CUD

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CUD

25 Marzo 2018

Por Juan Francisco Petrillo

Mi hija. Sus medias y remera antes de irse a dormir, el olor a la ropa cuidada en la casa. Lo mejor siempre lo guardamos para nosotros. Sus zapatillas, tiradas al pie de la cama serán ordenadas por mí, ni bien duerma. Como todo lo feo que pasa en este mundo, la vida es sueño y ella es el mío.

Me levanto de la cama, corro la cortina y la vuelvo a correr rápidamente para que no le moleste la luz a mi chiquita. Antes de cerrarla, la miro nuevamente, sabiendo ya que es probable no la vuelva a ver así en un buen rato.

No hay vuelta atrás, a partir de ahí soy un preso de la espera, del uniforme y del hierro. De las paredes que odio: algunas color crema, otras blancas y otras grises escombradas y sin el revoque. Tomo el último amargo (el dulce es por la mañana con los compañeros o con la señora antes de salir a trabajar), siento los momentos previos y la tranquilidad de Jesús ante el traidor primigenio.

Siempre fui un marginal, siempre era el único pelotudo que combatía todos los días contra las reglas más tontas y que todos obviaban. Quizás, ser pocos sea el principal error en nuestra forma de encontrar las soluciones: somos pocos los que nunca dejamos de reclamar por aquello que consideramos subjetivo y parcial, somos pocos los que sabemos de la selectividad del sistema, somos pocos los que lo vivimos en carne propia y somos pocos los que estamos esperando entre sombra y sombra las luces azules por la espalda y la requisa.

Mis padres me criaron con una sola premisa: hay que aprender a vivir en sociedad. Para nosotros, que veníamos de una familia de inmigrantes, nunca nos fue fácil. Mi viejo estuvo mucho tiempo sin laburo, haciendo diferentes cosas, leyendo mucho mientras que la vieja estaba tratando de ahorrar y diluir toda materia prima que sirva de alimento para no dejarme sin las galletitas y el mate cocido por la mañana.
La institución lo sabe todo, nos tiene bien controlados a los que no hacemos caso. Es como si tuviésemos una tobillera de esas que sirven para rastrear a uno en las libertades condicionales pero permanente, a lo largo de toda mi vida.

En tercer año me echaron de la escuela por bronca. A la directora le daba bronca que no salude a la bandera en los actos y que mis labios esten sellados mientras muchos otros, como un acto reflejo, murmuraban el himno a Sarmiento. ¿Qué hay de bueno en cantarle a alguien que nos consideraba a todos los que hoy estamos en el sistema público siendo homogeneizados por la industria cultural, que es hoy la escuela y responde a las perspectivas educativas del panóptico, del sistema francés, como incivilizados? ¿Que habia de bueno en pedir disculpas cuando en realidad no lo sentía? ¿Qué hay de bueno en mentir y encubrir mis verdaderos valores? Si la sociedad siempre fue una mierda…

Está lloviendo. Por suerte, el año pasado pude hacer el piso acá en casa. Cómo voy a extrañar esas noches en donde llueve y hay olor a barro y uno puede salir de su casa hasta la visera chiquitita que nos tapa la lluvia ahí en la puerta. El sonido de la lluvia y los perros detrás de las rejas; la Susi, la perra de la vecina que se calma cuando me apoyo contra la pared mientras me fumo un pucho.

Todo eso es lo que me voy a perder y lo que, en vez de vivirlo, voy a estar recordando, una vez más. Ya es casi rutinario, ni me resisto, pienso únicamente en Rosa y en mi chiquita. Pienso en que la eduque bien, pienso en que espero que no cambie nunca su rebeldía subcutánea. Pienso en que a ella no la van a agarrar nunca y que eso me enorgullece. Pienso que probablemente ella vaya a la universidad y termine el secundario y trabaje recién a los 18 años y pelee por nosotros, siendo una más, pero del otro lado, siempre del de afuera de manera altruista.

Pienso siempre en esas cosas mientras fumo el último cigarrillo de los de mi atado. Ni eso quiero dejarle a las gorras. Mientras me reducen, a pesar de mi falta de resistencia, y un par de vecinas se asoman a putearlos en mi favor, levanto la mirada y veo nuevamente la cara de mi mujer asustada, pensando que esta vez pueda ser la última. 

Me llevan a la comisaría, seguramente duerma dos noches ahí hasta que me trasladen, casi que tengo alquilada la “habitación” en el pabellón de Ezeiza. El defensor de turno me recomienda que colabore en lo que más pueda, que cuando vuelva el juez, él se encarga. Viene el secretario del juzgado a tomarme declaración, me dice que me vieron en uno de los videos de seguridad de un Banco que no conozco y que nunca fui, me dicen que dejaron un arma y que van a tener que chequear si son mis huellas, me dicen que como tengo antecedentes y como no puedo ofrecer ninguna garantía, voy a tener que ir “preventivamente” al penal. Me dice que el juez no pudo venir porque está en un congreso de no sé qué, como siempre.

Me despierto en el pabellón a los días, efectivamente me despierto en el pabellón, saludo a los que todavia seguian ahi y les pido por un pucho. Hay caras nuevas, me reencuentro con Aníbal, un viejo compañero de aventuras en las revueltas de Córdoba de hace un par de años. Algunos me cuentan que empezaron a estudiar ahí, que les pintó esa después de la última vez que me fui porque me extrañaban. Nada cambió desde entonces, por ahí un par de posters de las últimas Tinelli’s pero nada más. Me paso toda la tarde hablando con los pibes, contándoles que es lo que hice afuera y por qué me volvieron a chupar. Me advierten que hay un nuevo guardia en el pabellón y que está de turno esta noche. Me avisan que me cuide si vuelvo a recaer porque andan todos infectados.

Me levanto de repente por el sonido de la puerta abriéndose, veo entrar a dos personas que no distingo bien, me agarran las manos y los pies; desde atrás una tercera que se saca el cinturón. Se acerca. Me van a cagar a palos. No, se baja los pantalones, me dan vuelta. Me tapan la boca con los dedos de la mano derecha, toda transpirada. Mientras siento sus treinta y ocho grados corporales en mi espalda, escucho que me dice: “Soy Alberto, el guardia de acá. ¿Quién te crees que sos vos? Te voy a cagar la vida, pelotudo”.

Mientras siento su carne entre mis piernas, deambulando en un roce constante por mis pelos, me doy cuenta de que no está usando forro, por primera vez me asusta pensar en que es el principio del fin y que quizás no salga esta vez. Pienso en mi hija y en sus medias, en su remera antes de irse a dormir y el olor a la ropa de entrecasa. Definitivamente lo mejor, y lo único bueno de esta vida, siempre lo guardamos para nosotros.