Ernesto Cardenal: entre la mística y la épica, diez postales

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Ernesto Cardenal: entre la mística y la épica, diez postales

15 Marzo 2020

Por Jorge Boccanera

 

 

1-El poeta y sacerdote nicaragüense Ernesto Cardenal nació en 1925 un país invadido y falleció en 2020 en un país ocupado. Extraña paradoja. Los propósitos de quienes habían invadido siempre chocaron con el signo ideológico de los actuales usurpadores del poder; y quienes hoy se atornillan dicen estar políticamente en las antípodas de los conquistadores del norte. Precisamente en esa franja de coherencia ideológica que denunció sin ningún tipo de seguidismo acrítico los atropellos vinieran de donde vinieran, se sitúa Cardenal con su rúbrica de luchador incansable que nunca bajó los brazos.

 

2-Lo conocí antes de conocerlo. Fue a través de una pequeña antología de poesía latinoamericana que cayó en mis manos; me deslumbró su poema “Somoza desveliza la estatua de Somoza en el Estadio Somoza” (ahora me pregunto si el acto habrá sido en una plaza también bautizada como “Somoza”). Ignoraba yo que el autor utilizaba el recurso literario de traspaso de voz para que el mismo dictador hablara en el poema, duplicando así el dramatismo del texto. Incluso se puede presentir el tono discursivo y pomposo del tirano –más con la utilización del “vosotros”- que expresa en un inusual rapto de sinceridad: “No es que yo crea que el pueblo me erigió esta estatua/ porque yo sé mejor que vosotros que la erigí yo mismo… Ni tampoco que pretenda pasar con ella a la posteridad/ porque yo sé que el pueblo la derribará un día… erigí esta estatua porque sé que la odiáis”. Lo llamativo, que confirma el carácter de vaticinio de la poesía (de ahí que un sinónimo de poeta sea “vate”), es que el pueblo la derribó un día. Debieron pasar cerca de dos décadas desde que el texto se publicó en 1961 en el libro Epigramas y aquel día de julio de 1979 cuando Cardenal, que entraba a Managua en un jeep con Sergio Ramírez y otros dirigentes sandinistas- escuchó por la radio –así me lo contaría tiempo después- que mucha de la gente lanzada a las calles para festejar el triunfo revolucionario estaba tratando de tirar abajo aquella ofensa hecha monumento.

 

3-Alguna vez le conté al poeta que en 1976, exiliado y de paso para México, crucé en colectivo Managua y en una parada de varias horas me llegué, espoleado por aquel poema suyo, a ver la estatua de Somoza. Recuerdo haberme encontrado con una plazoleta gris, pelada de árboles, frente al estadio Somoza, donde se aburría el monigote ecuestre de bronce hecho por un escultor italiano, según me dijo alguien, que dotó a la cabalgadura de enormes testículos (¿acaso con la pretensión de reafirmar el aspecto temerario de “Tacho” Somoza?). No le fue fácil a la gente echar abajo aquella efigie empotrada en una base considerable de cemento (el monumento alcanzaba quince metros); por lo cual se sumó a los muchos brazos, alguna grúa. Ahora pienso que Cardenal debe haber sentido aquel 19 de julio de 1979 que el episodio de la estatua ratificaba, como quedó anotado, lo premonitorio de la poesía. Pero además, que “el altísimo” por fin había escuchado sus salmos (“Escucha mis palabras oh Señor”). Y sobre todo, debe haber sentido que sólo la lucha popular por la dignidad y la justicia –iniciada en Nicaragua por Sandino, continuada por Fonseca y tantos mártires y hombres anónimos- puede dar relieve al rostro más hermoso de las utopías.

4-Conocí personalmente a Cardenal en 1977, en ese México hospitalario donde fraternizábamos exiliados de Uruguay, Chile, Argentina, Nicaragua, Guatemala, El Salvador, haitianos,  dominicanos, más algunos aún vivos de la España republicana y de la Guatemala de Árbenz. Me lo presentó el poeta y ensayista Julio Valle Castillo –joven y sabio ya en ese tiempo, a quien le debo todo lo que conozco de la poesía de su país- durante una lectura en el Museo Carrillo Gil. No sabía en ese momento que en tiempos por venir íbamos a compartir otras mesas de lectura y a mantener una relación de amistad de cuatro décadas. Las dos últimas veces que nos encontramos fueron en Nicaragua en una lectura conjunta (en una mesa junto a Raúl Zurita y Antonio Gamoneda); dos años antes me había tocado presentarlo en la celebración de sus noventa años en el Palacio de Bellas Artes de México. En esa gran sala, abarrotada de gente y a un año de la matanza de estudiantes asesinados en Ayotzinapa, muchos gritan a coro una consigna: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!”; el acto literario se transforma en un mitin político. Como antes, como siempre, la voz trémula, palpitante, del poeta, se alzó  instando a trabajar por una comunidad más humana, aclarando que: “La revolución no acaba en este mundo… la hierba tenaz asoma otra vez entre el concreto”.

 

5-Corre 1983. Estoy en Nicaragua invitado por el Ministerio de Cultura a formar parte del jurado del Premio de Poesía “Rubén Darío”, junto a otros escritores, entre ellos Cardenal y el poeta cubano Cintio Vitier, ambos cristianos y revolucionarios. Cuando le referí a Cardenal que yo había sido monaguillo en mi infancia en el puerto de Ingeniero White, en Bahía Blanca, y que aún recordaba de memoria oraciones en latín cuyo significado ignoraba, puso en palabras lo que para mí habían sido sonidos y agregó: son alabanzas al señor. Le conté que en una revista que llegamos a editar en Argentina un grupo de poetas jóvenes antes del golpe militar, colocamos a su inicio un lema del manifiesto de Sacerdotes del Tercer Mundo: “No se trata de tener más, sino de ser más en un tener común”. Coincidía, me dijo, con el cura colombiano Camilo Torres, quien dijo que la revolución era “la caridad eficaz”. Agregó que la verdadera iglesia está con los pobres”. Tiempo después, en 1989, viendo una foto que recorrió el mundo con el Papa Juan Pablo II en Nicaragua con su dedo admonitorio sobre la frente del poeta, pensé en la aflicción de Cardenal, quizá mayor que los exilios y penurias que había padecido. Para el pontífice no eran compatibles lo que para Cardenal era algo natural: la labor pastoral junto a su compromiso militante. Así y todo, nada melló su integridad y su vocación religiosa. En un encuentro en 2015 le pregunté qué pensaba del papa argentino; dijo que tenía mucha fe en el papa Francisco, y subrayó temía por su vida, dadas las críticas formuladas al poder financiero. Me alegré cuando en febrero pasado, cuerpeándole a la parca, entre mejorías y recaídas, le llegó el perdón de parte del papa Francisco. Había cargado esa sanción por treinta y cinco larguísimos años.

 

6- Quizá Ernesto Cardenal haya sido el último gran humanista de América Latina, en el marco de aquellos escritores que amasaron su obra entre la estética y la ética. Poeta, sacerdote, escultor, traductor, viajero, editor de antologías de poesía nicaragüense y norteamericana, y militante político, cargaba en su mochila una historia de monje trapense, una revolución triunfante, una poesía afincada en Dios, el amor y la naturaleza, una comunidad contemplativa en la isla Mancarrón del archipiélago de Solentiname y una obra que influyó a gran parte de generaciones posteriores. Entre sus libros principales figuran: Hora Cero; Gethsemani, Ky; Epigramas, Salmos, Oración por Marilyn Monroe, El estrecho dudoso, Homenaje a los indios americanos y Cántico Cósmico.

7-En la Nicaragua sandinista tuve la suerte de conocer a un poeta que fue cabeza de la generación vanguardista de los años 20 y que Cardenal consideraba como su maestro: José Coronel Urtecho. Conversé en Managua con este poeta trasgresor y desenfadado, autor de noveletas, farsetas y libros de viaje; y pude visitarlo en los noventa en su casa de Los Chiles, frontera entre Nicaragua y Costa Rica, donde corroboré su manejo de la charla, al punto de que alguien lo calificó de “universidad ambulante”. En alguna de las entrevistas que le hice a Cardenal, le toqué el tema. Dijo: “Fue un maestro mío y de toda mi generación  y de todas las generaciones de Nicaragua hasta el día de hoy. Un gran genio, no tanto por lo que escribió, que fue muy bueno aunque bastante reducido en comparación con su obra oral. Me refiero a su conversación que fue de toda la vida, todo el tiempo estaba hablando y era realmente genial en su conversación. No he conocido una persona con una conversación así”.

 

8-En el tomo uno de su trilogía autobiográfica, Vida perdida, Cardenal se recuerda asombrado cuando de niño, escuchando al pasar comentarios de una empleada de su casa, escuchó hablar del Gueguense; “obra de teatro colonial, bilingüe, escrita en español y náhuatl” que se representaba en algunas calles. Quizá sea ése el momento en que integró a su curiosidad el folclore, los mitos y las leyendas populares que introdujo en su obra. Ese personaje  que según Cardenal sería más tarde “descubierto por los intelectuales” y para muchos se trata “del primer personaje del teatro hispanoamericano”, es una obra mestiza de gran libertad creativa. Por ello su poesía está atravesada por el habla de su pueblo, junto al ensamble que caracteriza a su obra, de franjas que aluden a la historia, la historia precolombina, los pasajes bíblicos y una modernidad vacía. En esa trama dialogante destacan giros y locuciones populares, y junto a las voces anónimas toman la palabra los humildes; se llaman Amanda Aguilar, Joaquín Artola,  Angelina Díaz, Bernardino Ochoa, Juan, Laureano, Alejandro, Natalia y coronel Santos López, peón jornalero que acompañó a Sandino en su gesta heroica.

 

9- Charlo con Cardenal en Cosquín, en Rosario, en Buenos Aires, en Veracruz, México, todos lugares donde me tocó hablar de su obra. En Veracruz, en ocasión de que le fuera conferido el doctorado Honoris Causa de parte de la Universidad de Xalapa, compartimos además una mesa de lectura. Se hizo presente otro de los temas de su poesía: su denuncia sobre el mercado depredador sobre el medioambiente. Lee su poema inédito “Reflexiones en el Río Grijalva” y su voz ondea sobre ese río majestuoso que cruza el encumbrado Cañón del Sumidero y los Estados mexicanos de Chiapas y Tabasco, cuya biodiversidad se ve seriamente amenazada por la mano del hombre, porque en el reino del “quetzal… el jaguar simbólico/ y la garza de cuello interrogante/ también del tucán”, se cierne la mancha de deshechos feticos, “el cadáver de un Super” (mercado), y agrega el poeta este dato:  allí se recogen por día, entre otros desperdicios, tres toneladas de latas de refresco.

 

10- El sacerdote poeta de boina vasca al uso de los maquis franceses, jeans, cotona (camisa campesina de hilo), sandalias franciscanas y alguna vez con poncho, que insistía sobre un destino general de mutaciones para la humanidad (“volveremos a ser gas de estrellas otra vez./ Hidrógeno seré pero hidrógeno enamorado”), duerme sobre los huesos de una estrella. Abrazamos su ejemplo.