Los traficantes

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Los traficantes

14 Febrero 2018

Por Rodolfo Cifarelli

Mañana de sábado, un timbre suave en la puerta del departamento.
Cris había salido diez minutos antes a comprar ropa a la feria de pulgas. Aunque yo estaba sin trabajo desde hacía tres meses, ella decía que mientras el restorán no quebrara no había motivo para preocuparse. Era moza y las propinas, que yo siempre atribuí a su excelente trato como a su buena figura (a pesar de haber pasado los cuarenta), solían duplicarle el sueldo.
No miento si digo que ocupaba muchas de mis largas horas de desocupado con Agatha Christie o John Dickson Carr, y claro que me molestaba, como en ese momento, interrumpir la lectura. Aquellos crímenes de gente limpia y educada me fascinaban, esos eran crímenes, me decía entonces, y no las bestialidades que todos los días mostraba la televisión.
Tan suave, por segunda vez, sonó el timbre…
Salí de la cama, me puse un short y fui al living. La luz submarina del inicio de la primavera encendía esa mañana las vetas de moho de las paredes que no podíamos darnos el lujo de pintar. Lo realmente insuperable de nuestro departamento de dos ambientes, primer piso por escalera, justo arriba de una esquina, era la ventana mirador del living. Con Cris nos gustaba pasarnos tardes enteras tomando mate y mirando por esa ventana las largas cuadras de las calles adyacentes.
Moría por un café y por volver a leer en la cama pero antes debía preguntar quién era:
–Policía –respondió una voz aguda.
Mis ex compañeros de oficina no eran de hacer esa clase de bromas ni tampoco los imaginaba muy interesados en venir a visitarme al departamento, menos un sábado a la mañana. Tal vez habían dicho plomería o portería y todo se reducía a un malentendido.
Abrí. Uno era alto, canoso, la frente perlada de sudor. El otro, más joven, era bajo y morocho, el pelo enrulado y un arito dorado en una oreja. Los dos vestían jeans, camperas negras y zapatillas deportivas. El primero, la voz aguda, se presentó como el inspector Leonardo y puso frente a mis ojos una credencial con un sello y la que parecía una foto de su cara. El otro no me mostró nada, sólo me filmaba con una mirada más neutra que intimidante.
–Necesitamos durante un rato su departamento –dijo Leonardo–. Me acompaña el auxiliar primero Gaudenzi.
Entraron. Me incliné sobre la mesita ratona para sacar los ceniceros y los vasos sucios de la noche anterior pero Gaudenzi me agarró el brazo con una mano de acero.
–Deje todo como está y muévase sólo cuando nosotros se lo digamos. ¿Hay alguien más en el departamento?
Le dije que no con la cabeza.
–Muy bien –dijo Leonardo palmeándome la espalda como para sacarme los pulmones por las orejas.
Miraron durante unos instantes por la ventana hacia afuera y luego se sentaron en el sillón.
–Llegan en menos de cuarenta minutos –dijo Leonardo mirando su reloj.
–Tenías razón –dijo Gaudenzi–. Desde acá se ve bárbaro la vereda del bar.
–Yo siempre tengo razón –dijo Leonardo y dirigió su cabeza puntiaguda hacia mí–. ¿Hay whisky? Dos, sin hielo. Si es nacional, mucho mejor.
No quería a esos tipos en casa ni ver la cara que pondría la pobre Cris si ellos aún permanecían en el departamento cuando ella volviese.
–¿Probaste los silenciadores? –dijo Leonardo.
–Ayer –dijo Gaudenzi–. Extraordinarios.
–A estos putos hoy lo cortamos al medio, no se la esperan desde acá arriba –rió Leonardo y luego me miró sorprendido–: ¿Y el whisky, viejo?
Salí corriendo para la cocina, serví los vasos y se los llevé. En el apuro no vi si era nacional o importado.
–¿Usted no toma? –me preguntó Leonardo.
–No a esta hora, señor –dije.
Leonardo hizo un gesto de fastidio y olió el vaso.
–Buen nacional –dijo después de darle el primer sorbo–. Así me gusta, que queme la garganta. Las mariconadas se las dejamos a los otros, ¿no? Esto es Drogas Peligrosas.
–Salud –dijo Gaudenzi con desgano y liquidó su vaso.
–Cada vez hay más traficantes en esta zona –dijo Leonardo con un dejo de satisfacción–. Llega el día que hay que poner un poco de orden.
Estuve a punto de decir que si bien no conocía el tema a fondo estaba de acuerdo justamente con poner un poco de orden, pero sonó el timbre de la puerta y los dos se levantaron sacando sus pistolas. No era Cris, seguro. Ella se demoraba dos o tres horas revolviendo en la feria de pulgas.
Leonardo me hizo un gesto para que fuera a la cocina. Obedecí sin pestañear.
–Si es un emisario lo fumigamos acá mismo –oí decir a Leonardo–. A esta altura del partido ya no hay arreglo posible.
Me dieron ganas de tomarme un whisky, pero me reprimí. Era importado pero no se lo diría a Leonardo. No hacía mucho, recordé, Cris lo había robado del restorán, enojada porque el dueño le había negado un aumento del sueldo.
Gaudenzi abrió la puerta.
–Es sólo un minuto, hermanos –dijo una voz tímida desde el pasillo–. Les muestro el material y no los molesto más.
–Entre nomás –dijo Leonardo.
–Dios se los sabrá agradecer, hermanos –dijo la voz.
–Ya puede venir, viejo  –me ordenó Gaudenzi.
Ahí estaba el hombrecito esmirriado y medio giboso, el pelo largo y azabache, edad indeterminada, con un saco negro gastado y sin botones, una camisa blanca con lamparones oscuros, un pantalón de sarga gris dos o tres talles más grandes y zapatos con costras de barro seco. No tenía nada que envidiarle a los linyeras que se la pasaban yendo y viniendo de una punta a otra del hall de la estación mientras pedían monedas. Es más, probablemente sería, o estaría a punto de ser, uno de ellos.
–Créanme que el material es excelente –dijo el hombrecito meneando la valija con una mano mientras que con la otra se rascaba nerviosamente la barba de pocos días–. Biblias forradas en el mejor cuero del país, precios accesibles, si pagan al contado…
–No queremos biblias –lo interrumpió secamente Leonardo.
Leonardo llevó a Gaudenzi junto a la ventana.
–Nunca mandarían a alguien así –dijo Leonardo.
–No creo que hayan caído tan bajo –dijo Gaudenzi.
–Hermanos, espero que me entiendan –dijo el hombrecito–. Entré a este santo hogar porque... porque me están persiguiendo…
–¿Quién lo está persiguiendo? –preguntó Leonardo.
Sonó un timbrazo en la puerta.
–¿Dónde puedo esconderme? –se desesperó el hombrecito.
–No necesita esconderse –dijo Leonardo y miró a Gaudenzi moviendo la cabeza en dirección a la puerta.
Gaudenzi alzó la pistola, apuntó al centro de la puerta y abrió. La mujer entró sin pedir permiso, como una verdadera tromba.
–Ya les saco a este bobo de encima –dijo.
Era alta vestía musculosa ajustada amarilla y pollera corta de cuero negro.
Gaudenzi bajó el arma, cerró la puerta y miró confundido a Leonardo.
Ella había llegado hacía tiempo a los cincuenta y aún tenía las piernas en forma.
–¿Hablabas de mí, querido? –le dijo la mujer al hombrecito.
–Te lo juro, mi vida, te lo juro –dijo el hombrecito–, caminé setenta y ocho cuadras y media, toqué ciento veinte timbres y ...
–¡Basta, idiota! –la mujer se llevó las manos a la peluca rubia y revuelta–. ¿Cuántas vendiste?
Leonardo se apoyó en la pared para no caerse de risa. Gaudenzi encendió un cigarrillo mientras los vigilaba atentamente.
–Una –dijo el hombrecito con una mueca de dolor–. Tuve que fiarle, Susi. Era una jubilada, querida.
–¡Si serás boludo, carajo! –Susi le pegó un coscorrón en la cabeza.
El hombrecito ahora lloriqueaba como un chico al que le acababan de robar una golosina.
–Permiso –le dijo Susi a Leonardo, dejó la cartera sobre la mesita y se sentó en el sillón–. ¡No saben cómo me duelen los pies por seguir a este idiota! –se quitó los tacos y los arrojó a un rincón con violencia.
Gaudenzi se acercó a la ventana con la pistola en la mano. Leonardo, en cambio, se guardó la suya bajo la campera y se sentó junto a Susi.
–Yo me empeño en dar lo mejor de mí –dijo el hombrecito–, y así y todo no se vende.
–¿Por qué no vende otra cosa y se deja de joder? –dijo Gaudenzi.
El hombrecito se quedó quieto, murmurando con la mandíbula colgándole de la cara, igual que los linyeras de la estación.
No podía creer que estos personajes estuvieran en mi departamento. La incertidumbre que la situación me provocaba y los ojos de carnero recién degollado del hombrecito consiguieron al fin enfurecerme. Me le acerqué y le pegué una trompada en la cara. El hombrecito lanzó un chillido de pájaro. Gaudenzi se dio vuelta y se quedó mirándome esperando a que le explicara mi reacción. Leonardo y Susi, ajenos a todo aquello, se besaban como noviecitos apasionados. No me animaba a decirles que lo mejor era que fueran al dormitorio para estar más cómodos.
–Me la rompió –le dijo el hombrecito a Gaudenzi palpándose la nariz que chorreaba sangre como una canilla.
–Fractura simple de tabique, nadie muere por eso –dijo Gaudenzi–. Usted, ojo –me señaló con la pistola–: La próxima que hace se come un tiro en una gamba.
–No se volverá a repetir, señor –dije, aunque tenía ganas de seguir pegándole al hombrecito.
–En el circo me fracturé muchas veces –dijo el hombrecito–. Imitaba animales. Me sale bien el monito. Miren.
El hombrecito estiró los brazos, inspiró y exhaló el aire, en un supuesto ejercicio de concentración, y empezó a saltar de un lado a otro del living. Con el primer salto, de casualidad, no chocó contra la mesita. Saltó realmente como un mono loco hasta que se detuvo, bastante agitado, abrió la valija, las mandarinas se desparramaron por el piso y un revólver plateado apareció en su mano. Gaudenzi ni alcanzó a levantar su pistola. El hombrecito le disparó a la cara y luego apuntó a Leonardo. 
–Levantate, estúpido –le dijo y luego me miró de reojo–: No se te ocurra hacerte el héroe, gordito.
Leonardo obedeció y Susi le quitó la pistola de adentro de la campera. Algunos pedacitos de sesos de Gaudenzi se deslizaban lentamente por la pared.
–Cómo me aburre esta gente, papi –dijo Susi 
–La vida es básicamente aburrimiento, mami –dijo el hombrecito.
Susi se sacó la peluca. Estaba completamente rapada y una vieja cicatriz, como una hendidura, le cruzaba el parietal por completo.
–Podríamos jugar a algo, papi.
Le puso la peluca a Leonardo.
–¿Hace falta esto? –dijo Leonardo entre dientes.
–Hace falta esto y mucho más –le dijo ella encañonándole una mejilla.
–¿Te acordás cuando jugábamos a la ruleta rusa, mami? –dijo el hombrecito.
–Sí, papi. ¿De dónde vendrá ese jueguito?
–Supongo que de una novela de Dostoievsky, mami.
El hombrecito vació en su mano las recámaras del tambor del revólver.
–Para que vean que no soy de los que tienen un as bajo la manga –dijo mostrando el tambor con una sola recámara cargada–. Arrodillate –le ordenó a Leonardo y giró el tambor y luego lo acomodó en su posición orginal–. ¿Leíste a Dostoievsky, ratón?
Leonardo, vidrioso, negó con la cabeza.
–Así está el país con esta manga de burros –dijo Susi. 
El hombrecito amartilló el revólver, apoyó la boca del caño en la nuca de Leonardo, apretó el gatillo y sólo se oyó un chasquido vacío. Leonardo se desplomó contra el piso, medio desmayado. El hombrecito le arrancó la peluca y me la puso a mí. Lástima que no había un espejo para ver cómo me quedaba.
–Seguimos con el próximo concursante –dijo el hombrecito viniendo hacia mí.
–Créame, señor, que no quería pegarle –le dije.
El hombrecito se lamió la sangre que se le había juntado arriba del labio superior y me apoyó la boca del caño en la frente.
–Quisiste hacerlo y te lo agradezco, porque un poco de dolor nos recuerda que estamos vivos.
No dijo más, amartilló y apretó el gatillo sin darme tiempo a cerrar los ojos. Un segundo después de que el martillo emitiera el mismo chasquido, me juré que si salía vivo de aquella situación volvería a rezar cada noche antes de acostarme, como en mis tiempos de monaguillo.
–Volvemos al primer concursante –dijo el hombrecito e intentó reanimar a Leonardo con cachetadas suaves.
Pero Leonardo no respondía. Echaba espuma por la boca y se sacudía como si lo estuvieran electrocutando.
–Subile la presión, papi –dijo Susi.
El hombrecito arrastró a Leonardo al baño.
–Lo peor es andar mal de salud –dijo Susi–. Peor todavía que andar mal de amores.
–Totalmente de acuerdo, señora –me apresuré a decir.
–Señorita, che –dijo Susi entornando las pestañas postizas.
El disparo sonó como si se hubiera partido una plancha de acero. El hombrecito volvió silbando y llenó las recámaras del tambor del revólver con las balas que le había sacado. Abrió las dos hojas del centro de la ventana y usó el pecho de Gaudenzi como tarima para asomarse hacia fuera.
–Un día de la hostia –dijo entusiasmado.
Susi me guiñó un ojo y me llevó de la mano al sillón. Me sentó con un empujón, se arrodilló y me bajó el short, sin soltar el arma.
–Nada más me hubiera gustado coser para afuera, a las novias, conocer la piedra movediza o las cataratas –hablaba con tono confidencial y también burlón–. De pies a cabeza mamé a señores por muchísima plata, ¡y todo para terminar con este parásito!
No dijo más y hundió su cabeza entre mis piernas.
Sólo pensé que tenía que olvidarme de Cris, del hombrecito y de la peluca. Confieso que no habría de costarme demasiado. La lengua y los labios de Susi se sincronizaban con un ritmo que era el exacto equilibrio entre el vértigo y la serenidad.
–Qué aire tan transparente –dijo el hombrecito y empezó a disparar hacia la calle con las dos armas.
Enseguida hubo portazos, roturas de vidrios, gritos. Y así fue que no escuchamos, tan ocupados en nuestros asuntos, el giro de la llave en la cerradura. Lamento haber visto a Cris de esa forma, parada contra la puerta como un fantasma de piedra pálida al que le habían colgado dos bolsas de ropa en las manos. Aunque su boca tan abierta y sus ojos tan desorbitados eran pruebas evidentes de que estaba gritando desde sus entrañas, con el tumulto de sirenas que llegaban a nuestra esquina ni siquiera ella podría escucharse.
El hombrecito seguía disparando, lejos estaba Susi de abandonar su tarea y yo ya no podía esconderme en ninguna parte. Cerré los ojos sabiendo que me faltaban apenas unos pocos segundos para eyacular y que cuando eso sucediera todo lo que había adentro del departamento, incluida mi pobre Cris, explotaría de una vez y para siempre.