Al borde del nombre: la firma o “El Farmer” de Pompeyo Audivert 

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Al borde del nombre: la firma o “El Farmer” de Pompeyo Audivert 

13 Octubre 2019

Por Natalia Torrado

 

El nombre es abstracto; la firma concreta. El nombre es siempre; la firma cada vez. El nombre es moral; la firma es ética. La firma es un desgarro del nombre, una torsión en tiempo presente. Firmar es hacerse, cada vez, alguien. Por eso actuar también es firmar; por eso el actor, si es actor, en cada función, desgarra el nombre y se juega la firma.  Y esta obra es una firma. Porque se juega en la diferencia del nombre, tal como se plantea desde el texto en la ruptura y, a la vez, en la contigüidad, entre el “Rozas” paterno que Juan Manuel hereda y del que se separa, y el “Rosas” por venir, como un rebautizo de sí sobre sí, firma en el nombre, atada al nombre y en su  borde, tirando desde  él hacia otro paisaje en el que hacerse una vida. El nombre consta, la firma no tiene garantías.

Por eso habrá que autenticarla, peritarla, repetirla. Así y todo, la firma no se fija, no un hay original, no hay a qué remitirla, es un sin fondo la firma. Tampoco firmar es, en rigor, lo opuesto de nombrar: en todo caso es la deriva entre el nombre y la firma de lo que esta última se trata. La firma es siempre una, porque ninguna es igual a sí, porque ella es siempre diferente de ella misma, sostenida en un supuesto de ser, en una virtualidad incomprobable, cuya fehaciente ejecución es cada vez fallida, mera (¡y nada menos que!) una tentativa: la firma es siempre un firmando, igual que la escena, un in situ, un “a ver esta vez…”, un “a ver si esta vez…”. De ahí que la legitimidad – o ilegitimidad – de la escena y de la firma esté en el acto, en su duración, en su carácter, en su pulso, en el tiempo de su despliegue.  

Se firma y se actúa para  hacer tiempo entre el nombre y lo otro: o sea, para retener el nombre y a la vez lanzarlo a lo otro, para hacerse un inter - medio en el que vivir.  No hay “la” firma, hay firmas, plural, así como hay plural literal en Rosa-s, y entre Rozas y Rosas; así como no hay “la obra”, y hay, en plural, escenas, funciones. Y sin embargo es justamente el plural, en todos estos casos, la condición de posibilidad de ese singular: uno y cada vez, Rosas. Uno y cada vez, el actor. Rosas es tal porque también es actor, porque ha hecho de su vida una firma. Y entonces ¿“El Farmer”? No se trataría ya de unos actores “haciendo de” Rosas,  “hablando de” Rosas, sino más bien de Rosas revelando en esos cuerpos dramáticos su propia condición de firmante, su condición de actor. Mejor aún, revelándose  Rosas-actor  en ese cuerpo dramático: dos actores, sí, pero un drama, una acción: firmar. 

Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna mueven el nombre de Rosas, los dislocan, hacia la “identidad clandestina del futuro de la patria” de la que ellos mismos, en tanto actores, forman parte, o mejor, fundan. Son ellos el cuerpo de la deriva del nombre, o los que hacen un cuerpo de esa deriva que constituye la firma. Le restituyen a Rosas su ser un (“…aquí ya hay un perdido…”), su ser cada vez (“…a más de un metro no se ve nada…”, “…así es la región de nacimiento…”) su mal llamada “contradicción” o “ambigüedad” constitutiva (“¿…estoy naciendo? No. Estoy muriendo”). A falta de otra cosa: lo mal llamado, sí. Pero resulta que hay otra cosa: el teatro. Cosa “otra” para la rectificación del “mal llamar”  que cualquier nombre es. Nombrar es llamar mal. Al mal llamado de la Historia, el teatro responde con la firma. La Historia llama “hacia atrás” y fija. Y adultera la deriva propia del acontecimiento, su carácter de siempre presente, imponiéndole un nombre que es también su epitafio. El teatro, en cambio, firma, y así fabula o confabula identidad, clandestina, siempre por venir. Da cuerpo al suceso de la identidad, infiel al nombre, pero fiel al suceso y su misterio, y su reverbero: el teatro.

El nombre adultera, el teatro altera. Tal vez la alteración sea otro nombre para el adulterio del adulterio, una forma de justicia en el plano metafísico. En todo caso, en este caso, hacen falta tres para la restitución de Rosas a su dimensión de “actor” de la Historia, en su pleno sentido. Si un personaje implica ya algún nivel de adulteración del referente histórico primero al que representa, entonces dos personajes, dispuestos de modo de imposibilitar el cerramiento de “la” identidad del “uno” representado (tal como se disponen en “El Farmer”) se aseguran de que se adultere la adulteración, mediante la alteración de la lógica del singular, en favor de una dimensión de singularidad. Rosas no puede ser “uno” si quiere ser Rosas. Pero tampoco puede ser “uno a uno”, en tanto suceso no admite equivalencia ni intercambio posible. Pero tampoco es “muchos” o las partes de un todo que recomponer. La singularidad se juega en los bordes, se juega “entre” lo que el lenguaje puede y no puede nombrar, en el error constitutivo del código. Por eso tampoco la obra pretende dar cuenta de las distintas facetas del personaje histórico, de lo público y lo privado, ni de ninguna otra clase de oposición previsible que pueda luego recuperarse como un unidad, como un producto alienado de la cultura. La obra abandona el cliché de la pregunta  acerca de “quién fue”, “quién fue Rosas en realidad”, ni siquiera postula que fue “varios”, o fue “múltiple”, o fue “según el punto de vista” a la manera de la peor salida fácil del relativismo posmoderno. Rosas es aquí inalienable porque la obra formula una pregunta y una hipótesis más bien de desencaje y al nivel de la estructura: ¿qué es ser “alguien”? ¿es eso posible? Que son además  preguntas profundamente políticas, y finas, porque atentan directamente contra el culto a la persona pero no caen  tampoco en liquidación de cualquier experiencia de identidad.

Un trabajo intenso de redefinición del concepto y la vivencia de la identidad requiere sondear el nivel estructural, cuyo carácter, paradójicamente, es la inestabilidad. Es ahí donde “El Farmer” opera. Pero, ¿cómo lo hace? y ¿de qué se trata esa operación? Es cierto que el texto lo admite y lo  propicia, pero la justicia al texto es, en última instancia, una operación de la puesta en escena y especialmente de la actuación. El texto de Rivera también relanza su singularidad por cómo se entreteje con los cuerpos, el espacio, la luz, la escenografía, la música, la adaptación. Pero es la conciencia acerca de las relaciones de sentido establecidas en las sombras y que se nos escapan, de la asamblea de nombres planeando la fuga a espaldas del sujeto, es eso lo que vuelve orgánica y autosostenida esta puesta. El puro artificio del teatro y de la actuación se ponen de manifiesto no para decir “con verdad” sobre otra cosa, sino en su carácter de “verdad en esto”.

Es que a la hora de investigar la identidad lo único inapelable es el artificio: el permanente “haciéndose” de sentido: tanto de lo que “alguien” es, como de lo que la “realidad” es, versionándose y reversionándose en  vivo. Los cuerpos  de Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna son verdad porque no son algo distinto ya de sus conciencias operando en otra dimensión: la avanzada de estas actuaciones no se da  con el objeto de dar cuenta de la escala de lo humano, asunto sobre el que vuelve compulsivamente una y otra vez el más y el menos lúcido de los teatros (con un gesto más o menos resignado o autocomplaciente);  por el contrario, el teatro de Pompeyo Audivert en general, y esta obra en particular, relanza la humanidad a otra escala, que le es propia, a partir del fenómeno del actor, o del actor como fenómeno. Y no se trata  aquí de la persona del actor, sino de su operación, de su maniobra, que al final y siempre es una maniobra colectiva. Dar cuenta del “colectivo” en la singularidad requiere del actor, en tanto función, un contacto preciso y desviado, atento y disperso a la vez, anclado en la materialidad de su cuerpo y de la escena - de su cuerpo deviniendo escena - pero de cara a ese otro nivel de valencia y de patencia con el que contacta y que, una vez desatado, deja al descubierto la precariedad de cualquier intento de cristalización identitaria.

También eso es firmar, no se firma despacio, de a tramos, calculando; se firma de súbito o no se firma. La inestabilidad del gesto de la firma, ese tironeo de la mano al nombre, del nombre al trazo, del trazo como otro nombre provisorio; ese lapso o lapsus que es firmar, esa traición,  requiere a la vez de una firmeza y de una decisión en la que se juega la propia humanidad: una decisión sobrehumana, un acto radical. Ese desbordamiento formal que vuelve lo humano de otro orden ya no se ejecuta en escena desde el “dominio” del cuerpo, no es una voluntad, sino que, más bien, se luce en el cuerpo, se porta, se soporta, porque se ha alcanzado y calzado en un nivel estructural: “…y soy mi propio caballo…” no es una línea del texto nada más, porque el texto es ya el cuerpo en el actor y del “actor” que estos actores son, cuando son su propio caballo en escena. Y el espectador lo advierte y lo entiende, y lo siente: al final lo más propio era un caballo! Y lo entiende, y lo siente: porque un caballo también es muchas, muchas otras cosas que un caballo también es, y aún así, o por eso, “…aún soy Rosas”. ¿Será que “El Farmer” dice también una frase que hace firma, entre el texto, la escena y el cuerpo? Puede ser que porque soy mi propio caballo aún soy Rosas.

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Y entonces, nosotros, ¿Porque somos qué cosa aún somos nosotros? ¿cuál es nuestro otro-propio? ¿cuál es la singularidad en una vida que de tan singular surca y arrastra las vidas de otros junto con ella, doblando el destino en otro destino? ¿qué es tan propio de una vida que logra volverse  del orden de lo colectivo y condensar su sentido en el “Viva Rosas!”? ¿Qué Rosas vive, o qué es Rosas cuando vive en el “Viva Rosas!” que aún se grita en las pulperías? Sí, en esas pulperías que aún murmuran, y eso los cuchillos que aún murmuran en la marca o en la ruina, hoy, en alguna superficie, real o imaginaria,  y en la carne patria que nos constituye, o ya vueltos puño en los mostradores, vueltos piedrazo y corrida en las manifestaciones, vueltos sobres en las urnas desesperantes, inesperadas. Hoy ¿en qué otro nombre el nombre de Rosas deriva? ¿Y qué firma lo hace pasar, lo cambia y lo pasa, lo reanima? ¿Qué vive de lo que “Viva!”? Porque todos los nombres derivan de unos nombres y buscan otros nombres en los que derivar.

Si hay algo propio de la identidad es ese movimiento que es del lenguaje, sí, pero que no se efectúa en él. El pasaje de un nombre a otro se produce en el borde del lenguaje, y ese borde es un cuerpo, no cualquier cuerpo, no el cuerpo del capital, pero sí el cuerpo que opera como borde, el cuerpo- borde que el actor es, y que hace firma. Contra el capital.  Porque “farm” comparte su origen con “firm” y entre ellas o a su través, entre lo que del sentido las une y lo que las separa, transcurre la historia de los hombres y sus economías y sus contratos y sus relaciones, y sus revoluciones, y sus matanzas. Y su teatro. Pero nada de eso nos sería revelado ni sería una experiencia posible si no hubiera un “El Farmer”, y unos actores aguantando en escena el acto de firmar. Haciendo de la firma un tiempo, un traspaso; soportando con el cuerpo un tiempo entre nombres en el que reconocernos. Viva: los espectadores se reconocen. Esos que “…se sientan ahí, asombrados de que yo esté vivo, de que yo les hable. Y yo les hablo”, al borde del nombre se reconocen. Ahí, todos actores.   

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