Alicia Eguren: óleo de una mujer, por María Pia López

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Alicia Eguren: óleo de una mujer, por María Pia López

15 Agosto 2022

La Eguren. Alicia. La Cookeskaia. ¿Cómo nombrarla? La poeta, la revolucionaria, la resistente, la mujer del sombrero y la rara elegancia, la agitadora de Nuevo Hombre, la tejedora de alianzas transversales, la ávida escritora de cartas sin respuesta, la detenida-desaparecida, la asesinada en la ESMA. Alicia. La Eguren. La conocimos en destellos: recuerdo alguna conversación ríspida en la que un antiguo militante setentista llamaba a no nombrarla porque su libertad deseante había hecho sufrir a su compañero, y el héroe, John William en este caso, debía ser protegido. Silenciar su memoria, como una condena póstuma, una moralización pendiente.

¿De qué modos se fue amasando el cincel para romper esa lápida, el encuentro no solo con su destino de víctima del terrorismo de Estado, sino con sus obras poéticas y políticas? ¿Cómo se fue trazando un camino para que hoy estemos prologando la primera biografía de Alicia y en paralelo se estén editando sus obras completas?

Miguel Mazzeo, quien la escribe, ya había publicado El hereje. Apuntes sobre John William Cooke y tramado un vínculo con Pedro Catella, el hijo de Alicia y depositario de una parte del archivo. Otra parte del archivo está en la Biblioteca Nacional, donado por Carlos Lafforgue, que lo atesoró no sin riesgos durante décadas. La misma institución había realizado la edición facsimilar de la revista Nuevo Hombre en 2015. María Seoane escribió Bravas, y trazó las biografías de Alicia y sobre Pirí Lugones, mujeres que centellearon en el cielo de las insurgencias, pero hundieron sus pies en los más terrestres afectos y oficios. La biografía que escribe Miguel se narra tomando esos distintos documentos, trozos de una vida intensa, que fulguran como restos.

Nunca una vida se nos presenta despojada de complicaciones y saber su sentido es una apuesta, un esfuerzo, quizás un acto arbitrario. Sin embargo, no dejamos de intentarlo, cada vez que trazamos un retrato, un semblante, una biografía. Ese acto, es también el develamiento de los “reflejos de una vida”, como escribió Horacio González en un libro tremendo sobre Perón, donde no sabemos si esos reflejos son sobre la vida del general o sobre la del autor, porque en su propia existencia temblaron esos destellos, resonancias del nombre que no dejó de signar la vida política argentina. Entonces, una biografía es también el dar cuenta de los reflejos que esa vida proyecta sobre la nuestra. Escribimos desde una resonancia, del modo en que somos afectadas, afectados por lo que atravesó y creó esa persona cuya historia nos desvela lo suficiente como para arrojarnos a la investigación y a la escritura. Arrojarnos, también, al temblor de lo que se nos presenta como difícil de comprender, los modos en que esa persona vivió, creó, amó, pensó.

Una biografía es un esfuerzo de saltar una distancia para volver aprehensible la diferencia. Este libro de Miguel es a la vez una biografía de Alicia Eguren y un ensayo sobre la consistencia de esas diferencias, sobre los esfuerzos necesarios. Una reflexión sobre la edad de escritura de la biografía, signada a la vez por la fuerza de los feminismos y por la distancia con una idea de insurgencia revolucionaria como la que vivió Eguren. Su vida fue tenacidad en el quehacer revolucionario, y ninguno de sus tramos –incluso la decisión final de demorar la salida de Buenos Aires mientras el terrorismo de Estado iba cosechando víctimas–, puede comprenderse sin ese horizonte mayor que daba sentido al sacrificio. La revolución exigía el compromiso total: “hagan de cuenta, desde ahora, que ya están muertos. Lo que vivan de aquí en adelante, será de prestado”, narra Ciro Bustos que le dijo el emblema mayor de la revolución latinoamericana. Como también narra que luego del desastre final del EGP en Salta, del cual fue integrante, y cuando su balance de la experiencia era muy crítico respecto de la estrategia foquista, bastó esa frase dicha por otra insurgente –El Che quiere verte– para que supiera que su vida seguía estando comprometida con ese único esfuerzo.

No se pueden juzgar esas frases desde el páramo tendido por la cruentísima derrota, páramo que es proliferación gritona de razones por las cuales las cosas deben permanecer como están y convertir el horror por la injusticia en festejos por una desigualdad meritocrática. Pero esas frases han sido consideradas en la doliente consideración de quienes no renunciaron a la crítica del capitalismo, como ocurrió con la carta de Oscar del Barco –en la que revisa sus propios compromisos con la experiencia trágica de la guerrilla dirigida por Jorge Ricardo Masetti, pero también piensa lo intolerable de decidir sobre la vida y muerte de otras personas– o con la fundamental intervención de León Rozitchner en el debate que surgió a raíz de esa carta. León intentó desplazar la discusión del No matarás al Vivirás, para señalar que lo que se debe discutir es, precisamente, la vida y las luchas para que esta sea vivible, digna, para todxs. Esos debates transcurrieron en los años en los que el kirchnerismo había reabierto los juicios a los genocidas e intentaba ligar la idea de justicia por los crímenes del pasado con la de reparación de las injusticias del presente. En ese contexto se volvió a conversar y a polemizar sobre los años setenta. Quizás nunca se dejó de hablar de estos temas en Argentina, pero con los juicios reabiertos y con una apuesta política a volver a pensar la transformación social, el escenario era más propicio para dar discusiones fuera de las rutinas ofensivas de las derechas y sus denuncias de supuestas equivalencias entre las violencias.

La biografía de Alicia Eguren trae de nuevo estas discusiones, en un pliegue particular: el de la tensa relación entre izquierdas y peronismos o, para decirlo con más precisión, el de los esfuerzos de varios militantes, entre los que ella fulguraba, para hacer del peronismo una fuerza revolucionaria, vinculando al viejo movimiento y a su líder con las insurgencias tercermundistas. Los problemas y apuestas que se filian habitualmente en el nombre de John William Cooke, su compañero. Como muy bien reconstruye Miguel, esas posiciones fueron elaboradas y sostenidas por ambos. No solo por las coincidencias y complicidades mientras vivía el autor de Apuntes para la militancia, sino porque el Cooke que conocemos es en parte elaboración de Eguren. En 1971 ella publicó la Correspondencia entre Perón y Cooke, en la que los intercambios fervorosos y las distancias posteriores trazan un mapa de lo que sucede con la izquierda peronista. En Nuevo Hombre edita “Apuntes sobre el Che”, escrito inconcluso, en el que su compañero había trabajado luego de la muerte del revolucionario en La Higuera. Son intervenciones precisas en las batallas de los setenta, porque no se trata de recordar al amado, sino de hacer presente el modo en el que había pensado la política y transmitirlo.

Alicia parece incansable, terca, obstinada. Retoma el guante de escribirle a Perón, trata de verlo. A lo largo de muchas páginas se la percibe exigida por una responsabilidad y a la vez lúcida tejedora de alianzas necesarias. Radicaliza y a la vez ampara las diferencias. Miguel va anotando cada paso, transcribiendo cartas, mientras piensa quién es esa mujer que no deja de escurrirse. Una mujer de apariencias múltiples, a veces de fajina militar, otras de “rara elegancia”. Cuenta Vicente Zito Lema que, a principios de los 70, estaba con compañeros en un bar “cuando apareció por sorpresa, casi provocativamente por la espalda, una mujer vestida con extraña elegancia, con un aire marcado de romanticismo, casi de más para esa hora del día. Supe entonces que era Alicia Eguren. Se rió de nuestra sorpresa y dijo algo así: ‘deben tener cuidado, no son buenos tiempos para estar regalados’”. Horacio González, en el prólogo de la edición facsimilar de Nuevo Hombre, relata que “al finalizar una de las clases multitudinarias que entonces daba en la Universidad, se acerca una mujer un tanto mayor (que hoy tendría como veinte años menos que yo) y me dice ‘bravo, profesor’. Quizás era una ironía, pues en esa época, uno no ahorraba estereotipos, pero esa presencia que se vestía con elegancia y hasta exhibía un sombrero de alas anchas, inusual ya para ese estudiantado, era una curiosa visitante. Era Alicia Eguren”. Esos recuerdos mentan a la vez la sorpresa y la admiración conmovida que despertaba su nombre.

Miguel encara una tarea que no está privada de complicaciones, porque tiene que reconstruir los trazos de una vida sobre ese escenario en el que confluyen mitologías, añoranzas, arrojos. No solo se trata de considerar los documentos, conseguirlos, procurar archivos, también necesita despejar esos modos en que se recuerda a Alicia: la compañera abnegada, la puta, la heroína sin fisuras. ¿Qué hay de los temores, los afectos, los enojos, las materialidades vividas de lo cotidiano? Están los enojos con la obesidad de Cooke y las trapisondas de este para esconder comida, los gustos plebeyos y los amores políticos. El libro recorre también esas situaciones íntimas, jocosas, airadas, que de algún modo son coronadas por la carta testamento de John, donde no se priva de una risa amarga y una apuesta materialista.

Pero aun narrando el cotidiano, está la cuestión de la excepcionalidad, porque la de Alicia se trata, sin dudas, de una vida profundamente singular. ¿Cómo plantear esa singularidad sin construir un fondo de obediencias donde se recorta? El riesgo de considerar la excepcionalidad –y en algunos tramos el autor se tienta– es que se construye una nitidez que posterga un mapa de tensiones, obstáculos, mandatos de género, tretas de las subalternas, negociaciones, subterfugios y desobediencias parciales. A partir de los trabajos de Primo Levi sobre los campos nazis, pero también, por acá, por parte de Pilar Calveiro en Poder y desaparición, la necesidad de considerar las zonas grises antes que los heroísmos, y ese planteo hereda y reconfigura modos de tratar las luchas de lxs subalternxs.

Miguel es un investigador formado, con considerables libros escritos. Escribe este libro a la vez con entusiasmo y con preocupación sobre su lugar de escritor. Pone a quien lee al tanto del problema: ¿puede un varón, con esa identidad asignada desde nacer, comprender y escribir la vida de una mujer? El problema de la época es doble: no solo aprehender la travesía de una revolucionaria desde tiempos sin revolución, sino narrar la biografía de una mujer en épocas en que el feminismo interroga a fondo las condiciones y los privilegios de la enunciación masculina. Miguel incorpora distintas reflexiones sobre el patriarcado y sus efectos sobre el campo de la escritura, en especial cuánto arrastra de androcentrismo la presunción de universalidad.

En dos cuestiones me interesa detenerme. Una, la consideración sobre si Alicia fue o no feminista, menos por la respuesta que por lo que abre esa pregunta, que siempre nos obliga a pensar alrededor de qué se asocia a ese término, reconocer las batallas por su significación, considerar sus ligazones políticas, interrogar los anudamientos entre creencias, discursos y prácticas. Porque si uno de los temas del cookismo fue la confrontación por lo que llevan los nombres –inolvidable tajo de la enunciación: en Argentina los comunistas somos nosotros–; esa cuestión aparece cada vez que se dice feminismo, en un arco que va desde las que lo cultivaron renegando del nombre (porque elegían como identidad la alusión a una intervención política más específica) hasta las que lo asumieron recortando mucho su fuerza emancipatoria. Miguel tira del hilo biográfico de Eguren para considerar esos debates.

La otra cuestión es la que lo interroga a él mismo: ¿no es una reiteración del privilegio masculino el arrogarse a escribir la vida de una mujer y construir una explicación sobre esa historia? Una posible crítica que surgiría menos de una reflexión feminista que de una asunción lineal del reparto sexo-genérico de lo sensible, en el que mujeres se ocuparían de asuntos de mujeres, varones de varones, trans de trans, cis de cis, y así siguiendo. Sin embargo, se convierte en exigencia de una reflexión, modificación del conocimiento y del discurso, sin recurrir al pedido de disculpas como pago de un peaje para volver con velocidad al carril conocido. Miguel logra hacer lo primero, situando los dilemas éticos y políticos que acarrea. Se hace cargo, así, de la edad de escritura del libro y de lo que estalla con los feminismos masivos: un conjunto de modificaciones en el orden de lo sensible, lo visible, lo nombrable.

Un libro sobre una vida en la revolución o una vida para la revolución, es también un libro sobre los géneros, en varios sentidos. Sobre la opresión sexo-genérica y el modo en que esa relación tiñe toda la experiencia vital, y sobre los géneros de escritura. El libro se vuelve anfibio: biografía, ensayo, historia, literatura. El autor asume las dificultades apelando a construir una narración cuya forma no está dada de antemano. Al hacerlo, pone la escritura a la altura de la vida singular que la reclama. Singularidad y mutua afectación, porque si siempre escribir un ensayo es un ejercicio de modificación personal y sensible, en este caso Miguel Mazzeo lo pone en primer plano y nos queda la sensación de que escribir sobre Alicia –esa vida que nos llega del pasado– es su modo de habitar los rasgos más promisorios e insumisos de nuestra época.