“Trastorno” de Pompeyo Audivert o la máquina contra sí

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“Trastorno” de Pompeyo Audivert o la máquina contra sí

18 Agosto 2019

Por Natalia Torrado

“Para Hegel la muerte humana no es una muerte natural. El hombre tiene que ser capaz de la muerte, es decir, tiene que poder morir. Si el hombre no se arriesga a morir, la propia muerte se atrofia convirtiéndose en un mero finar o fenecer que no sería un morir en sentido pleno. Hay que exponerse voluntariamente al peligro de morir” (Byung-Chul Han)

 

Este último trabajo de Pompeyo Audivert representa un momento de síntesis en su obra y a la vez, o en consecuencia, un giro cuyos efectos son ya patentes y aún imprevisibles: he ahí el verdadero trastorno, tanto a nivel de la poética del mismo autor como a nivel de la escena porteña y el teatro en general.

Lugo de producir obras como “Muñeca” de Discépolo o “La farsa de los ausentes”, una versión libre de “El desierto entra en la ciudad” de Arlt , la “máquina teatral” que caracteriza al teatro de Audivert, y sus co-direcciones junto a Andrés Mangone, ha decidido cerrar la trilogía rioplatense atentando contra sí, en un último acto auténtico de exoneración del propio teatro para la consecución de sus verdaderos fines. La puntualidad de la máquina audivertiana se descalabra aquí para refigurarse y definir el tanto, allí, donde importa, respecto de la pregunta sobre la mismísima naturaleza del teatro.

Harta del permanente re-torno sobre lo “mismo” del teatro burgués y su superficie reflectante, y habiendo explorado ya los en-tornos, y liberado los con-tornos de la representación teatral, esta máquina ha efectuado con “Trastorno” un giro decisivo contra su propio sentido; y ha producido así una contranaturaleza teatral, un desastre definitivo: la máquina no se destruye, peor aún, el verdadero desastre que desata es que funciona en contra de su mecanismo, e inaugura una operación estética y ética inédita, imposible, venida de sí contra sí, en su propia resistencia. La máquina teatral se constituye aquí como una contramáquina superior cuya nueva naturaleza es la producción de realidades imprevistas, no potenciales, sino efectivas, experienciables. No se trata ya de expandir los límites de la imaginación sino los de la vida, porque lo que así se trastorna se hace de una vida.

Claro que las circunstancias de un “culebrón” “metafísico”, si se cumplen, y aquí se cumplen, no pueden más que resultar en un salto cualitativo de este calibre: lo inferior, lo que repta, lo que se arrastra, he aquí el más allá. Y si “más allá” es, finalmente, “más acá”, entonces todo el sistema categorial que soporta nuestro mundo se distorsiona, se tuerce, troca, se deforma, y sin embargo sigue funcionando, en otro nivel. No se trata de quemar las naves sino de arruinarlas tanto que se vean obligadas a reconfigurarse de maneras impensables, y a crear en su nuevo curso un paisaje totalmente inesperado que las admita.

En el mismo sentido de funcionamiento ruinoso o pervertido de un mecanismo que crea mundos, la casa de “Trastorno” recuerda, por su disposición espacial y la lógica de sus movimientos, a una cajita de música; y Rosario, la madre terrible encarnada por Audivert, a una de esas bailarinas que al dar cuerda al mecanismo se deslizan y giran mientras la música suena, por un sistema de imanes internos, sobre la superficie horizontal espejada que cubre la cajita. De hecho, algunos de los personajes efectivamente se deslizan, Silvia se desliza, su andar por la casa es similar al de su madre, largo, fluido, continuo; y Rosario literalmente se desliza en escena sobre su sillón con ruedas. Pero rueda contra rueda, la de un sistema de tornos que da cuerda a la escena, y otro que permite deslizar ese sillón, al ras de ella, Rosario, y con ella la escena, se trasforman en una máquina contra sí: una mujer de altura en el sentido físico y también social que logra entrometer en su movimiento un otro movimiento rastrero, también en ambos sentidos, y recualificarse en él, sin perder su naturaleza primera pero poniendo a ambas en una máxima tensión que da como resultado la “criatura” nueva que Rosario es, y la curva en la que la escena toda se convierte. No se trata, entonces, de opuestos que coexisten o se unen, propios del grotesco, que no inaugurarían una forma teatral; sí se trata, en cambio, de la embestida brutal de uno contra otro, producto de un giro invertido de la máquina. Y de la intromisión de uno en el otro de lo que se arrastra y lo que se eleva, al punto de producir lo impredecible: dado que la casa de trastorno y sus personajes conforman una cajita de música cuya cuerda gira al revés, es que puede emerger del espacio realmente representado el virtual poderosísimo de una presencia bestial, doblada y asonante, patente, y a la vez imprecisable. Por eso no se puede habar en este caso de un develamiento de lo oculto o subterráneo, ni de una conciliación entre contrarios, ni siquiera de una pugna entre lo vertical y lo horizontal, entre lo alto y lo bajo, entre la inmanencia y la trascendencia, sino de un contranatura que pare en la fricción una nueva cualidad: el torno gira en sentido inverso a su sentido original, al sentido para el que fue construido como pieza, y así corrompe la máquina que ahora, malograda, encuentra al fin su funcionamiento alternativo. Este “otro” de la máquina ya no confronta, tampoco refuta al primero, sino que desplaza, encorva y redefine sin cesar las mismas categorías que constituyen a ambos: el realismo crítico de Sánchez no se “vuelve” sino que es ya, o siempre fue no siendo, un grotesco, o mejor, un esperpento; los actores varones (Rosario y la abuela Mameca son personajes femeninos actuados por actores hombres) no se “transforman” en mujeres sino que derivan de ellas unos ya/no varones en escena; el más joven de los hermanos, Ernesto, es un ya muerto ( en la palidez, en la morbidez de su caracterización y su forma espectral y devastada de interpretación, en su prematura, anticipatoria “desaparición” que abre la primera escena, en los sueños de su madre que lo homologan al padre fallecido al comienzo de la obra); y este todavía vivo/ya muerto que Ernesto es finalmente desemboca: nace “un muerto” cuando se superpone efectivamente con su padre a través del busto, piedra sobre piedra, mármol sobre mármol, lápida sobre lápida, en un desplazamiento necesario para que su disparo al espejo, hacia el final, se transustancie en un nacimiento, en una vida alterna posible. Porque sólo en la medida en que el reflejo no puede morir, es que “el otro” o “eso” se salva, reaparece y consigue una vida en otra dimensión. Tal como lo postula el teatro de Pompeyo Audivert sólo apedreando al espejo se revela la vida, y ese piedrazo no es para no verse más reflejado, sino para poder verse ahora “otro” que, a la vez, abre la perspectiva de otro mundo. Es aquí donde esta obra pega el salto y denuncia como una ilusión la certeza de que enfrentados al espejo están los “unos”, los originales de los cuales el espejo nos devuelve una imagen más o menos completa. Porque el lugar del “uno” no es el del origen, y puede caberle alternativamente a unitarios o federales, a peronistas o radicales, a capitalistas o comunistas, conservadores y liberales; y la torpe lista puede seguir, y puede cambiar sus términos, precisarse, discutirse, contradecirse y transformarse. Por el contrario, el lugar del “otro”, lejos, muy lejos de ser el del “opuesto” al “uno”, es el del incategorizable. Y no, no caigamos en trampas posmodernoides del lenguaje, “incategorizable” no es una categoría, es un concepto que hay que trastornar, cada vez, y en escena, para salvar su vitalidad. Incategorizable quiere decir aquí variable, dispuesto a la incesante variación. Y es esa operación justamente lo que esta obra lleva a cabo. ¿Cómo lo hace? Comprendiendo que ese desplazamiento, que ese movimiento entre “uno” y “otro” es “lo otro”. “Lo otro” es el instante inaprehensible en el que el torno gira para el lado contrario, y produce un torcimiento, una destrucción parcial del mecanismo para su mejor funcionamiento en otro nivel, un nivel o un plano que ahora habilita: eso es lo que contiene el cajón de “Trastorno”, ese pasaje, ese hiato, esa concavidad que es a la vez la lógica y la estructura invisible y en mutación de todo lo que la visibilidad pretende fijar como imagen, ¿la manivela de la cajita de música invirtiendo su sentido, deformando la melodía y el comportamiento “clásico” de la bailarina? Sí, pero sobre todo la decisión de efectuar esa inversión, el retromovimiento inesperado, intempestivo, imprevisible, que a veces se demora o se entretiene con juguetes en la obra, pero que ni los garrotazos del final pueden hacer cesar. Porque los garrotazos continúan luego del apagón final, y la actividad del cajón no cede y no cederá jamás. Porque si en el mundo a la máquina que se ha pervertido es mejor destruirla para evitar su producto malformado, en el universo poético de Audivert sucede todo lo contrario: no sólo la máquina degenerada no se destruye sino que se celebra y se anima y, en esta obra en particular, se agita desde su centro móvil que es el cajón. Allí el pasado, pero no el de los personajes sino el de la Historia, se debate y se fricciona, convulsiona y reinicia su marcha en una nueva dirección: en ese cajón se retuercen de placer o de dolor, se debaten entre la vida y la muerte, se abortan y se paren, Florencio Sánchez, el grotesco y el sainete criollos, Thomas Bernhard y su otro “Trastorno”, la Historia de los dominantes y los dominados, la oligarquía y el proletariado nacionales y universales, y todos los octubres venidos y por venir o, mejor dicho, los octubres venidos en el porvenir, un octubre. Este octubre. Ese es el cajón del tiempo en tanto devenir, el que engulle y escupe las criaturas esperpénticas, descarnadas y reencarnadas que somos, y los universos efectivos o posibles a los que pertenecemos. Es decir, el cajón es una elipsis o una elipse y, por lo tanto, el puro presente en el que se juega el poder, es el llamado a la jugada justo a tiempo del poder y su traspaso. Es el espacio entre Rosario y Tití, los otros dos centros aparentes de la escena y de la Historia, que sin embargo allí, en ese “entre” ellas, no tanto “en” sino “por” ese espacio curvado, se conectan y se separan, se yuxtaponen, se consustancian y resustancian. Un espacio que no es “nada”, sino que cuenta como “algo”, un pase, un desplazamiento, la aberración como única forma de vitalidad posible, el espacio del descentramiento: Rosario se agazapa y zarpa, Tití rodea y roe; Rosario preserva, Tití carcome; Rosario traza líneas y Tití pone puntos. Pero esas naturalezas en la contrafuerza del trastorno se tocan, se raspan, se interceptan, como si una fuera la culminación de la otra, su garantía, pero también su combustión, o la tensión imposible de resolver con la eliminación de una por parte de la otra, y que exige un cambio de paradigma para su reelaboración. Si una de esas naturalezas primara sobre la otra el “cajón” finalmente se calmaría. Sin embargo el cajón se agita hasta el final y después del final: los niños bastardos han sido incorporados finalmente a la familia, y un nuevo tiempo, una nueva ficción se abre, una nueva versión, un nuevo relato. En palabras de Rosario Vivimos en una ficción, nunca lo olvides. La realidad es una ficción, el amor es una ficción, el dinero es una ficción. ¡Pero es nuestra ficción!, nos ha costado milenios construirla, y estoy dispuesta a morir por ella. Si amargo entre ficción y ficción siempre algo se escapa, algo siempre difiere, resta; y aunque esos nuevos niños son Ernesto y Silvia relanzados a la historia y a la Historia ya decrépitos, niños viejos, ya corrompidos, su relanzamiento abre una pregunta definitiva ¿qué, como resto, queda de lo “ya sido” en lo “por ser”? ¿qué, ni en uno ni en el otro, sin embargo, resta? Se trata de la operación teatral. El teatro, que también debe autointervenirse, ganarse en sus propios “entres”, resistir de sí y relanzarse, infiltrarse tanto en la historia como en la Historia para revelar el plano estructural, el plano ya no de lo hecho sino de la hechura, la hechura como resto y evidencia de su operación de sentido, “eso” que se conserva “otro”, la hechura como plano de experiencia. Y “eso otro” vibra en cada cuerpo de “Trastorno”, se deja entrever, se despliega y se repliega, pero late y bombea la sangre a la escena desde el cajón: sin él nada se reelaboraría, no habría revolución, revoluciones ni revelaciones posibles; se trataría de un eterno retorno sin elección, desprovisto de voluntad de vivir, una máquina de muerte, una máquina capitalista. Sin embargo ese faltante que el cajón indica, y que opera como como punto ciego de la escena es, en rigor, lo que la arma y a la vez queda por fuera de ella, es lo que la vuelve incompleta y al tiempo la organiza y vivifica: ese resto entre una cosa y otra, entre Ernesto y el busto de su padre sobre él, entre Silvia leyendo el periódico y el cuerpo de su abuela sobre ella, entre Rosario y su otra, Titi, que la atormenta solapada pero eficazmente, que la redefine, ese resto que no logra entrar realmente en los contactos físicos entre estos personajes, en las formas de ese contacto, y que por no poder actualizarse fuga o se manda a guardar al cajón; ese resto funciona como un pliegue, y apunta lo que de ese pliegue no puede ser revelado en la imagen, lo fallido de la imagen, y del imaginario. El cajón guarda “eso”. También hay pliegues entre Rosario, el actor, y Pompeyo Audivert, tres instancias de un fenómeno de recualificación propio de un trastorno. Entre Tití, la actriz, y Julieta Carrera en el mismo sentido, revelando una fricción, poniendo aire entre esos planos por momentos, y replegando otras veces “la cosa” inasible del pasaje entre ellos, que se filtra en escena o se drena al cajón, según la necesidad de la maquinaria en su proceso de descomposición y rehabilitación alterna. Pliegues entre Silvia y Tití, entre Ernesto y Juan Antonio, entre Juan Antonio y la abuela, entre el padre muerto y Arce, entre el piano de Rosario y el cello de Claudio Peña al borde de la escena, como pliegue sonoro que se repliega y se espesa. Pliegues que se juegan espacialmente, una música que emana de la “cajita” que es esa escena “living” pero que también se rodea de esa otra música del cello, venida de esa otra “cajita” que la sala del teatro es; pliegues entre el afuera de los jardines y el adentro de la biblioteca y las habitaciones virtualmente representados, y sin embargo consustanciales a la naturaleza claustrofóbica del espacio de la escena en el que se desarrolla la acción, un adentro que lo engulle todo, incluso la casa de Juan Antonio, que ya no vive en el trastorno de la casa materna, y que sin embargo vuelve allí, reincide una y otra vez, como se reincide en una adicción, hasta ser fagocitado nuevamente, y de su mujer “la sirvienta” cuya salida de la casa es y será eternamente fallida, en la medida en que termina re-tornando a su lugar de proveniencia en la cocina, sirviendo a la familia. Pero justamente estos dobleces, estas relaciones de contacto, de contigüidad, incluso de “secreto” entre personajes, cuerpos, objetos y espacios (y por qué no entre la escena y el público) que podrían pasar inadvertidos, mantener su carácter oculto o de fuera de campo, son aquí, por el contrario, los protagonistas: no importa lo que el pliegue repliega sino su movimiento de replegar, el movimiento que transustancia cualquier horizonte, cualquier afuera, en la hondura, en la densidad de la escena. Es que en el pliegue se abre la posibilidad de “otro”, “otro” en “este”, como lo que no entra, y que no se vuelve imagen ni lenguaje, pero que desde allí decide. En el mismo sentido, en un punto álgido de la trama se produce una operación espacial crucial que sella el pacto metafísico de la obra y delata la naturaleza específica del trastorno y del teatro: Rosario baja desde lo alto de la platea por las escaleras laterales, la vemos bajar iluminada, habla mientras baja y se dirige al escenario al encuentro de su hijo Juan Antonio. El recurso no es nuevo, pero sí su utilización y la precisión con la que se inscribe, tanto en términos del lugar que ocupa en el desarrollo sintagmático de los acontecimientos como del modo de desarrollarse y sus implicancias a nivel paradigmático. Al final de esa escena Rosario se dirige a público, sin mediación, y dice Si todo sale bien, mañana este asunto habrá terminado y podremos volver a vivir en paz”, y en ese momento comprendemos: ¿de dónde viene ese cuerpo que nos habla? ¿Cuál es su naturaleza, su estatuto? ¿Quién habla y a quién le habla? Ya no es Rosario, tampoco es Audivert, se trata más bien del “actor”, el actor como resto, como pliegue, como entidad venida de otro plano de pertenencia, como torcimiento de la identidad histórica en la identidad estructural. Ese “mañana” al que Rosario se refiere, repliega otros niveles de sentido, casi como si ella viniera del mañana, bajara las escaleras en una operación necesaria para el ingreso a esta dimensión, para el cambio de dimensión, y dejara traslucir su “actor” para contarnos, en clave, que “mañana” ya llegó y que “el asunto” no ha terminado. Rosario, la bailarina contrahecha de nuestra cajita de música, ha fugado fuera de sus márgenes, ha escapado a través de su ser actor, y aún así continúa se deslizándose y danzando en otra superficie, que ya no es el teatro. O mejor, que ya es el Teatro, como máquina de “averiguación metafísica”, tal como lo postula Pompeyo Audivert. Una máquina monstruosa capaz de arremeter contra sí misma con tal de producir un resto, un plano medio, un perfil, un sesgo por el cual finalmente no tanto descategorizarse, sino principalmente descategoriarse, y revelar así, cruelmente y sin velo, el artificio de la “categoría” o la categoría como artificio. Y no lo hace refiriéndose a ello, no lo hace conceptualizándolo, sino volviéndolo perceptible, haciéndolo entrar a lo posible de ser percibido, sentido y pensado, mediante un milagro formal dado por la especificidad de la operación teatral: artificio contra artificio, capaz de hacer sensible y experienciable “un otro” orden de mundo, insólito.

Artificio contra artificio, decimos: la máquina contra sí o la contramáquina que Audivert y Mangone ponen en juego, diversa de las máquinas a las que su estética nos ha acostumbrado, una máquina que se cuestiona a sí misma y se resiste, el punto de giro y el cumplimiento a la vez de una Obra, una rotura del engranaje que revela la hechura, que suelta el punto, que invierte el sentido del pliegue, no sólo respecto de nuestra argentinidad sino también, y especialmente, respecto del teatro, uno capaz de las múltiples, las más o menos autocomplacientes, formas del reflejo; pero también otro, capaz de trastornarlas, a todas y cada una de ellas, a riesgo de su propia muerte, para una vida propia, fuera de sí. Para encontrar lo más propio de una vida fuera de sí. He aquí una ética. Como dice Ernesto justo antes de su aniquiladora liberación, a veces El único objetivo decente alcanzable... es la muerte”.

A veces un cierto suicidio es necesario, hacerse de una libertad para morir como única forma de darnos una vida que vivir. No es de extrañar que en tiempos como los que corren trastornarse a tal punto sea la única decencia posible.

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Ficha técnico-artística

Autoría: Pompeyo Audivert

Sobre textos de: Florencio Sánchez

Actúan: Pompeyo Audivert, Julieta Carrera, Juan Manuel Correa, Pablo Diaz, Fernando Claudio Khabie, Fernando Naval, Ivana Zacharski

Diseño de vestuario: Julio Suárez

Diseño de escenografía: Pompeyo Audivert, Lucia Rabey

Diseño de luces: Leandra Rodríguez

Música original: Claudio Peña

Fotografía: Bernabé Rivarola

Asistencia de dirección: Marta Davico, Mónica Goizueta

Producción ejecutiva: Marta Davico, Mónica Goizueta

Dirección: Pompeyo Audivert, Andrés Mangone

 

Funciones: viernes y sábados a las 20 h, en el Centro Cultural de la Cooperación "Floreal Gorini" (Av. Corrientes 1543, CABA).