Vuelta a la manzana

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Vuelta a la manzana

22 Julio 2018

Ilustración: Ramiro Gallardo

Por Ramiro Gallardo

 

Salgo a pasear al perro, es de noche. Esta mañana Argentina quedó eliminada del Mundial a manos de Francia y no logro recuperarme. Avanzará y dejará afuera a nuestros hermanos charrúas, a la temible Bélgica y a la aguerrida Croacia, pero todavía no lo sé. La ciudad está cubierta por una bruma espesa: rara vez la vi así, tanta, tanta niebla. ¿Tendrá algo que ver con el 3-4? En un país tan futbolero como el nuestro no parece disparatado relacionar el clima del alma con esta nube que nos acompaña al ras del suelo desde el mediodía. Una cucaracha enorme pasa a mi lado y se lleva mis divagaciones vaporosas, camino por Virrey Ceballos, doy vuelta a la esquina. Las luces opacas, el frío y la casi nula visibilidad me hacen pensar en una historia: la manzana de mi casa, la de la vereda por la que camino, es la única que queda, el resto del mundo desapareció. Nada. Una ola tal vez, llega desde algún lado inundándolo todo. O un vacío. O un desierto. El resto de las manzanas se hunden, lo estoy viendo, no queda nada alrededor. En seguida imagino una escena: desesperado, toco timbre a mis vecinos, pero no a todos: primero llamo a la puerta de los que considero más sensatos, o con quienes tengo onda. El del segundo B. El del tercero A. El mundo es nuestra manzana, y es peligrosa. No sabemos quiénes son el resto, los otros, lo que queda de la humanidad que está viviendo en este único pedazo de ciudad. Recuerdo que hay un libro de Saramago en donde España se separa del resto del continente y se va flotando, no lo leí. Pienso en El señor de las moscas, acabo de ver la película con María y los chicos. La roca cae sobre el gordito, Clara llora desconsolada. Yo la vi a los 20 y me dejó trastornado. Doblo la esquina. Camino por Solís.

Avanzo. Llevo la bolsita para juntar la caca. Espero a mi perro.

Sigo hacia San Juan, es casi media noche, no hay gente, ni autos, ni otros perros. Un camión viene subiendo la calle. Extrañamente, el interior de la cabina está teñido por una luz roja intensa. El contraste con este exterior nuboso es llamativo, me lleva por un momento a la última escena de “Brazil”: Sam Lowry huye en el camión de la chica. La escena es fantasmagórica. El camión pasa, sigue, se pierde, doblo por San Juan, alguien me llama. Mi cabeza gira y ve a un tipo algo más joven que yo, tendrá treinta y pico, me pregunta algo. Un escalofrío se apodera de todo mi cuerpo. De todas formas, freno y me doy la vuelta. ¿Qué cosa?, le pregunto. ¿Sabés dónde hay una comisaría? Se acerca y me invade la idea de que quiere robarme, es una lástima pensar así, pienso. Está sangrando. Si quisiera hacerme algo no preguntaría por la comisaría, aunque para acercarse cualquier excusa es válida. Lo cierto es que la comisaría está a menos de cincuenta metros cruzando la calle, sobre San Juan yendo hacia Entre Ríos. Sí, acá, a media cuadra, señalo la dirección que debe tomar. ¿Estás bien? No está bien, es evidente, una gota de sangre cuelga del lóbulo de su oreja. La nuca está toda empapada. Una mancha roja en el cuello de una chaqueta verde. Me robaron, el teléfono y la billetera. ¿Estás bien? ¿Te clavaron algo? No, debe ser una piña que me dieron fuerte. Estás sangrando. Sí, ya lo sé. Les di pelea. Me pelié, pero me robaron igual. No importa, ahorro y me compro un teléfono nuevo, ¿no? Eso regresa. Lo único de lo que no se vuelve es de la muerte, dicen, dice. Asiento, para qué discutir. Le doy una palmada en el hombro, tranquilo che, y sigo caminando. Enfrente, en la plaza donde dentro de unos días van a inaugurar una calesita a quince pesos la vuelta, unos chicos en las hamacas. Apenas puedo distinguirlos, pero están ahí. ¿Qué nueva aventura me espera? Temo no llegar hasta mi casa, todo puede suceder, unos pibes vienen caminando, escucho voces también por detrás. Sigo con la bolsita en la mano, mi perro no caga. Caniche. Pasan de largo. Doblo la última esquina, otra vez Ceballos. Entro a mi casa y enciendo la compu.