Un crimen común: entre la violencia institucional y las relaciones de clase

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Un crimen común: entre la violencia institucional y las relaciones de clase

27 Febrero 2021

Por Diego Moneta

"Pensar con las manos" es el nombre que lleva el equipo de tres directores-productores compuesto por Francisco Márquez, Andrea Testa y Luciana Piantanida. Entienden al cine como una forma de intervención y transformación, con el objetivo de aportar a una cinematografía diversa y descolonizante, según explican en su página web; lo que puede notarse desde los títulos escogidos y desde la impronta por problematizar cuestiones. 

Entre sus obras, que oscilan entre la ficción y lo documental, se encuentran La larga noche de Francisco Sanctis y Niña mamá. Su ópera prima fue Después de Sarmiento y con los años llegarían Pibe chorro y Los ausentes. Algunas pueden verse a través de la plataforma CineAr y otras también de manera gratuita, o a bajo costo, en la página de la productora. En diálogo con Agencia Paco Urondo, Francisco Márquez considera que “una reflexión sobre cuestiones que nos sensibilizan” une a todo el repertorio. 

Su película más reciente es Un crimen común, que llegará el 18 de marzo a salas de Córdoba y persigue el objetivo de gestionar un estreno federal, de acuerdo a las condiciones sanitarias de cada provincia. La ficción estuvo a cargo de Márquez y ya pasó por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, además de estar preseleccionada para el que se realiza en la ciudad de Berlín. Multiverso y Bord Cadre también participaron de la producción, que contó con el apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales (INCAA), del Programa Ibermedia y del mecenazgo cultural del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. A pesar de ello, el director concluye que no hay “políticas que tiendan al surgimiento de nuevas miradas con recursos para filmar” y señala el sistema de puntaje del INCAA como una de las restricciones.  

Cecilia (Elisa Carricajo) es profesora de sociología en una universidad del Conurbano bonaerense, vive con su hijo Juan (Ciro Coien Pardo) y su gato; un exponente de la clase media de nuestro país, podría decirse. Durante una noche de tormenta, Kevin (Eliot Otazo), el joven hijo de Nebe (Mecha Martínez), la trabajadora doméstica, golpea reiteradas veces la puerta de su casa. Cecilia, asustada, decide no abrirle. Al día siguiente, el cuerpo de Kevin aparece en el Riachuelo, y testigos sostienen que fue asesinado por Gendarmería. La vida de la protagonista encuentra un punto de quiebre.

El papel de Carricajo es el motor de la narración, a través de tres ejes planteados en la maternidad, la enseñanza y el ser empleadora. Las miradas ausentes y las distracciones contribuyen a una correcta construcción del paso de lo cotidiano a lo inesperado. La vulnerabilidad de Cecilia es notoria. De la negación al colapso que provoca la culpa. Su palacio mental intelectual se derrumba. Debe enfrentarse a sus contradicciones entre la teoría y la práctica. “El objetivo principal es que la película atraviese la pantalla y haga reflexionar”, analiza Márquez. “La distancia de clase es trágica y, por más pensamiento crítico que haya, lleva a naturalizar ciertas cuestiones”, agrega. 

La cámara no le da resquicios a la protagonista. Está encima de ella y la expone para lograr la identificación con el espectador. El director crea un escenario claustrofóbico para Cecilia, evidenciado en su recorrido por los pasillos del barrio Zavaleta en el que vive Nebe. A través de la imagen, las luces y el sonido, nos introducen dentro de la batalla psicológica que le toca librar, y que crece a medida que avanza la narración. Un joven llamado Kevin, en ese barrio, puede recordar al caso de Kevin Benega. Sin embargo, si bien es más cercano al caso de Ezequiel Demonty, el director aclara que no pusieron un nombre en particular porque la cantidad es enorme y sucede a diario.  

Más allá de esa disputa interna, también se abordan otras aristas. Por un lado, la violencia institucional: El hostigamiento de las fuerzas de seguridad, el reclamo de las familias y el apoyo de las organizaciones. También, el contraste entre su naturalización y lo llamativo de otros casos. Por otro lado, la distancia entre el academicismo y las clases populares: la crítica a la desidia universitaria, la limitación de autores y el rol del estudio de campo que implican la desconexión de otras realidades. Además, en el elenco conviven intérpretes profesionales y no actores, sin que resulte en una relación conflictiva. 

Márquez también abordó la situación de las obras nacionales: “Hay una producción muy diversa que se ha construido con mucho esfuerzo. Los últimos años han sido difíciles. Ahora, por la pandemia y por una gestión que no ha ayudado mucho. Antes, cuatro años que tendieron a la concentración”. A su vez, afirmó que hay que “defender la diversidad en el acceso a las pantallas, con énfasis en la distribución, donde están los intereses más fuertes”. En relación al papel del INCAA consideró que “debería conseguir que las empresas tributen para ampliar el fondo de fomento” y “atender las desigualdades de género, clase y territorio que existen”. 

Un crimen común es el escenario en el que la culpa de clase se coloca en el centro. Pueden notarse puntos de contacto tanto con el anterior film del director, La larga noche de Francisco Sanctis, como con La mujer sin cabeza, de Lucrecia Martel, y con El corazón delator, de Edgar Allan Poe. Un thriller psicológico que aborda el papel de la ciudadanía frente a los abusos de poder, con el trasfondo político de fondo que ello implica. Márquez traslada esa situación de lo personal a lo social, abordando dilemas morales, diferencias de clase, culpas y miedos. Un crimen común evidencia, una vez más, lo común que se vuelven ciertos crímenes.

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