Massot y el Mandela que le gusta a Macri, por Andrés Ruggeri

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Massot y el Mandela que le gusta a Macri, por Andrés Ruggeri

27 Enero 2018

Las declaraciones del diputado oficialista Nicolás Massot proponiendo el “modelo sudafricano” para lograr “la reconciliación” entre genocidas y víctimas han provocado repudio e indignación. También suficientes respuestas en las que queda claro que el camino sudafricano que propone cambiar justicia por verdad no genera “reconciliación”, sino impunidad. Massot, como muchos en el PRO, pone como ejemplo de líder positivo a Nelson Mandela, primer presidente de la Sudáfrica post-apartheid y líder del Congreso Nacional Africano (ANC, en inglés). Claro que, como el propio Macri se encargó de aclarar en diciembre pasado, ellos reivindican al “Mandela bueno”, el Mandela de los últimos tiempos, y no al “Mandela malo”, el que fue apresado por el régimen racista y debió pasar 27 años en la prisión de Robben Island. 

Esta distinción no es inocente y dice mucho sobre qué es lo que reivindican en el gobierno del “modelo sudafricano”. Nelson Mandela fue una figura mundial indiscutida, el líder africano que comandó con suma habilidad el delicado proceso de salida del régimen del apartheid en una Sudáfrica que era un polvorín a punto de estallar. Sin embargo, como con otros líderes populares o revolucionarios que la cultura hegemónica ha decidido apropiar para quitarle contenido político y convertirlos en héroes descafeinados, la apropiación que se hace del Mandela histórico en pos de mostrar una suerte de Tío Tom de la descolonización es simplemente una tergiversación, no solo del personaje, sino del proceso histórico que acabó con uno de los regímenes más oprobiosos de los últimos tiempos. Esa tergiversación es la que suelen usar Macri, Marcos Peña o Massot: el Mandela bueno, pacifista, conciliador, que cambió las cosas con el diálogo, el de la película “Invictus”. “Nada que ver con el Mandela de los primeros tiempos”, como dijo el presidente. 

El régimen del apartheid fue la continuidad de los sistemas coloniales europeos que se apoderaron del continente africano durante el siglo XIX. El apartheid no fue solo un sistema de segregación racial, sino que para preservar los privilegios de la minoría blanca erigió un aparato represivo que, ante el aumento de la resistencia, se transformó en un Estado terrorista, que al igual que nuestras dictaduras perseguía, encarcelaba, secuestraba, torturaba y asesinaba a sus opositores. La resistencia de los africanos originarios, organizados mayoritariamente en el ANC, pasó en los años 60 a una etapa de radicalización que no solo utilizó los escasos resquicios legales que permitía el régimen, sino la movilización, la resistencia civil y, también, la lucha armada. La matanza de Sharpeville, en 1960, fue la que aceleró esta oposición, y es en esta transición en que los principales líderes africanos son detenidos y condenados a larguísimas penas de prisión, entre ellos Nelson Mandela (el “Mandela malo”). 

Mandela salió de prisión en 1990, cuando el régimen crujía y decidió negociar. En esos largos 27 años, la resistencia creció y la represión también. Otros líderes, como Steve Biko, fueron asesinados o encarcelados. Otra masacre, esta vez de jóvenes estudiantes en Soweto en 1976, llevó a la lucha antiapartheid a una nueva masividad y renovación. El aparato militar del ANC, el MK (Umkhonto We Sizwe, la “lanza de la nación”) extendió sus acciones, infiltrando guerrilleros en Sudáfrica desde los países vecinos. El apartheid radicalizó sus acciones, creando los “bantustanes”, falsas repúblicas étnicas donde congregaban población sobrante en estados aparentemente independientes, formando una elite cómplice en los peores terrenos para el desarrollo económico. Desarrolló también una agresiva política exterior que invadió países vecinos o apoyó guerrillas de ultraderecha que hostigaban a los movimientos revolucionarios de lo que llamaban “los Estados de la línea del frente” (un cinturón de países a los que adjudicaban el papel de aislar a Sudáfrica de la amenaza comunista). 

Esto último resultó ser el talón de Aquiles del régimen racista. Sudáfrica ocupaba Namibia (contra las resoluciones de la ONU), donde enfrentaba a otra guerrilla, la SWAPO, e invadió Angola a fines de 1975, que se acababa de independizar de Portugal y en donde el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA) enfrentaba a dos movimientos anticomunistas con el apoyo encubierto de la CIA. La guerra en Angola se mantuvo indecisa por largos años hasta que, a principios de 1988, la decisiva acción de un importantísimo contingente militar cubano provocó una derrota catastrófica al ejército blanco en Cuito Cuanavale, al sur del país. Entre la resistencia interior cada vez más fuerte, el aislamiento internacional del régimen y la derrota militar, el apartheid debió firmar un acuerdo de paz, por el que tanto Cuba como Sudáfrica retiraban las tropas de Angola y se reconocía la independencia de Namibia. 

Es en este contexto que el régimen blanco decide liberar a Mandela, buscando con esto una salida negociada y que le permitiera a la minoría blanca mantener al menos sus posiciones económicas en lugar de perderlo todo en una hipotética rebelión negra. En esta negociación hay que contextualizar el “modelo sudafricano” que le gusta a Massot. La derrota en el campo de batalla empezaba a hacer ver a una parte significativa de la población de origen europeo que los costos de mantener el apartheid eran demasiado altos. Liberar a Mandela era una aspiración de las mayorías africanas y un gesto de apertura, a la vez que habría un canal negociador con un líder hábil y carismático, pero que hacía tres décadas que estaba encarcelado y apartado de los acontecimientos. Era también una forma de contrarrestar a otros dirigentes que estaban en el exilio o en la clandestinidad, algunos tan o más populares que Mandela.

Mandela, entonces, fue el encargado de una difícil negociación con una correlación de fuerzas complicada, en la que el régimen todavía era poderoso y peligroso, pero debía encontrar una salida. En ese contexto, los racistas cambiaron perder el poder político por la conservación del modelo económico: el final del apartheid y la continuidad del capitalismo. También, la impunidad para los represores a cambio de “la verdad”. Nada de esto se dio sin contradicciones y sin violencia, incluso étnica entre distintos grupos sudafricanos. Entre los acuerdos, también estuvo el factor militar, integrando a los cuadros de “la lanza de la Nación”, entrenados por Cuba y la URSS y que habían combatido con las armas al régimen hasta poco tiempo antes, en las Fuerzas Armadas de la nueva Sudáfrica junto con las tropas que habían enfrentado. 

En esta compleja situación se postuló el compromiso entre verdad e impunidad que formó el “modelo sudafricano”. Mandela no era “más bueno” cuando condujo esta negociación que cuando encabezó la lucha contra el apartheid en los años '60, lo que cambió fue el proceso y la correlación de fuerzas. El compromiso por el cual la mayoría negra llegó al poder en el Estado sudafricano tolerando la injusticia social generada por un siglo de colonialismo blanco tuvo consecuencias que se arrastran hasta hoy. Si bien se acabó con un régimen oprobioso y se formó una burguesía y una clase media negra a partir de la burocracia estatal, la injusticia social y la marginación siguen siendo el paisaje de todos los días de la mayoría de la población. Quizá ese también sea el modelo que le gusta a Massot.

 
RELAMPAGOS. Ensayos crónicos en un instante de peligro. Selección y producción de textos: Negra Mala Testa. Fotografías: M.A.F.I.A. (Movimiento Argentino de Fotógrafxs Independientes Autoconvocadxs).