Café Ibiza o El Ruso

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Café Ibiza o El Ruso

30 Septiembre 2018

Por Tomás Borgo

 

Los hechos políticos están atravesados por circunstancias desatendidas por los analistas.  Fenómenos inexplicables, identidades truncas, accidentes, aparentes casualidades. Estamos, también, los incansables buscadores de teorías conspirativas, mal llamados conspiradores. Por mi parte, me siento un desentrañador de analogías y casualidades históricas. Un curioso, un buscavidas, un mirón. Un observador de las sutilezas que se camuflan entre los infinitos pliegues de toda acción.

El inalcanzable rumor que corre entorno a Café Ibiza se fue ramificando por el apacible barrio de Olivos con una lentitud subterranea[1]. Pienso en Jorge, antiguo mozo del lugar. Todos recuerdan su cara, más bien su expresión, el momento del hechizo, “de la magia justicialista”, como le gusta decir a “El Ruso” cuando cuenta estas historias. El Ruso es de aquellos en los que se puede confiar el sentido de las palabras. Su lenguaje preciso, auténtico y su honestidad intelectual generan admiración en los compañeros. El Ruso es el encargado de Café Ibiza hace 15 años. En su época de mesero se destacaba por llevar hasta 8 platos con total elegancia. Jorge es un ex empleado que tuvo un paso fugaz por la antigua cafetería y es recordado, sobretodo, por su expresión cuando la Señorita Regales le pidió una lágrima aquella tarde.

“No se la puedo servir, Graciela”, le dijo.  “Es algo que no me incumbe a mi, ni a usted, vaya a saber uno a quién”, atinó a decir de manera confusa Jorge girando su cabeza hacia la Avenida Maipú, buscando una complicidad divina pero sólo vio pasar el 152: Olivos-La Boca. Aunque él en parte descreía de ese rumor injustificado que comenzaba a escuchar puertas adentro como empleado de aquel restaurante- o confitería- de escaso atractivo e inaudita sobrevivencia, el hecho de que sea su querida profesora del secundario lo hizo dudar. De todas maneras, al ver la mueca de no entender que ponía Graciela, sus cejas arqueadas, una risa medio burlona asomando que derivó en un: “Cómo decís Jorgito?”, no pudo contener su espíritu diligente. Su concepción de buen servicio relampagueó en su subconciencia y todo su cuerpo reaccionó como debería reaccionar un buen mesero. Y así el recuerdo de ese rumor injustificado junto a su breve angustia culposa sucumbieron ante el pedido del cliente y todo ese torbellino se materializó en un “Perdón, Graciela. Sí, en seguida”.

Luego, el clima se pone un poco más serio por su misticidad y suelen tomar las riendas de la narración los empleados más antiguos del café. La gran mayoría, al narrar el clímax, utilizan la palabra caos, generalmente acompañada de la palabra total. La transitada esquina del centro comercial del barrio fue un nido de ambulancias y patrulleros. Observadores: natos, entrometidos, filántropos, indignados, nómades y sedentarios; conductores: preocupados, despreocupados; clientes: gritos, pulsaciones elevadas, tragedia y llanto.

Graciela terminaba su fina lágrima sentada en la mesa 15, la única a la cual alcanzaba la luz del sol. Acompañada de su amiga, a la cual le hablaba de “la yegua”. “Hay que bajarla”, le decía. “Aprovechar que ahora tiene todo el campo en contra, es el momento para librarnos de una vez por todas de toda esta manga de corruptos, ladrones, mentirosos, sin vergüenzas, vagos-planeros, kukarachas, negros de mierda…”. De repente su cara giró y apenas llego a asustarse y a levantar sus brazos mecánicamente inútiles para cubrirse de la parrilla de aquel 504 beige que tan intempestivo se le aparecía frente suyo. “Ni siquiera alcanzo a gritar”, me dijo una vez, entre lágrimas, la amiga que la acompañaba a “Grace” aquel mediodía trágico. El Ruso recuerda, no se si por romanticismo, pura ilusión o alguna conexión trascendental que justo después del accidente, un joven descamisado, fornido y de rasgos duros, pasó caminando por la vereda de enfrente con total impasibilidad. En este momento del relato, la expresión corporal del Ruso es honesta y su gesto facial transmite confianza y transparencia.

A El Ruso le gusta remarcar que todo se llevó a cabo con una `continuidad cinematográfica´ y siempre se vuelve a sorprender de cómo el auto no lo alcanzó también a él. El coche estaba un poco destartalado y aún se investigan los motivos. Si fue imprudencia o falla técnica que lo llevaron a morder el cordón y subirse a la vereda de Café Ibiza en un angulo de 75º para colisionar solamente contra la silla en la cual estaba sentada la única víctima del siniestro vial. En vano, algunos vecinos y transeúntes quisieron ayudarla. En pocos minutos la esquina era una muchedumbre curiosa que consternada iba y venía como si no quisieran estar ahí. Jorge, que miraba a través de la ventana, no pudo contenerse y dio media vuelta.

Lo encontraron vomitando en el baño. Raimundo lo siguió y volvió a explicarle lo que siempre había descreído, pero esta vez con más detalles. Habló del orgullo de pertenecer a ese establecimiento, de una ferocidad anacrónica pero incuestionable, de la justicia social. Le contó que a El Ruso se le aparece el General en sus sueños y le habla de muchas cosas y por largo rato. Pero que El General nunca se refirió a lo que sucede alrededor de Café Ibiza. Jorge dió su palabra de que no comentaría “nada con nadie” de lo que sucedía en aquel lugar pero su decisión de renunciar fue inmediata e irrevocable porque a pesar de ser un “peronista de raza”, “todo tiene un limite”.

Los empleados mas antiguos ya lo intuyen al despertarse y encarar para el laburo, al mirar el cielo, el sonido del viento que trae una melodía renovadora. Aunque los otros no me lo hayan expresado de esta manera, lo sienten así. Lo de inocencias y culpabilidades lo van dejando atrás con la costumbre. El barrio está lleno de gorilas y el restaurante de asiduos clientes mayores a 60 años. Alguien ordena una lágrima, siempre es la quinta ordenada en día domingo, un domingo cualquiera, aún no puedo establecer hipótesis alguna. Cualquier intento, por parte de ellos, de cambiar el curso de la historia desembocaría en una tragedia aún peor, me dicen. Todas mis investigaciones que intentaron establecer una conexión entre las víctimas y victimarios fueron nulas.

Los accidentes son espaciados y tienen un promedio de 0,6 por año. La primer muerte data de 1989, al año siguiente de abrirse el bar, cuando un comensal que disfrutaba cómodamente su lágrima fue aplastado por un limpiavidrios que cayó desde un tercer piso y que milagrosamente se salvó. Los accidentes absurdos se repiten. Entre las muertes más destacadas se encuentra la del ex intendente de Vicente López, Ricardo Figueredo (1975-1980) y un miembro de la Fuerza Área activo entre el 55 y el 68. Mi obsesión se incrementa con los años y hay días que hasta sueño con El Ruso y su rostro tajante.

 

[1] En Junio de 1968, tras el intento trunco por repatriar al máximo estandarte del peronismo, el local ubicado en Maipú y Corrientes, perteneciente a la familia Barbosa por generaciones, comienza a funcionar como Unidad Básica a partir de la iniciativa y el fervor de Hipólito Barbosa. Anteriormente el local funcionó como una fiambrería que le pertenecía a su abuelo, la cual su padre heredó. Ya entrada la década del 70, el local ocupaba un lugar importante como centro de reunión de muchos cabecillas de la resistencia peronista, como el Rengo Vieites y Jose “el mula” Mullares. En Agosto de 1975, tras cuatro atentados de la derecha fachista, y el posterior asesinato de Barbosa, la Unidad Básica comienza a menguar en sus actividades. Ya entrada la dictadura, el local dejó de funcionar y el título del lugar quedó en manos de las Fuerzas Armadas. En 1984 abre un parripollo, que cierra a los dos años. Desde 1988 comienza a funcionar Café Ibiza.