"Boy, unipersonal": el pasado en primera fila

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    Boy Olmi
TEATRO

"Boy, unipersonal": el pasado en primera fila

14 Diciembre 2025

Hay obras que no vienen a contarnos una historia sino a contarse a sí mismas. Boy, el unipersonal de Boy Olmi, pertenece a esa zona delicada donde el escenario se convierte en confesionario, mapa genealógico, espejo y archivo emocional. Lo que sucede ahí no es solo teatro: es una conversación suspendida entre un hombre, su madre y una platea convertida —de manera inesperadamente íntima— en ese “otro” que escucha.

La primera sensación es esa: como si cada espectador/a fuese un fragmento de ese pasado, de esa madre; como si Boy hubiese multiplicado su presencia para enfrentar, de una vez por todas, la historia que su nombre carga. Hay funciones en las que el público se vuelve testigo; en otras, cómplice. Acá ocurre algo distinto: somos su madre, o al menos la proyección emocional de ella y también somos sus preguntas. Es un mecanismo teatral pero también psicológico: narrar es convocar. Al recordarla, al imitarla, al discutir con sus sombras, Boy parece hablarle todavía. Cada gesto es una carta no enviada. Cada pausa, un intento de reparación. Lo conmueve, y nos conmueve, esa forma de estar juntos frente a una ausencia que organiza toda la obra. Es una conversación imposible, pero necesaria.

Desde allí aparece la difícil tarea de definirse. No porque no queramos saber quiénes somos, sino porque cada identidad es un territorio en disputa: entre lo heredado y lo elegido, entre lo dicho por otros y lo que nos animamos a decirnos, entre el mandato familiar y la revolución íntima. Somos más de una cosa en un mismo cuerpo. Habitados por voces, recuerdos, versiones y posibilidades. La identidad no es una línea recta; es un entretejido del que tiramos sin saber qué nudo se desarma primero.

Friedrich Nietzsche dice al así como… que la medida de una persona se ve según las verdades que está dispuesto a soportar sobre sí mismo.

Una de las capas más potentes de la obra es la del nombre: el nombre como herencia, como mandato, como peso y como brújula. El nombre que recibimos suele venir acompañado de una pretensión: ser digno de quienes lo llevaron antes. En el caso de Boy, el nombre está ligado a los hombres de su familia, a una genealogía masculina que se transmite como si fuera un título. No romper con esa tradición se vuelve un acto de lealtad… pero también de sacrificio. ¿Qué pasa cuando el nombre heredado no coincide con el nombre elegido? Cuando el sujeto desea ser otra cosa, moverse hacia un territorio menos rígido, menos patriarcal, menos programado. La obra va también de eso: de la tensión entre cumplir con la liturgia familiar o atreverse a reformularla.

Todo en la propuesta es contradictorio. Boy no lo esconde: lo celebra. Se muestra vulnerable, seguro, confundido, lúcido, niño y adulto al mismo tiempo. La contradicción no aparece como falla, sino como condición humana. Porque buscar una identidad perfecta es un esfuerzo perdido: ya que estamos hechos de pliegues, de dudas, de pequeñas traiciones a lo que creíamos que éramos. Esa honestidad —tan poco habitual en escena— vuelve la obra profundamente humana.

Una de las capas más potentes de la obra es la del nombre: el nombre como herencia, como mandato, como peso y como brújula.

La puesta en escena dibuja la memoria. Hay un adentro y un afuera: él está dentro de su mente llena de preguntas, frente a una pantalla que no proyecta imágenes pero las sugiere, ahí también hay un interrogante porque no hay imagen, tal vez para que cada espectador/a coloque allí lo propio… porque la cabeza detesta el vacío. En un momento clave reconoce que la memoria pretende ser verdad, pero puede ser mentira. No por mala fe, sino porque la memoria es interpretación, no registro. Como diría Lacan, no conserva lo que ocurrió sino lo que significó. El recuerdo es un relato, no un hecho: una construcción retroactiva donde cada quien acomoda la historia para que encaje con su deseo, su dolor o su necesidad de comprender. Entonces: ¿somos lo que nos contamos? ¿O somos el hueco entre lo que pasó y lo que pudimos narrar? La escena trabaja exactamente ese borde: él cuenta lo que recuerda, pero sabe que, al contarlo, ya está transformando lo recordado. El escenario actúa sobre la memoria del mismo modo en que la memoria actúa sobre la vida.

Lo más revolucionario de Boy no es la revelación familiar, ni el análisis del nombre, ni el humor tímido que aparece a veces. Lo revolucionario es el gesto de ir contra todo lo aprendido, especialmente contra las palabras de la infancia. Las palabras de la infancia funcionan como ley. Lo que se dijo entonces queda grabado con autoridad. Desarmar ese discurso a partir de la pregunta (ahí está la revolución) es desgarrar una constitución interna. La obra es, entonces, un acto de rebeldía: Boy discute, desobedece, corrige la historia que le contaron. Es un hijo hablando, por fin, desde un lugar propio.

Toda identidad tiene un par de recuerdos fundantes: escenas que actúan como núcleos duros de nuestra biografía emocional. En Boy esos recuerdos se despliegan como pequeñas viñetas: la madre, el padre, el árbol genealógico, el amor de la infancia, el nombre, el mandato, la herencia, la ternura, las dudas. Son recuerdos que Boy trae para ordenarlos, para resignificarlos, para hacerlos convivir sin violencia. Porque al final, la obra no quiere destruir nada: quiere acomodar. Acomodar el pasado para poder habitar un presente más verdadero. Acomodar las memorias para que no duelan de más. Acomodar la historia familiar para que deje de ser un murmullo que pesa y se convierta en una voz que acompaña.

Boy es un gesto de valentía. Un hombre parado frente a su historia, dispuesto a admitir que no sabe del todo quién es, que no es una sola cosa, que es multiplicidad, que vive en la contradicción, que su memoria es una trama imperfecta, que su nombre le pesa y lo define, pero también lo impulsa. La obra nos deja con una pregunta que funciona como espejo: ¿qué parte de lo que somos es herencia, qué parte es elección y qué parte es puro relato hecho para sobrevivirnos? Y hacia el final aparece una certeza silenciosa: el amor también es ausencia. No solo la ausencia de quien ya no está, sino la ausencia inevitable que habita todo vínculo: lo que no se dijo, lo que no se pudo, lo que quedó en el borde. Amar es convivir con esos huecos, con la falta que teje nuestra identidad tanto como aquello que sí está.

Y quizás, después de todo, el trabajo más profundo sea hablarle a ese que ya no somos, a ese personaje que sigue viviendo en un paralelo del pasado, repitiendo escenas que nosotros ya dejamos atrás. Por eso Boy, al iniciar la función, dice algo fundamental que marca el recorrido: “esta es la función más especial”. Lo es porque ahí, en ese umbral, conviven el que fue, el que ya no es y el que intenta ser ahora. Hablarle al pasado es la forma de permitirle al presente emerger sin culpa, sin mandato, sin repetir lo que ya no nos contiene.

Como dice la canción: “Todo está guardado en la memoria. Sueño de la vida y de la historia”.

Quizás el teatro sea eso: un espacio donde aprendemos a dialogar con nuestras ausencias, para finalmente estar acá.

Dirección y dramaturgia: Shumi Gauto.

Elenco: Boy Olmi.

Funciones especiales en enero: el 11 en Mar del Plata (Villa Ocampo), el 13 en Necochea (Teatro Toledo), el 14 en Miramar (Teatro Astral) y 23 y 24 en Punta del Este (Portal Bosque).