Revisar la prensa es revisar la historia

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Revisar la prensa es revisar la historia

28 Agosto 2016

Por Karina Bonifatti

Basta recordar las palabras de José María Rosa sobre el golpe a Manuel Dorrego (1828): "Al representante británico le bastaba alentar la libertad de prensa que enconaría las pasiones y trastocaba las cosas"; o la frase de Napoleón al llegar al Consulado (1799): "Si suelto las riendas de la prensa, no me sostendré tres meses en el poder", para convencerse de cuánta revisión merece la prensa periódica. Porque hemos aprendido mucho de las construcciones historiográficas, desde la fundadora liberal, con Mitre a la cabeza, hasta el revisionismo que en el siglo XX vino a poner en su lugar hechos cruciales que la primera había ocultado o tergiversado, y que hoy prospera por nuevas vías; pero ¿qué hay de las construcciones periodísticas? Porque es claro que muchos procedimientos que se suponen actuales en la prensa son actualizaciones de recursos aplicados durante décadas (nada más nuevo que diario del siglo anterior). Y como pienso que el revisionismo debió haber rescatado muchas experiencias periodísticas originales que la historiografía liberal silenció o descuidó, antes de dar a conocer un material reveladoramente vigente de Evaristo Carriego (1828-1908, abuelo del famoso poeta de Palermo), me permití consultar a una voz autorizada por su trabajo con la historia de casi una vida (http://hugochumbita.com.ar/index.php/casi-una-vida).

La noche del martes 23 de agosto el teléfono sonó en un hotel de La Pampa, donde Hugo Chumbita estaba gestionando la pre-producción del musical que escribió y proyecta llevar al cine: la Opereta de los bandoleros (Vairoleto, Peralta y Zamacola). Me dio su opinión sobre el revisionismo histórico y los antecedentes de la figura de José María Rosa:

En casi todos los países hay corrientes revisionistas e incluso se habla de revisionismo en teorías, no solo relatos históricos, sino en concepciones sociológicas. Pero entre nosotros, en Argentina, el revisionismo es algo muy concreto: es la contestación a una historia oficial, oficializada en la época de la generación del 80, que fue muy fuertemente impregnada en todo el aparato educativo. Esa corriente revisionista empieza desde los propios historiadores liberales, como Saldías, o el mismo Alberdi, para desde su concepción liberal contestar la versión de los vencedores de Pavón (1861).

Antes de Pepe Rosa hay un revisionismo hispanista, nacionalista, ultra católico, que en definitiva es como el reverso de la historia oficial, yéndose a una interpretación completamente simétrica, digamos, para ser claros. Pero esa versión rápidamente fue superada, incluso en los años 30, con FORJA, luego con Jauretche, Scalabrini Ortiz, Pereyra, historiadores que venían del radicalismo, donde empieza en realidad el revisionismo más democrático, popular.

¿Cómo funciona, en este sistema que estás describiendo, la escritura de Tulio Halperín Donghi?, le pregunté, recordando un artículo de 1959, “Para una imagen revisionista de la Revolución de Mayo” (publicado en el nº 13 de la revista Centro, del Centro de Estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras), donde Halperín Donghi dice que el revisionismo parece estar advirtiendo “las consecuencias de su casi exclusiva preocupación por la figura y la época de Rosas”, y tras diagnosticar que “luego de años de esfuerzos no está aún en condiciones de ofrecer una imagen renovada y total de la historia argentina, sino tan sólo correcciones a la imagen tradicional”, afirma que “una necesidad interna –aparte otros estímulos ajenos a la curiosidad histórica– está entonces llevando al revisionismo a interesarse cada vez con mayor frecuencia en otras etapas del pasado nacional”.

Halperín Donghi empieza siendo una especie de revisionista tibio; él desmitifica algunas cosas de la historia tradicional cuidando de no antagonizar demasiado con la concepción liberal. Pero en los escritos juveniles de Halperín Donghi hay una denuncia muy interesante de lo que se puede llamar el neocolonialismo. Sin duda, el rosismo es el primer gran debate histórico, si Rosas sí, si Rosas no... Luego los caudillos federales, Facundo, revisar el Facundo, los otros caudillos del interior... Pero después esto termina convirtiéndose en un debate sobre el peronismo. En definitiva, la polémica se agudiza y se enciende cuando el peronismo de alguna manera plantea una tímida revisión, en el primer peronismo, de la historia liberal, y aparece enfrente la famosa línea Mayo-Caseros, que se propone como fundamento histórico del antiperonismo.

La figura de Mariano Moreno es muy interesante en ese esquema, porque queda de los dos lados…

Moreno es tironeado; por un lado, por la versión liberal, que intenta convertirlo en el precursor del librecambio y de la concepción de la generación del 80; pero frente a eso después aparece el revisionismo más popular y/o de izquierda, que son dos vertientes diferentes, pero que coinciden en muchos aspectos, que rescata a Moreno como un precursor de la defensa de un Estado dirigista, una posición antiimperialista, que en su momento aparece en algunos términos del Plan de Operaciones y en otros escritos de Moreno que son la base de una re-revisión de Moreno.

Me acordé de pronto del Congreso de Revisionismo Histórico que se hizo en 2013 en el Hotel Savoy, al que vinieron historiadores de todas partes de América: Uruguay, Brasil, Venezuela, Chile, Cuba, Perú y México, y era novedad el hallazgo de un documento sobre San Martín y Bolívar en Guayaquil (la entrevista que tuvo lugar el 26 de julio de 1822, en dos encuentros de una hora, y al día siguiente en uno de cuatro horas: era la primera vez que se veían). Chumbita había escrito sobre el tema una nota el 2 de marzo de 2014, en Miradas al Sur (año 7, nº 302), que empezaba así: “El 29 de julio de 1822, el secretario de Simón Bolívar, general José Gabriel Pérez, dirigió una comunicación ‘reservada’ al general Sucre, dándole cuenta de lo tratado en Guayaquil con el Protector del Perú, José de San Martín. El original de la carta se perdió, pero el libro donde quedó copiada fue hallado el año pasado por el investigador colombiano Armando Martínez, en el Archivo Nacional de Ecuador. Este descubrimiento viene a descalificar la versión de Sarmiento y de Mitre sobre el encuentro de Guayaquil, así como la posición asumida por la Academia Nacional de la Historia de la Argentina, contribuyendo a remover uno de los mitos de la vieja historiografía oficial en nuestro país”. Me pareció apropiado recordárselo…

¡Sí, claro! Fue el descubrimiento de la autenticidad de una carta que demuestra la coincidencia básica entre San Martín y Bolívar, que Bolívar enfatiza a pesar de ciertas diferencias formales. Pero es muy interesante también, vale la pena señalarlo, que ese Congreso de Revisionismo, si bien no tuvo quizá toda la magnitud que podría haber alcanzado, fue muy importante porque por primera vez se reunieron las posiciones revisionistas de los países sudamericanos; donde en Venezuela, y en otros países de Sudamérica, incluso en Chile, hay algunas corrientes coincidentes con el revisionismo argentino.

Así como hubo en la Argentina una corriente revisionista de la escritura de la historia, ¿existió algo similar sobre la prensa periódica del siglo XIX, es decir, una escritura de divulgación que muestre textos en detalle y los analice para el público no especializado?

Me parece que es un área poco explorada la de ese periodismo, donde vos incluso has estado trabajando con algunos personajes claves, y algo se ha publicado… se ha publicado el periodismo de los opositores a la Guerra de la Triple Alianza, de José Hernández, de Guido Spano, de Navarro Viola, pero hay mucho más, claro, porque el periodismo además en esa época tiene un enorme volumen. ¡Son como armas arrojadizas, lanzadas al combate político! De ahí incluso la fuerza, el vigor que tienen esos textos, muy polémicos, esa pluma encendida. Esta es otra tarea pendiente, la de revisar esa obra; por ejemplo la obra completa de José Hernández, que falta recopilar, porque exige buscar todos esos textos dispersos en los periódicos. Y de otros, que escribieron libros pero además toda la vida dedicaron una gran parte de su trabajo al periodismo, ¡autores importantes! Eso es algo que, yo creo, está faltando.

La prensa es la primera versión de la historia, por eso merece revisión.

Un caso del siglo XIX: en 1830, el periódico de Luis Pérez El Torito de los Muchachos (n° 3 y otros) deja bien en claro quiénes fueron los responsables del fusilamiento de Dorrego, aunque no consigne sus nombres y apellidos. No lo hace, en parte, por cuestiones legales: darlos en letra de molde podía impedir que circulara la información, pues daría lugar a la suspensión del periódico; en parte, por una cuestión lógica: en la política actual leemos el Cabezón, el Pingüino, el Innombrable, la Gorda o la Yegua sabiendo quiénes son; en el siglo XIX era igual, salvo que hoy casi nadie sabe quiénes eran el Escuerzo, el Boticario, el Clérigo Tuerto, el Pájaro Niño o la Gran Bestia; pero en la Buenos Aires de 1830 se sabía perfectamente: Bernardino Rivadavia, Salvador María Del Carril, Julián Segundo de Agüero, Juan Cruz Varela (o Valentín Gómez) y Martín Rodríguez. Va a haber que esperar más de un siglo para que la historiografía se haga cargo de la verdad de este hecho histórico, cuando Rodolfo Ortega Peña (otro asesinado) escriba el libro El asesinato de Dorrego; pero la verdad ya estaba publicada… a un año del fusilamiento.

Un caso del siglo XX: la confrontación entre operadores periodísticos y periodismo militante (concepto acuñado por Rodolfo Walsh en Mar del Plata el 7 de junio de 1971) muestra cómo se van sofisticando las técnicas del siglo XIX al XX. Por ejemplo, del lado de la resistencia, en la continuidad que cobra el uso de un lenguaje popular, codificado y visible, como fue el de la tauromaquia y el verso gauchesco de Luis Pérez en 1830, mediante el uso del género policial o de la jerga parroquiana de bar en Rodolfo Walsh, por ejemplo cuando le contesta a Chirusi, enviado especial de Clarín a Cuba en 1960 (a un año de la Revolución Cubana), que escribe contra la revolución y citando como slogan político (entre otros como “Patria o Muerte” y “Venceremos”) la frase “No te fíes… de un extraño”. Esa nota, que Walsh titula “Nunca te fíes… de un enviado especial”, publicada en la revista Che, revela que la frase no era un slogan político, como había afirmado el periodista de Clarín, sino la publicidad de una película… y así termina Walsh su nota: “Contate otra, viejo, esa ya la vimos”.

El diario Los Castigos (escrito casi íntegramente contra el gobierno de Avellaneda) salió a la calle el 1° de septiembre de 1879, justo el día que Sarmiento asumía como ministro del Interior. El editorial del n° 1, firmado por Evaristo Carriego, da cuenta del nombre y el propósito del diario: “No declaramos guerra al oficio, que cada cual viva como pueda”, reconoce; “¿a quiénes se la declaramos entonces? Podríamos contestar con las palabras de Jenserico: aquellos contra quienes Dios está irritado”. Y enumera: “a la hipocresía, esa máscara del pícaro”; “a la intriga, esa fuerza del débil”; “a la mentira, ese derecho del vicio”; y remata la enumeración (que es más larga) con un elemento muy poco visto hoy, pero fundamental: “a los ciudadanos que trafican infamemente con sus convicciones”. Acá empieza una pieza de inestimable valor, considerando que deja respirar lo que se está viviendo en esos meses: la matanza de la mal llamada "Conquista del Desierto", cuya descripción bien podría aplicarse a las tribulaciones del país de hoy:

"…pero hay días de impunidad para los bribones poderosos, épocas en que, embotado, por decirlo así, el sentimiento de la justicia, desaparecen todas las barreras puestas delante de los grandes culpables. Creemos llegar en un momento de eclipse para la razón pública, en uno de esos momentos de criminal tolerancia, en que apagadas las voces de la conciencia social, en medio de las algazaras del vicio poderoso y triunfante, ya no queda ningún estorbo que oponer a la desvergüenza. Los Castigos tienen un lugar oportuno en medio de estos infames envilecimientos, vengarán al mérito desconocido, á la honradez olvidada, al patriotismo calumniado, a la verdad perseguida, a la justicia hollada, al derecho pisoteado, al principio de la soberanía popular sustituido por una burla."

Había dicho Alsina –ministro de Guerra hasta que muere en 1877–: “el plan del Poder ejecutivo es contra el desierto para poblarlo y no contra los indios para destruirlos”. Para Roca, que lo reemplazó en esa cartera, la única solución era exterminarlos. En octubre de 1878 (un año antes que salga Los Castigos) se había sancionado la ley para llevar a cabo el exterminio: la 947; desde diciembre los ataques a los indios se hacen sistemáticos; los caciques son confinados en la prisión de Martín García; en abril de 1879 comienza la segunda ola de ataques; Roca vuelve en junio; las divisiones se suceden, la quinta marcha al mando de Hilario Lagos… Por ahora, como contexto de lectura de este diario, la recuperación de estos nombres y estas vicisitudes da una idea de la “actualidad” que construye el periodista Evaristo Carriego cuando se está tramando el progreso a fuerza de crímenes para tender las vías ferroviarias más extensas de Latinoamérica, trazar caminos y establecer redes telegráficas sobre el desierto abortado de indios.

Al año siguiente, cuando Roca represente una alternativa al mitrismo, Carriego escribirá en Buenos Aires otro diario: Las Provincias (“¿Por qué este título? Porque es el que mejor responde a nuestros intentos. Porque las provincias necesitan un órgano de publicidad aquí […]. Donde se reflejan todas las esperanzas de la Nación. Donde la prensa ejerce un poder inmenso”); pero cuando esta causa deje de valerle, escribirá contra Roca. Lo mismo le había pasado al comienzo de su carrera periodística al escribir a favor de Urquiza y después en contra. Así explica su diferencia de posiciones, fundamento que también podrían muchos votantes pensar hoy como propio:

"Se dice que yo no tengo derecho a denigrar a Urquiza por haber sido uno de los que han contribuido a ensalzar su nombre en otra época. ¡Ocurrencia graciosa! ¡De modo que el elogio es una especie compromiso solemne que ya no se puede revocar nunca! ¿Y quién se ha comprometido alguna vez a semejante apostasía de la razón y de la conciencia? ¿Quién ha jurado en alguna ocasión la eternidad del afecto más allá de la perfidia y del crimen? De modo que si a uno lo engañan, que si uno se equivoca, que si uno cede al entusiasmo de una grandeza que le pareció por un momento legítima, ¡ya no hay medio para rectificarse, ya no hay más que poner punto en boca para siempre! ¿Y cómo se haría la verdad, si debiera quedar el yerro sin corregirse? ¿Cómo sería posible el criterio si no se pudiera rectificar el juicio? De modo que si uno elogia hoy a un hombre a quien cree honrado, mañana cuando muestre lo que es ¿ya uno no podrá decirle que es pícaro? Pues lúcido andaría el sentido moral de la humanidad si tal sucediese. No, nadie se ha comprometido a ser consecuente con quien no lo es. El afecto acaba donde principia la deslealtad."

Y sigue, en Antecedentes para el proceso del tirano de Entre Ríos Justo José de Urquiza (colección de artículos publicados en el Pueblo, Buenos Aires, Imprenta Republicana, 1867).

En su editorial del 1º de diciembre de 1880, en Las Provincias, es preciso detenerse en el tercer subtítulo: “Los escollos del oficio”, tanto por su vigencia como por su sagacidad en la reflexión. Tras hacer preguntas sobre algunas dificultades (las “resistencias que naturalmente oponen los intereses perjudicados, o las opiniones contrariadas”), como guiando al lector, se pregunta cómo es posible que aun con todo lo que acaba de decir pueda quererse escribir un nuevo diario; entonces afirma:
Somos de aquellos hombres que jamás retroceden ante ninguna dificultad, y a quienes, por el contrario, irritan y estimulan los mismos inconvenientes.

Hemos venido a la prensa para hacernos escuchar, y el país no está sordo. Ha de oír nuestra voz, porque es la voz de sus intereses.

Y en “Las explotaciones de la mentira” del nº 2, revela Carriego los típicos mecanismos de la prensa para dirigir a la opinión pública:

"No es difícil explotar con ventaja los entusiasmos irreflexivos, pero sinceros, de las multitudes. (…) Y como el pueblo paga siempre caros esos ingenuos enternecimientos, resulta que tales palabras no son comúnmente más que un cebo puesto por la ambición o la hipocresía.

Hay aquí, al frente de la prensa, músicos que tocan diferentes instrumentos.

Unos el tambor, para echar llamada a los resabiados del último bochinche sentimental.

Otros el clarín, para anunciar que los federales han tomado por asalto las más encumbradas y lucrativas posiciones de la sociedad.

Otros el arpa, para llorar como los profetas bíblicos, a orillas de los ríos extranjeros, la ignominiosa esclavitud de la patria.

Del fondo de este extraño concierto, como del fondo del infierno, salen toda clase de gritos: iras, maldiciones, quejas, lamentos.

¿Quién escucha esta orquesta?

Un pueblo engañado y sacrificado vilmente."

En fin, se trata de desnaturalizar los lenguajes de ese concierto y analizar su funcionamiento; porque la prensa jamás los problematiza, ya que de hacerlo quedaría expuesta a sus propios procedimientos, el primero de los cuales es simular su condición de construcción (¿relato?). Sin ir más lejos, el primer periódico regular del que hay constancia histórica, Últimas Noticias (Nieuwe Tijdingen), de Amberes, ya trataba de influir en el lector al informar en 1605 sobre el descubrimiento de América y las guerras en Europa; y fue desde el principio un arma de combate en función de las manos que lo controlaran.

Pero el país no está sordo. Ni mudo. Además de las voces “orquestadas”, en todas las épocas hubo y habrá discrepancia y resistencia a ese concierto de lenguajes unificados, por más que “la memoria y sus mañas de vieja tramposa” (como la definió Paco Urondo en su poema Como bola sin manija en 1959, nº 14 de revista Centro) haga olvidar a muchos, por épocas, que no hay verdad que no sea política ni pueblo que pueda ser educado sin despojo de su soberanía cuando se intenta instruirlo desde criterios liberales: es decir, sin dar por sentada su emancipación intelectual.