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24 Marzo 2019

Ilustración: Leo Olivera

Por Javier Tucci
 

Había pasado media hora de la medianoche del 17 de octubre de 2009 y el semblante de Jorge, un musiquero pelirrojo ambulante oriundo de un pueblo pampeano, volvía a acomodarse de a poco.

¿Qué carajo había pasado?

Jorge estaba mudo, loco, pálido, estupefacto, sucio, alucinado, odioso. Su estado se debía a que pasadita la medianoche se había topado con un tipo de unos 55 años, menudo, morocho de rulos, muy dientudo y sin un par de sus piezas dentales, de no más de un metro sesenta y cinco de estatura. El quía se encontraba a mitad de cuadra entre las calles 57 y 2 de la ciudad de La Plata, sobre el capó de un taxi Fiat Duna junto a otro flaco, narigueteando y saboreando una cerveza.

El “Colo”, como le decían a Jorge, había llegado al lugar para respirar un poco del aire que desprendían los poros de árboles añejos, cuando se cruzó con estos personajes. Intercambiaron una mirada y nada más. Luego Jorge entró al reducto en el que estaban tocando unas bandas y se dirigió a la barra para ordenar un vaso de cebada trasnochada. Al virar hacia donde se encontraban unos amigos y otros ocasionales trashumantes, aquellas miradas que se entrecruzaron en la acera, se transformaron en palabras, teniendo en cuenta que el tachero colifa esbozó:

-¡Eh pibe, qué buena fiesta!

-Sí, la verdad que sí, le contestó Jorge.

-Es un ambiente sano, con pibes que se emborrachan y nada más, no andan haciendo quilombo, ni subvirtiendo el orden.

El “subvirtiendo el orden” había dejado helado al pelirrojo. No eran palabras de un tachero cocainómano, totalmente roto y mal parado de su edad. Había algo más…

-¿Cómo es eso de subvertir el orden? Le arrojó el pampeano.

-Claro pibe, te voy a confesar algo- le balbuceaba entre una baba filosa que le chorreba la chomba gris que llevaba puesta y un aroma mezcla a cigarro negro, cerveza y merca de la mala- “Yo soy el Perro, así me decían en los setenta cuando tenía que ir a apretar a los subversivos”.

El cuerpo de Jorge temblaba, comenzaba a debilitarse, empero, abrió la puerta hacia la dimensión de su fuerza interior subversiva para seguir escuchando el relato aberrante de aquel hijo de yuta que le hablaba de lo bien que la estaba pasando en un ambiente sano y, a su vez, le escupía con total impunidad su pasado sin condena.

-Te cuento… Mirá, yo estaba en el portaviones 25 de Mayo (hoy chatarra) en la Base Naval Puerto Belgrano cuando me mandaban a rastrillar o reventar un par de casas ¿Sabés quién es Aztiz? Él estaba casi siempre a mi cargo y una noche nos mandó a realizar unos trabajitos.


En el primer hogar que nos metimos se encontraba una madre y sus cinco chiquitos. Fue ahí cuando le dije al ángel blanco que no lo podía hacer, que no podía lastimar, menos matar a esa familia. “Dale cagón, tirá”, me dijo. Sin hacerle caso, y exponiendo que al que debíamos chupar (que era el padre de esos chicos) no se encontraba en el lugar, bajé el fal y me puso la nueve en la cien. Sin pensarlo tomé el fal y se lo coloqué rápidamente en la garganta y le susurré al oído “no voy a matar a nadie, venimos a buscar al malo y acá no está”.

Al principio de la charla, Jorge pensaba que todo era una mera  confusión, hasta había maniqueado con que podía tratarse de un colifa que se había piantado de Melchor Romero al que le gustaba improvisar historias o algo por el estilo.

Pero la conversación fue subiendo de tono…

La bronca, ira, impotencia, la adrenalina al palo, comenzaron a debilitar el cuerpo de Jorge. Sólo lo auditivo de la escena seguía en pie. Su presión estaba por el piso, el semblante también.

-¡Dejé a mi compañero solo che!

Jorge sólo asentía con su cabeza, mientras las tripas le chillaban, la mente se le retorcía y, al mismo tiempo, evitaba acercarse a la parrilla del lugar y extraer un cuchillo o algún tridente de los chorizos para incrustárselo en medio del corazón delator, porque al final, el tachero había desentrañado su identidad reprimida y siniestra.

-Te dejo pibe… Ah, ¡Si nosotros volviéramos jajajajajaja! Salud

Jorge se acomodó junto a un cantero del que asomaban unas plantas extrañas, casi exóticas. Pálido, derrotado, sacó de su bolso un cuaderno y un lápiz, de esos que el tiempo demuestra que son fieles y están para acompañar siempre, y salió corriendo hacia la vereda. Una vez en la acera, siguiendo sigilosamente su mirada para todos los costados por si alguien lo pudiera observar, se acercó al taxi, aquel Fiat Duna negro y anotó la patente DVI 460.