Chorizombilandia #3: El Placero

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Chorizombilandia #3: El Placero

07 Octubre 2017

Por Facundo Solfa

Ilustración: Leo Sudaka

Todavía no eran las ocho de la mañana cuando El Placero salió por la puerta de servicio de la municipalidad y cruzó hacia la plaza empujando su carro de limpieza. Afuera del colegio, un preceptor y un grupo de chicos de secundaria fumaban a las apuradas antes de la hora de entrar. Enfrente de ellos, en uno de los bancos de la plaza, estaba Martín. Se acercó a saludarlo, suponiendo que estaría esperando que abriera el banco para ir a cobrar la jubilación. Su amigo no le prestó mucha atención. Estaba más bien ocupado en perseguir las piernas desnudas bajo las polleras de las colegialas, que llegaban al colegio apuradas por el frío y la inminencia del inicio de las clases.

            –¿Cómo va la cosa? –Saludó finalmente Martín cuando los estudiantes entraron al colegio.

            –Y, tirando. Ya no hay mucho que hacer acá en la plaza –Le respondió mecánicamente. –¿Vos? –“Viejo pajero”, añadió para sus adentros.

            –También, esperando nomás. ¿No hay caso con los árboles? –Preguntó, y levantó la cabeza hacia las ramas deshojadas de la arboleda.

            –No hay caso –corroboró El Placero –Están todos muertos, en cualquier momento van a venir a cortarlos. Yo les digo que por lo menos los dejen así, sino queda muy vacía la plaza.

            –Bueno, por lo menos ya no tenés que barrer las hojas.

Hablaron un rato más de banalidades, hasta que abrió el banco y Martín se fue. El Placero entonces agarró la escoba y empezó a barrer la vereda. Martín tenía razón, desde que la epidemia de viejos meones había secado los árboles, él tenía mucho menos trabajo. Había hecho varios intentos por recuperar la arboleda, pero había sido en vano. En parte se sentía un poco culpable: si hubiera sido más joven, o si no hubiera sido por el toque de queda, habría podido espantar a los viejos. Cuando la plaga recién había empezado, se había esmerado por correrlos. Pero no daba a basto, y cada mañana, al llegar a la plaza, se encontraba con más árboles meados durante la noche anterior.

Terminó de barrer y empezó a limpiar los bancos. Tampoco le llevó mucho tiempo, con la muerte de los árboles las palomas se habían ido a anidar a otra parte y ya no había tanta mierda de pájaro como antes. Se dedicó entonces a juntar los soretes de los perros que cagaban en el pasto, y dejó para lo último la limpieza de la estatua de Don Ricardo Haramboure, que había vuelto a ser graffitteada por los estudiantes.          

Para las once de la mañana ya había dejado la plaza reluciente, y se preparaba para descansar un rato, cuando vio pasar a un viejo. La mirada del Placero apuntó directamente a la bragueta y detectó algunas gotitas de pis. Miró hacia la dirección desde la que venía el viejo, tratando de encontrar dónde había meado. Revisó hasta que descubrió un charco de meada al pie de un pino reseco.

Estaba por limpiar la meada, pero una punzada a la altura de la vejiga lo dejó inmóvil. Sintió urgencia por mear, aunque no tenía realmente ganas. Era más un instinto que una necesidad fisiológica. Dio unos pasos rodeando el pino y se paró con las piernas abiertas del lado contrario al que había meado el viejo. Miró hacia ambos lados con pudor de principiante, vigilando que ninguna de las personas que pasaban se fijara en él. Cuando estuvo seguro de que nadie lo miraba, sacó el pito y empezó a mear.