Palabras que aparecen y desaparecen en el nuevo libro de Fabián Herrero
El viaje por La nostalgia hace sonar el tambor de mi corazón (Buenos Aires: Barnacle, 2025) de Fabián Herrero comienza con la sección “Una pista de hielo entre las calles”, cuyo título puede leerse como una metáfora del recuerdo mismo, en una inversión del “Oh, ved el pulso del verano en el hielo” del epígrafe de Dylan Thomas, para decir: “Oh, ved el pulso del hielo en el verano”, como si de congelar el instante se tratara, de hacerlo eterno, sin que pierda su fragilidad. ¿Y qué mejor dispositivo para ello que un poema?
Dentro de esta primera sección, “Sonrisa y mediodía” es una serie que reúne a “Tarzán” con la “Fe”; “Una pista de hielo entre las calles”, incluye “País de ramitas”, “Noche de otoño en verano” y el poema que da nombre a la serie. Luego, aparecen “Laguna Setúbal”, “Examen y verano” y “Noche santafesina (Plaza del soldado)”.
De “Tarzán” a “Noche santafesina…” se produce un deslizamiento del interior al exterior, de lo íntimo a lo público, yendo del “pensamiento indomable” a la carnadura de los topónimos, que se vuelven escenarios metafísicos, a la manera visual de Giorgio de Chirico o, mejor aún, de Ricardo Supisiche, donde lo enigmático se insinúa intangible en “el agua invisible”, o “la larga cadena/ invisible que nos ata a este/ cielo”. En cuanto a lo rítmico sonoro, las frases se acortan, se entrecortan y se encabalgan, como si fueran transcripciones que ostentan las huellas de las pausas de la oralidad (blancos) en que la escritura piensa lo que va a decir: “No pasa/ una luna/ en tus labios apenas// entreabiertos”.
La segunda sección, “Pateando la pelota del mundo”, a modo de intermezzo, nos depara poemas futboleros, de potrero barrial y héroes populares. La tercera, “La noche derrotada que se va de mi corazón” se reviste de un tono más meditativo, donde lo metafísico persiste (“está mi deseo de vivir a veces como un hombre invisible (…) Yo hice de mi casa una isla de silencio”) y la belleza no se hace esperar, bajo la forma de “El árbol”: “Hay un viejo libro sobre mi escritorio y mi casa está/ en mi cabeza. El árbol de mi antigua casa arde/ en cada palabra”.

El árbol –tal vez esa araucaria que conocimos en La nube es una flor que arrancó sus raíces (2023)– se vuelve una zarza ardiente que emite una profunda energía y sigue viva para que no se extinga lo que tiene para decir.
La cuarta sección, “Bajo esta carpa del cielo (Santa Fe, años de 1980)” recalca su naturaleza de lectura del pasado desde el presente. Habla otro, que es el mismo, y dice: “este frío tiene la sonrisa transparente”, como si la poesía fuera un contradiscurso de la opacidad del mundo.
La quinta y última sección, “Las palabras de un nuevo comienzo”, nos ofrece un final abierto, signado por la dulce amargura de una nostalgia que hace sonar el tambor del corazón del poeta, culminando con el poema “El día es un pintor inexperto”, en cuya primera parte leemos: “Las casas, a su manera/ guardan silencio, y amanece, y en su cara/ ya está escrito algo que no entendemos”. ¿No será que el día parece un pintor inexperto porque es incomprendido? “El día es un pintor inexperto que suelta/ imágenes que crecen/ en el aire, en la tierra y el agua.” ¿Y si su perfección artística se basa en la inexperiencia, como la pedagogía del maestro ignorante, de Jacques Rancière? No lo sabemos y tal vez –afortunadamente– nunca podamos hacerlo. Así se comportan las zarzas ardientes.
Fabián Herrero nació en Santa Fe, en 1965, y es profesor en Historia (UNL), doctor en Historia (UBA), investigador de Conicet (UBA, Instituto Ravignani), profesor titular ordinario (UADER, sede Paraná). Publicó, como historiador, más de diez libros y más de 40 artículos en revistas nacionales e internacionales. En la década de 1980 formó parte de los talleres literarios coordinados por Hugo Gola y, también, los dirigidos por Edgardo Russo y Juan Manuel Inchauspe. Ha publicado numerosos libros de poesía, entre ellos: Quién no le tiró una piedrita al mundo, Poemas 1988-2018 (Alción, 2020), Sobre la tierra (Ana Editorial, 2020), Días como perros perdidos (Barnacle, 2022) y La nube es una flor que arrancó sus raíces (UNL, 2023).
Lo único que al cerrar el libro podemos aseverar –incluso tras el luminoso epílogo de Roberto Malatesta– es que hemos viajado por un mundo donde hay una lucha entre el pasado –la nostalgia– y la reescritura de esa memoria, que adquiere tintes oníricos. Esto nos permite volver al primer poema, para cerrar el círculo: “No lo olvides/ somos recuerdos/ de ahora, me digo”, como si Ricardo Reis dijera “Somos cuentos contando cuentos”, poemas diciendo poemas, nada:
País de ramitas
Las palabras aparecen
y desaparecen por todas partes.
Ahora el más
rojo sol sobre las casas es un incendio
que habla.
En algún punto de estas
calles desoladas,
las cosas se niegan
a instalar
su entera luz,
la intensidad
del secreto tiene
el aire de cualquier ausencia.
En cuclillas, atento,
yo todavía espero
una pintura en la tela del aire.
Con un dedo
vuelvo a marcar el círculo luminoso
de un mundo.
En mis ojos de veinte años, todo
ilumina el país de ramitas
de su esperanza.