Señas para entendernos en una sociedad hipermediatizada

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    Sociedad hiperconectada
    Ilustración: Gabriela Canteros
EN BUSCA DE LECTORES

Señas para entendernos en una sociedad hipermediatizada

23 Julio 2023

Dentro de una misma generación, en una sola vida, pasamos de no tener teléfono en la casa, del hecho de que tener o no teléfono incidiera en el valor de una propiedad, a estar comunicados 24/7 y a hacer de esa vinculación constante la esencia de nuestra necesidad.

El lechero dejaba en la puerta de calle las botellas de leche, botellas de vidrio grueso y marrón. Los hombres nos dábamos la mano para saludarnos, aunque fuéramos padre e hijo. La homosexualidad estaba prohibida, lo mismo que el divorcio: el amor era para toda la vida. En la plaza del barrio jugábamos al fútbol con los chicos de la villa que había a unas cuadras de casa. La televisión era en blanco y negro, y había solo cuatro canales (al mediodía se agregaba otro cuya señal llegaba de la ciudad de La Plata, y muchas veces había que mover la antena para verlo).

Las tesis universitarias se escribían en máquinas de escribir vetustas en las que un simple error de tipeo implicaba un auténtico dolor de cabeza, hoy cada párrafo está sospechado de haber sido pergeñado por un algoritmo que rescata del océano de la información el dato requerido, y si bien todavía no tiene gracia, sin duda lo logra de un modo mucho mas veloz que nuestro cerebro. Todo el pasado y sus muertos fueron barridos por la tempestad de la modernización.

Hoy, tenemos infinitas ofertas de programación televisiva y te podés divorciar casi antes de haberte casado. La eternidad dura lo que dura un chasquido de dedos. Ni siquiera la luz de las estrellas se mantiene igual. Gran parte de nuestra vida se ha vuelto más liberal, pero lo que se liberó, lo que se desencadenó, nos ha hecho más solitarios. Seres en soledad acompañados y ansiosos de compañía y de likes.

Lo que constato en las redes es que tengo cientos de “amigos” poetas, escritores, ensayistas, yo mismo entre ellos. Pareciera que en este momento histórico hay más escritores que lectores, más personas con ganas de compartir sus ideas y sus fantasías que de dejarse llevar por las fantasías de otros, lo que no solo es un contrasentido, también es un índice de nuestro narcisismo y nuestro egocentrismo. Tal vez estos términos sean muy duros e injustos.

Si yo soy ensayista (¿lo soy? Me considero, más bien, un reseñador de libros), cualquiera o casi cualquiera puede serlo, solo hay que sentarse y dejar que los dedos hagan su trabajo. En nuestra sociedad hiperproductivista, nada más peligroso que un lector auténtico: no sirve para nada, no produce nada, es solo un adicto que lo único que quiere es estar solo y leer. Que nadie lo moleste. Con la tele apagada. Con el teléfono apagado (que sigamos llamando “teléfono” a un aparato que usamos para muchísimas cosas, menos para hablar por teléfono, es todo un síntoma). Este personaje, para bien y para mal, ya no existe.

Si tiene razón mi editor español, y “aquí en Madrid la vida de un libro dura tres meses, luego lo reemplaza otra novedad“, es lógico que necesitemos más escritores. Si no existieran, habría que inventar un algoritmo que los produjera. Como solía repetir el viejo Jorge Luis Borges, preferiría ser un lector más que un escritor, solo que el lector no tiene entidad social, si es que tiene algún tipo de existencia o reconocimiento. ¿De qué vive un lector, si no es de dar clases o pergeñar reseñas? Seguramente, Roberto Bolaño decía la verdad cuando declaraba que “escribir no es normal. Lo normal es leer y lo placentero es leer. Escribir es un ejercicio de masoquismo”. Pero confesaba esto en la sociedad premediática de fines de siglo pasado, esencialmente diferente a la nuestra.

En nuestra sociedad hiperproductivista, nada más peligroso que un lector auténtico.

Nosotros somos masoquistas obsesionados con el hedonismo. Igual, presiento que el verdadero síntoma de la época radica en la metamorfosis que sufrió el lector: de ser un aventurero en búsqueda de lo extraño, aun a riesgo de perder su razón (recordemos al pobre don Quijote), nos volvimos conservadores que deseamos ser confirmados en lo que ya sabemos. No sé si es culpa del periodismo o por la lógica misma de los vínculos virtuales (es raro que entre todes mis miles de amigues virtuales no haya ni un personaje que no sea progresista), lo cierto es que al que opina distinto lo cancelamos sin derecho a réplica. No tenemos tiempo que perder (aunque tampoco sepamos para qué queremos ganar tiempo).

La diferencia entre lo que leemos y escuchamos, y lo que creemos y sabemos, debe ser mínima o nula. Mejor, que no haya diferencias. De cualquier forma, el lector me parece un ser más o menos generoso que entrega su tiempo y su atención a otro, mientras que el escritor, en el fondo, se mira a sí mismo escondido detrás de cada letra que teclea. Esto no es lo peor. Peor es que el escritor, en las condiciones actuales de su reproducción, está obligado a escribir para complacer a su lector. No quiere discutir con él, no quiere (tal vez ni le interesa) que el lector se interrogue sobre sí mismo, porque quizás esa interrogación lo lleve a dejar de leer, a que la lectura lo perturbe o aburra, y que de esa perturbación se escape pensando que el escritor es un idiota, y él, un tipo cool y reflexivo. Frente a este horizonte, el escritor prefiere confirmar al lector en sus prejuicios, aunque sea al costo de su inteligencia y sus dudas. Necesitamos ser queridos.

La estructura conversacional de nuestra sociedad, el vínculo elemental a partir del cual nos relacionamos con los/as otros/as, es el siguiente: alguien le cuenta algo al otro/a, y el otro/a le retruca contándole algo de sí mismo. Vos me contás que te vas de vacaciones a tal lugar, y yo te respondo que nunca fui ahí, aunque estuve cerca alguna vez, y te cuento una anécdota de ese viaje. Yo te cuento que mi pareja me engañó con otra/o, y vos me respondés que te pasó algo parecido con la anteúltima pareja que tuviste. Un monólogo colectivo en el que lo único que importa es lo que le pasa a uno/a, y lo que le ocurre al otro/a es tan solo un incentivo para contar algo de lo que nos pasó a nosotros, venga o no venga al caso. Esto es flagrante en los posteos en las redes, pero también es abrumador en los diálogos cara a cara. Lo único que importa soy yo. Cada uno/a cree que al otra/o lo único que debería importarle es lo que le pasa a uno/a. Tal vez esta mutación en la estructura de la charla se deba a las redes, pero no vamos a estar responsabilizando a un dispositivo de lo que hacemos nosotros, inconscientemente. Ningún gesto, ninguna palabra, ni ningún silencio son inocentes.

*Por decisión del autor, este artículo contiene lenguaje inclusivo.