El Guardián

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El Guardián

25 Marzo 2018

Por Rodolfo Cifarelli

Todos los mozos de las fondas de Paseo Colón entre Independencia y Belgrano sabían que las chicas convidadas a la mesa de la gran madre eran hijas de circos abandonados, y por eso tal vez las atendían como a princesas rescatadas de las peores cárceles del enemigo.

–Es un polvito azul que vino de la India, nada más que quinientas dosis, aspirás una sola dosis y ves a Dios –dijo la gran madre, una reina cubierta de harapos que a los mozos les dejaba buenas propinas y los trataba de usted, con un tono imperial pero amable.

Antonia atacaba el segundo plato de fideos.

–Vos buscás que te limpien las cicatrices de la carita –siguió diciendo la gran madre–, y yo busco a Dios para que me limpie el alma. Antes quiero hacerle algunas preguntas. Pero tengo que verlo, ¿No? Terminá y vamos a casa, que te voy a mostrar mis lindos collares de jade.

–¿Se puede antes un postrecito?

Al otro día, mientras la gran madre roncaba, Antonia salió de la cama y se encontró con Casandra en el baño.

–Parece que vamos a trabajar juntas –dijo Casandra peinándose frente al espejo.

Casandra tenía veinte. Antonia, treinta y cinco, sonrió, casi pendenciera. Entonces Casandra se le acercó y la tomó de la cintura.

–Al fin algo que empieza bien –dijo Antonia.

Seguían besándose cuando la gran madre entró al baño. Desnuda, parecía un esqueleto recubierto por una piel añeja llena de pecas y lunares.

–No me gustan las parejitas –dijo con los ojos nublados por el sueño–. Negra –señaló a Casandra– no me traigas la porquería de la otra noche, puro talco era, no estoy para tirar plata. Y vos –señaló a Antonia–, ya sabés, empezá a buscarme la partícula. Pago bien, que pongan el día y el lugar y ahí vamos.

Esa tarde, mientras Casandra buscaba cocaína por Constitución, Antonia entraba a un bar que funcionaba en un sótano frente al Luna Park. Ahí, según lo que decía haber escuchado la gran madre, podría haber una punta para encontrar la partícula.

Detrás de una vieja barra de estaño había un viejo con la cara de cera y ojos de vidrio negro. Solo había un parroquiano: otro hombre, edad indefinida, con la cara casi tapada por unos anteojos espejados y embutido en un sobretodo verde, desde una mesa del fondo de local, que parecía mirar indolente el florero con restos de espuma.

Flotaba en la pecera un resplandor apenas suficiente para que los tres se vieran las caras.

Antonia no sabía cómo empezar.

–¿Qué andás buscando? –le preguntó el viejo acariciándose la boquita de bagre con las puntas de los dedos.

–La partícula –dijo Antonia sentándose junto a la barra.

El viejo movió la cabeza en dirección a la mesa del hombre. La cabeza de mosca del hombre del sobretodo verde vibró un instante, como si tuviera adentro una máquina procesando la información recibida.

Antonia encendió un cigarrillo. Los sonidos de la calle llegaban como el rumor de un oleaje lento y pesado.

–La partícula nunca existió –dijo el hombre del sobretodo verde levantándose de la mesa.

–Existe –dijo Antonia mirándose las uñas sucias.

El hombre del sobretodo verde se sentó junto a ella y el viejo se arrinconó en un extremo de la barra.

–¿Qué te pasó en la cara? –le preguntó el hombre del sobretodo verde.

–Mi papá se estrelló contra un árbol –dijo Antonia–. Él murió con el volante clavado en el pecho, yo atravesé el parabrisas.

–¿Qué me das si yo te dejó esa cara como antes del parabrisas?

Antonia dudó unos segundos. Luego dijo:

–Busco la partícula.

–Olvidate –rió secamente el hombre–. La partícula no es para alguien como vos o para quien te pudo haber mandado. Hablemos en serio: ¿Qué me das si te devuelvo tu cara?

–No tengo nada para darte.

–Tenés un cuerpo y un alma. No me importa tu alma ¿A quién le importa hoy el alma? –el hombre del sobretodo verde le agarró un brazo y acercó su cara demasiado a la de Antonia–. Quiero tu cuerpo. Un día atada a mi cama. Con correas o cadenas, eso lo dejo a tu elección. Ahora mismo podemos hacerlo. ¿Qué decís?

Antonia se soltó de la presión de la mano peluda como una araña y salió corriendo del sótano.

Casandra lloraba en la cocina, con el morral marrón entre las manos, y la gran madre desafinaba "Mi Buenos Aires querido" en su dormitorio cuando Antonia entró al departamento.

–Me dijo que no me quería ver más porque parezco de paja y pañolenci –dijo Casandra–, porque le faltaron algunas pastillas y sabe que nunca voy a conseguirle la partícula. Fuiste, hija de puta, eso me dijo.

–Nos vamos juntas.

–Te quiere para ella sola –dijo Casandra–. Preparate para cuando encuentre otra. Me voy a una pensión en la Boca, con mi prima. No hay lugar para las dos. Ya te voy a llamar.

Se besaron y Casandra salió. Antonia se sentó a fumar en uno de los sillones desvencijados del living. Al rato la gran madre despertó y la llamó a los gritos.

–Creí que te habías ido con ella –le dijo cuando Antonia se apoyó en el marco de la puerta del dormitorio.

–Me gusta usted, señora –dijo Antonia.

La gran madre masticó el sonido de esa frase durante unos segundos y luego dijo:

–Si me conseguís la partícula, yo le podría pedir a Dios que te borrara esas cicatrices. Algo falla en nuestras cabezas y por eso no podemos ver nada como realmente es. Con la partícula vamos a poder ver todo como siempre fue.

–Seguro que sí, señora –dijo Antonia.

–Tomá, negrita –dijo la gran madre cuando le dio el par de billetes arrugados que sacó de debajo de la almohada–. Andá y comprame un jarabe con frutilla o frambuesa, tengo antojo.

Antonia dio tres vueltas a la manzana bajo la lluvia torrencial. No quería comprar el jarabe pero tampoco sabía qué hacer. Al final se decidió.

–Cómo tardaste, negrita –le dijo la gran madre–. ¿Trajiste el jarabito?

-Antonia, tiritando de frío, sacó la sevillana de un bolsillo del pantalón. La gran madre no llegó a sacar un pie de la cama. Antonia se montó sobre ella. Con cada puntazo que le penetraba la carne la gran madre se sacudía como si la estuvieran electrocutando, y cuando ya no tuvo fuerzas para moverse, Antonia le vació los dedos, agarró dos fajos de billetes de los cajones de la mesa de luz, una bolsa de terciopelo con prendedores y collares de la cómoda, metió todo en el morral y bajó corriendo por las escaleras.

Caminó hasta que amaneciera y luego alquiló una pieza en una pensión de La Boca. Durante varios días estuvo buscando a Casandra por la zona, pero nadie había visto a una chica con la descripción que Antonia hacía de ella.

Se cansó de buscar y empezó a salir sólo de noche a comprar empanadas, cerveza, cigarrillos, coca y pastillas. Así duró un mes, hasta que se le terminó la plata y la echaron de la pensión.

Un anochecer caluroso, subía uno de los senderos de Parque Lezama para dormir bajo un árbol. Se detuvo cuando vio una sombra moviéndose sobre la fachada lunar de la iglesia rusa ortodoxa. La sombra trastabilló y cayó contra la vereda. Otra sombra se lanzó contra ella.

Antonia bajó corriendo, y cuando estuvo a menos de dos metros, descubrió que la segunda sombra, el hombre del sobretodo verde, intentaba bajarle el pantalón con la otra. Antonia sacó la sevillana y se abalanzó contra el hombre del sobretodo verde, aulló. El primer puntazo, en un costado de la cintura, lo hizo aullar y con el segundo, en un hombro, soltó a Casandra. Antonia iba a hundirle la hoja en el corazón, pero Casandra le frenó la mano.

–Mirá –le avisó a Antonia.

Un chico de diez u once años, desde las gradas del anfiteatro del parque, observaba atentamente la escena. Un chico como cualquier otro, con las manos en los bolsillos de los pantalones bastante rotos. Había aparecido de la nada.

El hombre balbuceaba temblando de cara a la luna.

–Rajá, pendejo –le gritó Antonia.

El chico no se movía.

–Será sordo el pendejo –dijo Casandra.

–No sé si es sordo, pero seguro que no es ciego. Rajá, che-

El chico, igual.

El hombre del sobretodo verde intentó levantarse pero Antonia le pegó una patada que lo dejó otra vez tendido. Casandra se apuró en vaciarle los bolsillos.

–Dale, negra, mejor rajemos –dijo Casandra.

A Antonia le pareció que el chico sonreía cuando las miraba alejarse.

Se detuvieron en Constitución. Esperaron la mañana en un banco de la plaza y después pagaron cuatro días en una pensión frente a la estación.

–Vení a bañarte conmigo, flaca –dijo Casandra mientras llenaba la bañadera–. La viejita te debe estar extrañando.

–Que se vaya al carajo –dijo Antonia.

–Quién sería el pendejo.

–Qué pendejo.

–El del parque. No se le veía bien la cara.

–Yo se la vi.

–Cómo era.

–Qué importa. Espero que no sea un buchón de los ratis.

–Tengo hambre, negra.

–Yo también. Voy a comprar algo.

–No tardes.

Antonia volvió media hora después y encontró a Casandra flotando boca abajo en el agua ensangrentada de la bañadera: se había cortado el cuello con una gillette.

Luego de quedarse arrodillada con la espalda contra la bañadera sin saber qué hacer por un largo rato, Antonia guardó en el morral de Casandra las ropas de las dos, los paquetes de cigarrillos, el fiambre y el pan lactal, y salió.

Una noche de otoño, casi dos meses después, Antonia se sentó cerca de la orilla del lago frente al Planetario. Tenía hambre y frío y ya no recordaba cuánto tiempo hacía que caminaba día y noche.
A veces caía desfallecida pero nadie le prestaba atención. A veces creía ver a Casandra, pero cuando se daba cuenta de que era sólo su imaginación se ponía a llorar a grito pelado. Tampoco nadie le prestaba atención.

Aunque tenía pocas luces encendidas, o por eso mismo, el Planetario parecía una nave de otro mundo.

Antonia se preguntaba si ahogarse sería más doloroso que cortarse las venas cuando oyó la voz aguda a sus espaldas:

–Todas dicen que rápido se van las horas en mi compañía.

Quiso defenderse pero ya era tarde. El hombre del sobretodo verde le presionaba el pecho con una rodilla, con una mano le tapaba la boca y con la otra aferraba el cuchillo que soltó no bien sonó el disparo. Tras unos segundos de silencio el chico rubio de doce años, pantalones cortos y remera agujereada, se acercó con la pistola en la mano.

El chico, sin pestañear siquiera, le disparó al hombre una vez más. Los disparos apenas habían tenido eco en el aire, que se impregnó del tufo acre de la pólvora.

El hombre del sobretodo verde quedó tendido con los ojos abiertos. El chico se acercó y vio que no había necesidad de rematarlo. Luego fue hacia Antonia y se arrodilló junto a ella.

–Mi turno –dijo Antonia llorando silenciosamente.

El chico se guardó el arma bajo la remera, le acarició la cara con las palmas ásperas y sucias, y luego le señaló el lago. Antonia no entendía. El chico se tocó la cara y volvió a señalarle el lago. Entonces Antonia acercó su cara al agua y la vio, a pesar de los coágulos de mugre estancada, limpia de cicatrices.

–Voy a servirte de acá hasta que me muera –le dijo al reflejo de la cara del chico.

El chico no dijo nada. Caminó sobre el lago con paso firme hasta la otra orilla y se perdió entre los árboles.

Un taxi estacionó junto al cordón. La gran madre bajó de la parte trasera. Una mano la usaba para el bastón de cuatro patas que le habían dado en el hospital, la otra para el revólver que habría sido de algún amante de épocas mejores.

El Planetario se había apagado completamente, la luna brillaba como un sol y Antonia no podía dejar de mirarse la cara en el agua mientras la gran madre avanzaba hacia ella.