Traición a orillas del mar

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Traición a orillas del mar

05 Noviembre 2017

Por Martín Massad

Disfrutaba saber que el baúl del Torino estaba lleno de dólares y joyas. El robo había sido perfecto gracias a ella. Lo había planeado desde el primer momento que había entrado como cajera al Banco Nación de Necochea. A Ricardo lo había convencido después de compartir algo más de dos años juntos. Confiaba en él como en nadie. No era un tipo muy lúcido pero Graciela sabía que su fidelidad y su silencio serían irrompibles.

Sentada en el asiento del acompañante del Torino a orilla del mar, Graciela pensaba que iba a hacer con la guita. Viajar era su primer deseo. Desde muy chica había soñado con ir a Estados Unidos. Había visto todas las series de fines de los setenta y principios de los ochenta con su padre. Quería ir a San Francisco y recorrer sus calles, así se sentiría más cerca de su papá que había muerto con un cáncer fulminante hacia algo más de dos años. A su madre la había  prometido que le iba a comprar una casa en Montevideo para que estuviera cerca de sus hermanos. Con la fortuna que había en el baúl del auto podría cumplir esos dos sueños y muchos más.

 Ricardo era solo uno de los tantos hombres de su vida. No sentía nada en especial por él. Lo veía como a un hombre sin ambiciones que se conformaba con tener la cerrajería del mercado modelo de Necochea. Allí lo había conocido esa tarde en que se le rompió la llave de su departamento y lo llamó para poder entrar en su casa. Él logro destrabar la puerta y como gentileza no le cobró nada. Después inició su táctica para que Graciela le diera bola. La pasaba a buscar por el banco, la invitaba a cenar y a pasear los fines de semana. A ella le resultaba agradable y ante la monotonía de su vida había encontrado en Ricardo a un compañero.

En una de las tantas noches que habían salido a cenar, Graciela le contó que estaba agotada del trabajo como cajera del banco y que no soportaba la idea de seguir toda su vida contando plata ajena y ganando un sueldo. Tenía la impericia de torcer su destino y él tenía que ayudarla con su plan. Sin dar demasiadas vueltas le contó a Ricardo que tenía pensado robar algunas de las cajas de seguridad de la sucursal y que necesitaba de su oficio. A pesar de la cara de asombro de él, Graciela siguió con el relato sin que mediara una palabra de Ricardo.

-La puerta de entrada de la sucursal tiene una sola llave. Un juego lo tengo yo. Los fines de semana hacemos guardias por si dejan de funcionar los cajeros automáticos. El viernes antes de irme de la sucursal voy a trabar el cajero automático. El sábado a la mañana me van a llamar para que lo vaya a arreglar. Necesito que me hagas la segunda.

-¿Y cómo voy a entrar yo? Seguro que hay cámaras en el banco, preguntó Ricardo como si le idea le empezara a atraer.

- Cuándo yo no puedo solucionar el problema con el cajero, tengo que llamar a un técnico. Bueno, el técnico nunca va a llegar a la sucursal pero vas a llegar vos, dijo Graciela convencida de que el plan no tenía fisuras.

-¿Y no van a ver que yo no soy él técnico desde las cámaras?

-Para ese entonces las cámaras no van a tener señal, sentenció Graciela, se rio y alzo su copa de vino tinto.

El robo había sido un éxito pero Graciela, ya no quería dividir todo en partes iguales. El mayor riesgo lo había tomado ella, el banco era su trabajo y el lunes tenía que volver. A pesar de que Ricardo había cerrado las cajas de seguridad tan bien como estaban antes, llegaría el momento en que los dueños de las mismas las abrirían para no encontrar nada. Entonces empezarían las sospechas. Tal vez ella ya no estuviera más en el banco pero ¿y si seguía ahí?

Después de todo Ricardo solo había servido para abrir las cajas. Había sido solo un trabajo más en su rutina como cerrajero, pensaba Graciela, a medida que se iba dando más ánimo para decirle que solo le daría el dinero equivalente a su trabajo.

Los ánimos de codicia fueron tallando cada vez más profundo en la psiquis de Graciela al punto de pensar que ese infeliz que tenía al lado no era merecedor de nada. Un tipo sin ambiciones no merece ser parte de este atraco, lo mejor va a ser que me deshaga de él en lo inmediato. Entonces toda la guita y las joyas serán mías.

En el asiento de atrás del Torino había un matafuegos, Graciela se dio vuelta lo agarró y en un solo movimiento le pegó, con toda su fuerza, en la nuca a Ricardo que cayó sobre el volante mientas la bocina sonaba.

El mareo lo había dejado casi inconsciente, la bocina sonaba lejana en su cabeza. Se cayó para el costado mientras Graciela abría la puerta del acompañante y salía del Torino. Lo último que escuchó Ricardo antes de desmayarse fue la apertura del baúl del auto.

Aquella noche en el restaurante, cuando Graciela le contó su plan de robar las cajas de seguridad y que él estaba incluido, Ricardo se sintió importante por primera vez en su vida. Sabía que en gran parte dependía de él el éxito de la operación. Confiaba al cien por cien en su capacidad para abrir y cerrar la puerta de la bóveda y los cofres tan rápido que el asunto estaría resuelto en unos minutos, no más de veinte. Sabía que Graciela lo necesitaba y quería que lo necesitara. Robar el banco juntos significaba algo más. Quedaría sellado entre los dos un pacto, y esa confianza mutua era lo más parecido al amor que Ricardo sentía por Graciela. 

No pudo resistir ante su pedido y le dio el ok para la propuesta. Brindaron después para sellar el trato y con el entusiasmo él se animó a hacerle unas preguntas.

-¿Cuánta guita calculas que podremos sacar?, se lanzó Ricardo con un brillo desconocido en sus ojos.

-Calculo que rondará en tres palos de verdes y algunas joyas, contestó Graciela algo molesta

-Yo hago el laburo pero que quede claro que vamos a medias con todo.

Graciela asintió con la cabeza, no parecía muy convencida pero no podía echarse atrás.

Lo primero que hizo Ricardo cuando estacionó el Torino a orillas del mar fue prender un puro, darle la primera bocanada y tirar el humo. Se sentía aliviado. Se imaginó en una casa de campo muy grande, algo así como una estancia en la provincia de Buenos Aires. Allí estarían Graciela o los hijos que iban a tener juntos. Se alegró de no tener que ir más a la cerrajería. Se vio importante como un terrateniente, un hombre al cual nadie iba a poner bajo sus órdenes. De a ratos la miraba a Graciela a través de sus lentes negros, sonreía y sin decir nada le agradecía en silencio la oportunidad que le había dado.

Recorrió varios momentos desde que se habían conocido cuando ella lo fue a buscar para que le arregle la puerta de su departamento. Sintió la emoción de enamorarse de ella con el paso del tiempo. Ahora seguían juntos pero la vida les había cambiado para siempre, tenían el dinero suficiente para disfrutar de hacer lo que quisieran. Aunque no lo habían discutido Ricardo le diría a ella que dejara el banco para irse al campo, formar una familia lejos de Necochea y su vida anterior que lo había convertido en tipo desanimando. Disfrutarían estando juntos, viajarían y él la llevaría a cumplir su sueño de ir a San Francisco,

La miró de nuevo y estaba decidido a contarle todo lo que había pensado desde que habían parado a la orilla del mar. Era ese el momento de empezar una nueva vida juntos. Graciela se inclinó al asiento de atrás y en seguida Ricardo sintió el mazazo en su cabeza.

Sintió que la cabeza le explotaba y que la sangre le derramaba por dentro del cerebro y por fuera del cuero cabelludo. Sabía que nadie vendría a ayudarlo porque el Torino estaba estacionado lejos de cualquier barrio, casi en las afueras de Necochea. Se maldijo todo lo que pudo por haber entrado en el cuento de Graciela. Se acordó de sus amigos que le habían dicho mil veces que esa mina no era para él. Volvió a verse en el campo con su familia en una casa grande. Derramó algunas lágrimas, las pocas que le salieron antes de cerrar los ojos.

Su cuerpo quedó tirado, inconsciente sobre el pullover de Graciela en la parte de adelante del Torino con el baúl vacio y abierto.