la cuarentena, como es natural, se han alterado las áreas laborales, sociales y las formas de vincularnos. Y desde esa alteración se ha roto el sentido de “unidad” que teníamos hasta entonces, la forma en la que llevábamos nuestras vidas. Sin lugar a dudas el coronavirus conmovió cierta “normalidad” o equilibrio, y nadie está ajeno a los efectos asociados. Ya lo sabemos y lo padecemos, se alteraron las formas de estar y andar por la vida, por lo tanto nuestro ser quedó desconcertado. Nuestro ser (humano) se fusiona con el hacer, para darnos una identidad. Somos y consistimos en lo que hacemos, en las tareas que realizamos; por eso es tan importante el trabajo, la vocación, la vida social y familiar. Y como los formatos que teníamos antes del coronavirus se deformaron, aparecieron o se potenciaron algunos síntomas como respuesta al desarreglo sufrido, lo que no significa que estemos con alguna patología mental, como nos quieren hacer creer los que juegan con la salud de la población. Instalando estadísticas de dudoso origen, empezamos a ser números y diagnósticos; y lo singular, la esencia, lo que somos, se va peligrosamente desdibujado.

El equilibrio no es algo que se adquiera de un día para otro y que una vez conquistado sea para siempre. Construimos un formato, lo que suele llamarse “zona de confort”, que no es más que un sistema, un modo de vivir, una rutina que nos contiene frente al caos que puede resultar el estar sin un ordenamiento, sin un propósito y una dirección. Con la llegada de la pandemia se desordenó el mundo interior y el exterior, nada es ni será como lo que era. Es menester ensayar respuestas singulares y sociales, para reacomodarnos y construir la “nueva normalidad”. Este virus pasará, no sin algunas consecuencias, y los síntomas que ya tenemos, o los que quedarán como resaca no nos aseguran que en el futuro desencadenemos cuadros depresivos. Desde luego que debemos registrarnos, detectar las alteraciones en nuestras emociones. Muchos síntomas, o malestares sentidos, sólo son señales que envía nuestro psiquismo ante el estrés sufrido por este inesperado movimiento causado por el virus que circula, pero también por la información que se instala y se propaga, producto de ideologías que intentan imponer la enfermedad mental como efecto de la cuarentena.

Las ansiedades y las angustias son moneda corriente de los sentires humanos, hoy de mayor circulación por la pandemia. El estado de aislamiento, y el coronavirus recordándonos nuestra vulnerabilidad y finitud ante la posibilidad del contagio y de la muerte, sobredimensionan lo que sentimos y pueden elevar los montos de ansiedades y angustias hasta la categoría de trastorno, pero no obligatoriamente establecerse un cuadro psicopatológico. Insisto, hay síntomas esperables, ligados a cierta saturación personal, al desconcierto por la alteración de las rutinas y por la incertidumbre resultante, lo que no quiere decir que estemos ante el incipiente desencadenamiento de una depresión. Cuando los profesionales nos referimos a la salud de la población, es posible que hablemos de tendencias y de ciertas generalidades. Pero hay que tener mucho cuidado, no todo lo que se dice tiene buenas intenciones, es válido o está bien expresado. No hay que confundir síntoma con enfermedad, de la misma manera que no es lo mismo la fiebre que el coronavirus. La tristeza, el miedo, el tedio, la bronca, el desgano, la alternancia entre estados de angustia y ansiedad, no implica que estemos cursando una depresión. Muchas sensaciones son como nubes negras que vienen, se quedan un rato y se van. El estado de bienestar físico, mental y social, se vio alterado y obviamente cada ser tiene que vérselas con esa variación, reciclarse, rearmar una nueva rutina. En este trabajo de reconstrucción, unas veces habla o se queja el cuerpo confinado y menos activo; y otras veces son las emociones las que nos pasan factura. No pretendamos que sacudida la vida que llevábamos nuestro ser no se tambalee un poco hasta encontrar el nuevo el equilibrio.

El psicoanálisis, opuesto a las estadísticas y generalidades, nos invita a pensar el caso por caso, el uno por uno. Decir que 8 de cada 10 personas tienen síntomas de depresión leve, moderada y severa, es arrojarle a la población otro virus y la posibilidad de un contagio sumamente nocivo: ubicarnos en la línea de la enfermedad mental. El DSM (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) que ya va por su versión número 5, es un libro en el cual, de una u otra manera, quedamos todos los seres humanos clasificados y cosificados, ubicados en algún trastorno mental. Pero la buena noticia es (¿debo aclarar que se trata de una ironía?): disponemos de un psicofármaco específico para cada alteración que eventualmente suframos. Un mundo regulado, estabilizado por la farmacología. Al modo de la novela de ficción futurista Un mundo feliz, de Aldous Huxley, donde se busca equilibrar las emociones con una pastilla llamada soma, para no sufrir, o para no sentir. Hoy ya no se trata de "saber sufrir", como dice el tango, se nos impone vaciarnos de sentires, o sentir lo que quieren que sintamos. Cuidémonos de las etiquetas, o mejor dicho de los etiquetadores, porque muchas veces con sus diagnósticos solo tienen una intención: manipularnos.