Vivas nos queremos: que el espanto se transforme en organización

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Vivas nos queremos: que el espanto se transforme en organización

06 Mayo 2017

Fotografìa: Ailén Montañez

Por Paula Carrizo

Y una vez más, el horror. Tantas compañeras  asesinadas en manos de femicidas como días tuvo un abril manchado con de sangre. Una, y otra, y otra vez. El asesinato de Araceli, en particular, volvió a poner sobre la mesa el gigante al que nos enfrentamos. Una institución policial y sistema judicial cómplices y corrompidos hasta la médula. Machistas, misóginos, selectivos, encubridores. Medios hegemónicos amarillistas, sensacionalistas, clasistas, revictimizantes. Un gobierno ciego, sordo y mudo que no acusa recibo de nuestras denuncias, nuestras demandas, nuestras reivindicaciones.

A la vez, la certeza de que en un país en el cual una mujer es asesinada cada 18 horas por alguien que cree tener la potestad para hacer lo que le plazca con su cuerpo y con su vida, no podemos dejarnos paralizar por el horror. Más que nunca debemos apostar a generar y consolidar espacios de encuentro para pensar, actuar y construir colectivamente. Haciendo carne las palabras del viejo Galeano, crear y luchar son nuestra forma de decirle a las compañeras caídas: Tú no moriste contigo. Este texto es entonces un primer intento por transformar la angustia y la rabia en un aporte para continuar construyendo juntas y juntos.

Tejiendo redes

Si hay algo que está claro, es que el Estado es responsable. Nos enfrentamos a un gobierno que lejos de proponerse realmente como meta la erradicación definitiva de la violencia de género busca usar nuestra lucha como excusa para justificar sus políticas represivas, desconociendo además que el femicidio es el eslabón final de una larga cadena de violencias. Y que para evitar que se continúen cometiendo más femicidios, es necesario atacar los eslabones anteriores. Esto supone indefectiblemente la elaboración e implementación de políticas públicas integrales, de calidad, que aborden la problemática en todas sus aristas: impulsando una educación con perspectiva de género, capacitando a sus agentes estatales en cuestiones de género, garantizando contención y la posibilidad de desarrollar proyectos de autonomía a las mujeres víctimas de violencia machista.

Ante este panorama, claro está que es fundamental continuar denunciando y exigiendo a las instituciones y organismos pertinentes respuestas materiales, inmediatas y efectivas. Pero también es necesario asumir que lo que subyace tras la actitud de esta gestión no es ignorancia o torpeza, sino lisa y llanamente desinterés, negación y falta de voluntad política. Debemos seguir apostando entonces paralelamente a la construcción y consolidación de redes desde abajo. En los barrios, en los territorios. 
En un contexto en el cual quieren convencernos de que la única manera de mantenernos a salvo de la violencia machista es recluyéndonos en nuestras casas, debemos continuar saliendo, copando las calles, plazas, clubes. Debemos encontrarnos, generar nuevos espacios de intercambio para continuar pensando estrategias creativas y colectivas de acción.  

A Araceli no la buscó el Estado. La buscaron las organizaciones políticas y sociales, convocando a realizar rastrillajes y pegatinas en conjunto (Movimiento Evita, La Cámpora, Nuevo Encuentro, Barrios de Pie, SUTEBA, Martín Fierro, MUP, MP La dignidad, María Madre, Usina Peronista, Patria Grande, PC, MTE, Resistiendo con Aguante, Cooperativa Ellas Hacen CTEP, El Eternauta, Comité de Liberación por Milagro Sala y Merenderos de la Rana). Al principal sospechoso de su asesinato tampoco lo encontró el Estado, lo identificaron un grupo de mujeres del Bajo Flores que se hicieron escuchar.

De la misma manera, ante el recrudecimiento de la violencia institucional y hostigamiento policial hacia las trabajadoras sexuales, las compañeras de AMMAR (Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina) consideraron necesario generar nuevas herramientas para afrontar esta problemática. Así fue como idearon la aplicación para celulares: la “Puty Señal”. La misma incluye un botón antipánico así como protocolos de defensa, y permite dar aviso instantáneo a personas y/o instituciones de confianza al ser víctima o testigo de una situación de violencia. Si bien originalmente fue pensada para las trabajadoras sexuales de la Ciudad de Buenos Aires, hechos como la razzia de mujeres llevada a cabo el 8 de marzo del presente año hicieron que definieran que esta herramienta debía estar a disposición de la comunidad en general, abriendo la invitación a otras organizaciones a pensar juntas y formar parte de este proyecto.

Podríamos mencionar varios ejemplos como los previamente descritos, lo importante es señalar que marcan una dirección a seguir. Un camino que precisa superar ciertas contradicciones entre las diversas organizaciones que conforman el campo popular, para continuar fortaleciendo vínculos y construyendo colectivamente dispositivos que apunten a hacer frente a las múltiples violencias que atraviesan nuestras cotidianidades, a seguir tejiendo lazos de solidaridad ante un gobierno que busca precisamente hacer estallar el tejido social.

A los hombres que quieren acompañarnos 

En los últimos días comencé a recordar diversos episodios que ya había olvidado. Un viaje en subte, Línea D, vagón repleto. Al principio pensé que fue sin querer, no había espacio. Luego me di cuenta que eran manos, a ambos lados de la cintura, comenzando a bajar. Las puertas se abrieron en Facultad de Medicina e impulsivamente me bajé. 

Aquella noche de domingo en que decidí ir a una guardia odontológica por un dolor que no calmaba con analgésicos. El dentista, de unos sesenta años, me tomó la mano al darme la receta y comenzó a acariciarme diciendo que era una piba muy simpática y que tenía una boca deliciosa. Otra vez la parálisis. Sólo atiné a abrir la puerta del consultorio e irme. 
La noche en que aquella persona coetánea y de mi círculo íntimo entró a mi habitación, alcoholizada, con la excusa de decirme algo, mientras yo intentaba dormir. Y empezó a tocarme. Su respiración agitada, y mi reacción de hacerme la dormida, envolverme con las sábanas y darle la espalda. Por “suerte” se fue. Nunca más hablamos del tema.

Encarar este ejercicio retrospectivo me llevó a preguntarme cuántos hombres amigos, familiares, compañeros, inclusive aquellos que comienzan a realizarse preguntas e intentan construirse como varones antipatriarcales, feministas, dimensionan hasta qué punto nuestras vidas son sistemáticamente marcadas por la violencia machista desde nuestro mismísimo nacimiento. Cuántos intuyen que la mayor parte de las mujeres que los rodeamos probablemente hayamos protagonizado al menos dos de las siguientes experiencias: acoso callejero, maltrato psicológico, agresiones sexuales, noviazgos violentos, acoso laboral, violencia obstétrica, abortos clandestinos. 

Escribo estas palabras y pienso también en todas aquellas mujeres con las que comparto o compartí en algún momento mi cotidianidad. Y ahí la lista se torna interminable. E insoportable. Tengo amigas que abortaron en clínicas privadas, otras que lo hicieron en la soledad de su casa. Algunas que debieron acudir de urgencia a hospitales donde fueron sumamente maltratadas. Compañeras que pudieron salir de relaciones violentas, y otras que aún no lo lograron. En mis años de trabajo con adolescentes vi llegar pibas con la boca partida por sus parejas, he escuchado relatos de abuso por parte de jóvenes que conocí de niñas, con el dolor de sentir que fallamos, que todo lo que hicimos no alcanzó para lograr evitarles ese sufrimiento.

Que quede claro entonces, no es que “podría ser tu madre, tu hermana, tu novia”: son todas ellas y muchas más. Somos todas. Y todas valemos por igual. La lucha es por todas. Entender esto, compañeros, implica asumir un compromiso que trascienda el plano de lo discursivo. No alcanza con pronunciarse pública o virtualmente en contra de la violencia de género o a favor de la diversidad sexual. No basta con acompañar nuestras medidas de fuerza, nuestras jornadas de lucha. Vuelvo sobre lo mismo, el femicidio es tan sólo el eslabón final de una larga cadena de violencias, cuyos eslabones iniciales son precisamente los mencionados anteriormente. 

Es necesario entonces que comprendan todos los círculos sociales y espacios que ustedes mismos habitan y circulan como su propio territorio de acción. Que no callen ante las prácticas machistas de sus amigos y compañeros, sino que apunten a cuestionarlas, problematizarlas. Que realicen también este ejercicio retrospectivo sobre sus propias experiencias vitales y comiencen a reconocer en qué momentos reprodujeron o fueron testigos de este tipo de prácticas para desnaturalizarlas, modificarlas. 

La erradicación definitiva de la violencia de género supone la transición a un nuevo paradigma cultural, y este cambio no es posible sin hombres que asuman el desafío de despojarse de sus privilegios, y que sin temor a ser ridiculizados, deslegitimados, encaren la tarea de intervenir sobre su realidad. 

Por último, considero un deber aclararles que las mujeres que me rodean son también aquellas que llevan adelante asambleas por el derecho a la vivienda, las que trabajan restituyendo derechos, las que se organizan y enfrentan en las calles las políticas neoliberales de este gobierno. Las que pudieron construir proyectos de autonomía lejos de la violencia machista, las que con sus propias manos construyen consejerías, centros de la mujer, para ayudar también a otras mujeres. No somos el “sexo débil”. No necesitamos –y lo digo en el mejor de los sentidos- que se limiten a incorporarse a los espacios que supimos generar en este largo camino, sino que a partir de este intercambio, apuesten transformar los suyos.

Juntas y empoderadas

Suele decirse que el feminismo (los feminismos) es el movimiento más atacado, prejuzgado y sistemáticamente deslegitimado, tanto por hombres como por mujeres que ni siquiera conocen realmente su historia, sus principios, sus reivindicaciones. Asumirnos como feministas, entonces, requiere coraje. Es un desafío, que incluye el ineludible ejercicio de volver sobre nuestra historia, resignificarla, desnaturalizar experiencias vividas, reconocer tanto la violencia de género ejercida sobre nosotras como aquellas ocasiones en las que reproducimos conductas machistas. 

Conlleva también sus obligaciones. La de no callar, la de apostar a construir otro tipo de vínculos entre nosotras, la de no continuar reproduciendo este tipo de prácticas ni haciendo la vista gorda ante quienes lo hacen. La de aprender a acompañarnos. Es entender nuestra vida cotidiana como nuestro primer y principal territorio de intervención y acción. Tomar ésta como una tarea pedagógica. Asumirnos como feministas no es un punto de llegada, sino un punto de partida. Como bien dijo Claudia Korol, “'Feministas compañeras' nos decimos, porque un dato central de nuestro modo de ser y de estar, es precisamente acompañarnos. No sólo entre mujeres, sino entre quienes sufren distintas violencias estructurales. (...) Frente a la feminización de la pobreza, somos protagonistas de la feminización de las resistencias populares". 

A las compañeras que aún no se reconocen como feministas, esta es una invitación  a caminar juntas. A entender el feminismo como un modo de ser y estar en el mundo, para transformarlo. Una práxis que supone en primera instancia dejar de competir y deslegitimarnos entre nosotras, entendernos como soberanas de nuestros cuerpos y nuestras vidas, defendernos mutuamente ante los intentos de avasallamiento de esta soberanía.