Entre Pitú y Pituba

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Entre Pitú y Pituba

07 Octubre 2018

Por Adrián Dubinsky

 

Anteojos negros de carey,

auriculares en la sien

no me escucha, no me ve,

y yo puedo observar tranquilo1.

 

La playa de Pituba está ahí, al norte de la ciudad de Salvador, tan hermosa como ustedes la imaginan. No me hagan arruinar un relato con una descripción de la playa, con un tropicalismo berreta.

A la orilla, dos muchachos se ponen a hacer jueguito entre ellos. Se pasan la pelota tratando de que no toque el piso. Al principio se los nota fríos, imprecisos, pero al minuto llevan un ritmo increíble. El balón boya por los cielos y va de uno a otro con la fluidez y la velocidad de un partido de ping pong jugado por dos chinos. SI se hace silencio, a pesar del sempiterno ruido del mar, se escucha la fibra petroléica contra el empeine dérmico.

Una mujer, bajo una sobrilla alquilada al muchacho que vende tragos, se levanta de la reposera. A unos metros de ella, un tipo hace lo mismo. Ella se maneja con solvencia y parece estar hecha para el bioma playero. Abre su mochila y saca un pote de protector solar -ello se deduce de las acciones posteriores-. Pone un poco de crema en las manos y le baja la diosa de la autosuficiencia. Se estira de manera tal y despliega tal cantidad de técnicas, palancas, maniobras rayanas a la dislocación de los huesos y torsiones impensables que parece que va a desarmarse sobre la arena. Pero no; se embadurna cada centímetro cúbico de piel. A unos metros, el hombre hace lo mismo. Saca un libro de la mochila y se sienta mirando hacia el mar, sin leer, en forma casi oblicua -unos 15° hacia el norte- con respecto al horizonte. El hombre hace exactamente lo mismo, pero se sienta unos 15° hacia el sur. No se miraron ni en un momento. Inexistentes los gemelos solitarios.

De norte a sur vienen caminando dos chicas con unos afros sobre sus cabezas de una redondez platónica, de una circunferencia rizada con la perfección de un fractal. Vienen caminando tomadas de la mano y jugando a caminar al mismo ritmo, casi como un desfile, pero, a diferencia de un paso ensayado, este parece más un desfile bailado, suave, sin la rigidez castrense y con el desparpajo que sólo la jovialidad puede otorgar a ese bamboleo que convenimos en que es un caminar. Sacan una manta y entre las dos la despliegan fabricando, por unos segundos, un hongo de paracaídas alimentado con el viento marino. Lo despliegan y se limitan a acostarse tomadas de la mano; y así se quedan.

Es temprano y hay poca gente. A los muchachos que jugaban a hacer jueguito, valga la redundancia, se le agrega otro participante. Poco a poco se van perfilando los estilos de cada uno, las preferencias al momento de elegir con qué golpear a la pelota. A uno de ellos, el nuevo, le encanta pegarle con el talón de la pierna izquierda pasándola por atrás de su pierna derecha, esbozando un paso de danza en la conformación del taquito más heterodoxo y desgarbado que vi; pero sumamente efectivo, por cierto. 

Llega un gordito con una velocidad rutilante. Hace todo rápido. Se instala, se saca la remera, se sienta en una silla y levanta la mano pidiendo una caipirinha. Con bastante Pitú, agrega como para evitar la desilusión posterior en caso de no tener el vigor etílico que el gordito veloz precisa de desayuno.

Llegan caminando un matrimonio con dos hijos, la parejita. Marido y mujer, como se puede afirmar científicamente, se terminan pareciendo entre ellos. Los rasgos más afinados en ella, más joven; adustos en él, más trajinado. De los hijos, él se parece a él y ella a ella. El matrimonio encara hacia el mar, y en un momento dado se bifurcan por senderos borgeanos, se les deshabilita el modo pareja y dejan de cavilar en conjunción, comienza el peripatético momento de la ilusión de la soledad. Los hijos se recuestan en la arena uno al lado del otro, en silencio.

El gordito veloz, que ya está disfrutando de la caipirinha como a él le gusta y se lo ve mucho más tranquilo, ve enturbiar su sector de arena más cercano por una sombre irregular, cargada de imperfecciones muy ínfimas, imperceptibles para el ojo humano, pero que existen. Por su lado pasa un señor enorme y colmado de lunares con superficie; tiene cientos y distribuidos de una manera muy peculiar, como si lo que le ocurre- sectores del cuerpo completamente cubiertos de esos lunares inflamados- se hubiese distribuido hacia los polos de su torso (casi no tiene en las piernas, pero si en la franja de los brazos que se alinea con el polo correspondiente), formando una figura similar a la de un mapamundi de calor, en el cual desde las cabezas a los hombros conformaría el norte, y por debajo de las tetillas hasta la cintura el sur. Se va corriendo al agua.

En la otra punta de esa parte de la playa, una chica casi escultural se encamina con decisión al agua. Su caminar no tiene un sólo delay en el cuerpo, como si al contacto de su pisada con la arena se fortificara un trazado de músculos y tendones adoquinados con la energía de los enésimos granitos de arena. Se zambulle en el agua y a los segundos se vuelve una paleta de verdes y azules, camuflándose como un camaleón glamoroso en la que únicamente se la ve por el crepitar del agua en su estallido. A los segundos se deja mecer por el agua y juega. A escasos diez metros el señor de los lunares también juega con el mar, las dos chicas que ingresaron al agua tomadas de la mano también juegan de la mano; de las dos manos. Los hombres en la orilla, que ahora son cinco y empiezan a establecer códigos sociales al interior de ese rito rondero, también juegan. El gordito juega con la pajita de la caipi en la boca. La pareja de la parejita también tribula jugando, alimentando de dopamina solitaria un cerebro cargado de tedio; sus hijos elucubran la idea de ser diferentes: difícil misión, pero con un devaneo lúdico que los incluye en el conjunto. Los solitarios juegan a la introspección, la abordan con cierto dramatismo, hay que decirlo, pero juegan. Todas y todos quieren jugar.

La ronda ha crecido, en un jugador y en promedio de edad. El hombre que demuestra un estilo impecable, dotes y pose de haberla descosido en la cancha, debe tener unos setenta años de un muy buen pasar. Tiene una barba blanca bien recortada y un cabello bastante poblado para la edad y teñido de un rubio desteñido. A los metros, un muchacho con auriculares los mira. No se adivina si es por deseo de jugar y timidez de involucrarse o por mero cuelgue, por una atracción gravitatoria que a la masa sumada por el engrosado círculo pelotero le suma el ruido que despide la misma. Se festejan, se gritan, se recriminan cuando alguno hace un pase errado o invade el sector del otro en su vanidad de creer que lo hará mejor y mejorará el juego. Tampoco se puede saber qué escucha, tiene unos auriculares wifi que le quedan demasiado grandes para la cabecita pequeña que tiene. Su torso es bastante más grande con relación a su cabeza, pero también a sus piernas. No es Johnny Bravo, pero pega en el poste. 

Al rato, uno de los que estaba en la circunferencia del jueguito, se retira de la ronda sin más explicaciones. Se encamina hacia el mar y se mete en silencio, sin alharacas, sin arrepíos, sin piel de gallina; sólo camina y se va sumergiendo. Bucea, se nutre de sal y comienza a salir. Cuando sale es completamente viejo, más aún que el hombre mayor que está jugando a la pelota y, cual Dorian Gray deportivo, va pareciendo más joven a medida que la pelota gira sobre sí misma y durante un microsegundo se detiene en un punto cero del espacio, en un punto que contradice la lógica que dice que todo punto puede ser dividido en dos: cada vez que el esférico alcanza esa altura perfecta, al hombre se le colorea un cabello, se le plancha una pata de gallo, se le vigorizan los músculos, se le fricciona el deseo.

Pasa un hombre que parece llevar unas decenas de helados palito al sol sin que ninguno de ellos chorreé una sóla gota. Cuando se le ve en la otra mano un brasero portátil que agita como un cura el incienso en la última misa, se deduce que es un vendedor de queso caliente. Una exquisitez tan grasosa que queda satisfactoriamente aferrada a las arterias de los humanos. La ley de la exquisitez. Más más.

Mientras el hombre de los auriculares gira sobre sí mismo, procurando un panóptico ideal, sabiendo que todo el tiempo se va perdiendo lo que queda en su punto ciego, una nada que se contrapone al todo de su presente, los autosuficientes se miran por primera vez y se sostienen la mirada un segundo más de lo que ambos podrían aguantar y se enfrascan en sus respectivos libros; el hombre de los lunares ya cubrió su cuerpo; la familia perfecta volvió a su inexpresivo discurrir; el grupo de futbolistas se disolvió casi sin que se notara, simplemente se esfumó, se los dejó de ver y oír, como esos sonidos que sólo existen cuando se los deja de oír; las chicas han comenzado a besarse con una candidez que trasciende a los presentes, ya nadie se escandaliza; el gordito veloz va por su quinta caipirinha y se lo ve derretido sobre la reposera; a la chica camaleón no la vemos, pero sabemos que está camuflada en la arena; el vendedor de queso está contando plata en otra playa, poca; el hombre que vivió un proceso extremo de envejecimiento, según señalan las sirenas, ha caído seco en la avenida más cercana. Mientras, yo, sirvo el enésimo choclo del día, vestido entre semidesnudos, trabajando mientras veo jugar a todos ellos; a mi choclera le puse una calcomanía con el número 13, sueño todos los días con jugar como ellos.

 

 

1 – García, Charly. Cinema verite. 1981.

Baixio, 18 de septiembre de 2018