A propósito de la responsabilidad colectiva ante la última dictadura

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A propósito de la responsabilidad colectiva ante la última dictadura

24 Marzo 2016

Por Mauro Greco

“A Elstir le gusta entregar, entregarse. Todo lo que tenía, ideas, obras, y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, lo habría dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo”
M. Proust

1. Introducción

La interrogación sobre la responsabilidad colectiva y pequeñas resistencias ante la última dictadura suele ser entendida como una pregunta poco frecuente sobre nuestro pasado. Sin embargo, no es que no se hayan ensayado aproximaciones a dos de las formas en que, entre otras, pueden pensarse las relaciones entre sociedad y dictadura: las responsabilidades y las resistencias. La intervención de Schmucler desde el exilio mexicano, el trabajo de O’Donell sobre la cotidianeidad dictatorial, el artículo de Hilda Sábato o el crecimiento de investigaciones en los últimos diez años –Caviglia, Aguila, Carassai–, constituyen una huella por la que caminaron otras investigaciones. En nuestro o –como recomienda Cardoso de Oliveira, no escondiéndome “debajo de la capa del observador colectivo”– mi caso, una tesis doctoral sobre “responsabilidad colectiva y pequeñas resistencias” ante la última dictadura que analizó los modos en que estas fueron construidas en la cinematografía y literatura de la posdictadura en articulación con un trabajo de campo sobre las vecindades de un excentro clandestino de detención (CCD) en particular (Greco, 2015).

2. La sinécdoque responsabilizadora: Pero ¿qué todo?

Sin embargo, antes de proseguir un solo renglón tal vez se impongan una serie de aclaraciones, cuya ausencia puede dar lugar a ciertas confusiones. 1) Responsabilidad no es: culpabilidad, complicidad, coparticipación, instigación, ni ninguna de las categorías jurídicas que el derecho penal nos ofrece para tipificar, perseguir y castigar determinada conducta, práctica o acción. La pregunta por la responsabilidad colectiva es una interrogación explícitamente no juridicista hacia el pasado preguntado. 2) La inquietud por la responsabilidad colectiva de la sociedad, el pueblo, ante determinado evento extremo, no es una relativización ni compensación de las –ahora sí– culpabilidades, complicidades y coparticipaciones desde militares hasta empresariales, eclesiásticas, sindicales o partidarias sobre las que se pueda investigar. Confundir estos dos puntos es mezclar todo desde el principio. Y es forcluir la pregunta sobre las responsabilidades colectivas ante lo sucedido, no por lo que pueda hipotetizarse sobre la abstracción de aquella categoría –responsabilidad colectiva–, sino por su confusión con otras nociones. Confusión que, como su etimología lo sugiere, fusiona en un mismo punto elementos provenientes y pertenecientes a distintos campos. Entonces: 1) responsabilidad no es culpabilidad ni complicidad; 2) responsabilidad colectiva no es exonerar ni bañar de justificación a secuestradores, torturadores, desaparecedores, de cualquier acontecimiento límite.

2.1. Los ‘80’s: La pregunta perdida

Aclarado lo anterior, volvemos a la dictadura. Puntualmente a 1980. Héctor “Toto” Schmucler, desde el exilio mexicano, arroja varias reflexiones difíciles de escuchar, incluso hoy. En una de ellas, “La Argentina de adentro y la Argentina de afuera” escribe un párrafo que, no obstante haber sido recortado, citado y analizado, pareciera perdido:

“Las Madres de Plaza de Mayo constituyen uno de los hechos más patéticos que muestran el dolor, el horror y el crimen (…) Pero esa no es toda la Argentina. Cada jueves, en Plaza de Mayo, el espectáculo es observado por una sociedad que no participa de la manifestación. Es parte de un capítulo que para la mayoría se ha cerrado para que comience otro, con nuevos y viejos protagonistas, si los viejos saben entender a los nuevos” (cursivas mías).

Schmucler, a cuatro años de iniciada la dictadura, visibiliza no sólo su “dolor, horror y crimen” sino también a “la sociedad” que, ante rondas en Plaza de Mayo de madres de personas desaparecidas, “expectan” esa orden militar a circular, a no detenerse. Las cursivas obedecen a que, en su reflexión, la expectación de “la sociedad” se opone a su participación, a tomar parte. Retomando un autor clásico en torno a (la sociedad del) espectáculo, Guy Debord, me serví de sus teorizaciones para concretizar otra posible abstracción, “pequeñas resistencias”: ¿cómo pensar las pequeñas resistencias ante la última dictadura? Diré que como prácticas realizadas en nombre propio, en primera persona, no como un acto de representación, expectación o delegación en la acción de otro (una marcha, volar el departamento de un torturador o ser representado en Naciones Unidas): estas prácticas consistían, por ejemplo en la acción de un vecino de un CCD, en no prestarle la canilla de agua a la Seccional de la vuelta o en aducir una obligación para no testimoniar ante ella. Pequeñas resistencia no heroicas, no espectaculares, del orden de lo microfísico.

Aquel trabajo de Schmucler, a modo de hipótesis de lectura, podría pensarse en relación con ese otro texto de Oscar del Barco, también desde el exilio mexicano, en el cual adelanta –hasta con mayor radicalidad– sus críticas a las organizaciones político-militares y sus simpatizantes volcadas en su famosa carta de 2003 . En ambos casos se trata de comentarios realizados en un contexto no hospitalario a sus señalamientos, porque sus prioridades eran otras –el conocimiento de lo sucedido, su disputa semántica, el enjuiciamiento y castigo–, o porque su incorrección analítica resultaba políticamente improductiva: en el caso de Schmucler que “la sociedad” no se involucraba en la búsqueda de verdad, en el de Del Barco que las guerrillas setentistas compartían rasgos autoritarios, verticalistas, militaristas y machistas del poder militar que buscaban destronar.

En 1983 Guillermo O’Donell da a conocer “Democracia en la Argentina: micro y macro”, escrito en años anteriores. Esta obviedad, que todo texto se escribe en el pasado y no en el presente de su lectura –aunque esto resulta relativo– o en un futuro de ciencia social de ficción, adquiere en este caso la particularidad precisa de haber sido escrito en años de terror. Terror quizá sea otra abstracción: en años de miedo donde lo que estaba en riesgo era la propia vida. Quizá no esté de más retomar el epígrafe escrito por el autor para su trabajo: “Para los que, sin comentar ni ignorar, nos callamos durante esos años”. Ya desde el primer para-texto, callarse o no comentar no es sinonímico de no saber.

O’Donell adelanta y aclara: “es una poco ortodoxa investigación”, de “carácter subjetivo y testimoniante”, basada en la “información disponible”. Es por ende, escribió autocríticamente, una “proto-investigacion”. Una “proto-investigación” sin embargo, como decía arriba, a la que seguimos acudiendo treinta y tres años después cuando queremos pensar las relaciones entre sociedad y dictadura. ¿Cuál fue su muestra? Personas de diversos sectores y actividades sociales, “mozos, taxistas, empleados de almacén”, de los cuales –aclara– no espera extraer ninguna “pretensión de representatividad”. Coherente con lo anterior, es a la significatividad de una “micro-fenomenología del cotidiano”, y una “etnografía de sus consecuencias”, donde posa sus esperanzas. ¿Qué esperanzas? La de entender la convivencia cotidiana bajo dictadura.

El “pelo corto, el saco, la corbata, los colores apagados”, o –escribe O’Donell– “haberme callado demasiadas veces”, se convierten en indicadores de lo que busca comprender. En este contexto arroja su hipótesis todavía hoy presente: “la dictadura soltó los lobos en la sociedad”. Es una frase compleja, que obviamente cita al famoso filósofo inglés del siglo XVII Thomas Hobbes. “Soltar los lobos”, como si fueran perros no domesticados, puede leerse como que la dictadura, desde su ocupación del Estado, esparció terror en todo el “cuerpo social”. También, menos súperestructuralmente y a través de un abordaje desde abajo de lo sucedido, que la dictadura “soltó” –des-ató– las coerciones que llevan a un ciudadano a no convertirse en “guerrero de su vecino” (Hobbes, 2014: 169). Es la hipótesis paranoica, contractualista y estatista que le ganó a Spinoza el siglo XVII . Desde aquel punto de vista no es que la dictadura, todopoderosa y omnímoda, construyó lobos donde había corderos, sino que dejó salir y premió –así como castigaba la solidaridad, la confianza y la cooperación– la crueldad, la delación y la miserabilidad ya cotidianas.

2.2. Los ‘90’s: Los nuevos hombres infames

“El hombre infame es el hombre cualquiera que tiene siempre algo que reprocharse, pero que es sacado a la luz y llevado a hablar. ¿Sobre qué? Denuncias de vecinos, pesquisa de la policía…”
G. Deleuze.

A mediados de la década del ’90 Hilda Sábato volvió sobre el asunto –ya denominado– de la responsabilidad colectiva ante la dictadura. Parte de una afirmación contundente: “Los argentinos en su mayoría habían elegido no enterarse (…), una sordera de una parte nada desdeñable de nuestra opinión pública” (31). Citando a Habermas, quien retomando a Arendt distingue entre “culpa colectiva” –un imposible– y “responsabilidad colectiva” –una posibilidad de análisis del “contexto mental y cultural” de lo sucedido–, Sábato retoma una serie de trabajos que considera que realizaron la “compleja” pregunta sobre la responsabilidad colectiva: La larga agonía de la Argentina peronista, de T. Halperín Donghi, y Breve historia contemporánea de Argentina, de Luis Alberto Romero. Dentro de la producción audiovisual rescata Un muro de silencio de Lila Stantic, por ejemplo el contrapunto de la hija de desaparecidos que afirma que “la gente” no sabía y la madre que contesta: “todos sabían”. El artículo de Sábato, a once años de la recuperación democrática, nueve del Juicio a las Juntas y pocos años después de las últimas leyes de impunidad, recuenta los trabajos que a la fecha sí habían problematizado aquella pregunta, y la explicitación de una diferenciación elemental y a menudo confundida: “Frente a imágenes contrapuestas de una sociedad culpable y de una sociedad víctima, estas interpretaciones resaltan el papel contradictorio y complejo que nos cupo a todos en nuestro pasado reciente” (34, cursivas en el original). Esta “contradictoriedad y complejidad”, en mi tesis, la llamé –retomando a Derrida– hostipitalidad, la conjunción de lo hostil y hospitalario: no para arrojar el agua de la responsabilidad colectiva con el niño-concepto dentro, sino para llevar la tensión entre responsabilidades y resistencias al interior de una misma idea (vale decir que, a la película citada por Sábato, podría agregarse, ya para el ’94, el film de Carlos Echeverría Juan, como si nada hubiera sucedido (1987), y la novela de Juan José Saer Lo imborrable (1992), como textos que, con sus particularidades y de distintas maneras, se preguntan por la responsabilidad del colectivo ante lo sucedido).

Otro aspecto interesante, en el sentido de fértil y productivo, del trabajo de Sábato son sus reflexiones sobre los efectos de los Juicios a las Juntas. Escribió: “Los juicios fueron, paradojalmente, apertura y a la vez clausura” (31). Apertura en tanto vuelta sobre un pasado recientísimo, sobre los crímenes cometidos, sobre lo que –en sus términos– viendo y escuchando se eligió no ver y oír (Calveiro, en un trabajo de la segunda mitad de los ‘90’s, dirá: “la sociedad sabía”). Cierre porque, a pesar de lo anterior –o justamente por ello–, esta apertura sobre los crímenes cometidos y ocultados del pasado centró sus miras sobre los jerarcas militares, forcluyendo una ampliación del campo de lo problematizado, centrando sus miras en la maldad radical de los secuestradores-torturadores-represores en jefe. Ampliación, va de suyo decirlo pero se explicita en caso de que no resulte obvio, no planteada en términos punitivos –perseguir y condenar a los ciudadanos “responsables colectivos” de la última dictadura–, sino en términos analíticos, en el sentido de un estado de debate de la sociedad argentina sobre sus implicancias con el terrorismo de Estado.

Carlos Nino y Jaime Malamud Goti, dos de los principales arquitectos jurídicos del Juicio a las Juntas, llegaron a conclusiones similares, volviendo críticamente sobre su experiencia. El primero, a través de lo que denomina un “breve estudio de casos de las violaciones de derechos humanos a lo largo del siglo”, concluye que existen “problemas prácticos para definir al grupo de los culpables, requiriendo de la fiscalía un delicado balance entre una persecución extendida pero llena de dificultades, y la injusticia de limitar el castigo a unos pocos individuos” (cursivas propias). Nótese que el jurista habla de “culpables”, no de responsables, es decir, de culpabilidades individuales jurídicas, no de responsabilidades colectivas no juridizables. Nótese también que la tensión que señala es entre la judicialización generalizada, sueño del derecho penal donde una parte de la sociedad –la triunfante– juzga a la otra –la derrotada–, y la construcción de paradójicos e incómodos chivos expiatorios militares y asesinos, donde pocos asumen la culpabilidad de una empresa que jamás podría haberse realizado sin el concurso de muchos (sectores eclesiásticos, judiciales, empresariales, partidarios y sindicales). El modo de extender esta problematización, de un modo no punitivo, a la sociedad civil es a través de la pregunta por la responsabilidad colectiva.

Malamud Goti arriba a reflexiones similares a las de Nino, aunque quizá más radicales. Escribió el jurista: “Sugiero que el espíritu detrás del fervor popular que despertaron los juicios está íntimamente vinculado a la práctica de inculpar de acuerdo con las modalidades que ésta práctica adquirió durante el reinado del terror” (174). Siguiendo este razonamiento, los juicios, al menos para determinada parte de la población –la mayoritaria, que no era militar ni militante–, consistió en una continuación y corrimiento de lo sucedido bajo dictadura: continuación, porque se trataba nuevamente de levantar el dedo de la acusación; desplazamiento, porque se trocó subversivos por represores. “La mayor parte de los militares”, por su parte, agrega Malamud, así como “no comprendió la falta de reconocimiento popular por su victoria, menos aún aceptó verse ahora acusada por una ciudadanía que le había dado la espalda” (186). Si bien la hipótesis de una ausencia de reconocimiento popular a la dictadura es discutible, en este razonamiento la sociedad es quien tira la piedra y esconde la mano, golpea los cuarteles y lamenta su salida. La sociedad, el pueblo, la gente aparece atravesada por la histeria de querer y no querer, no querer y querer, o querer y no hacerse cargo, responsabilizarse, de sus deseos de orden. Para terminar esta breve recapitulación, me permito citarlo en extenso:

“Al imponer a la ciudadanía una interpretación bipolar del mundo entre ‘culpables’ e ‘inocentes’, los jueces penales recrearon un esquema análogo a aquel según el cual ‘si no estás con nosotros estás contra nosotros’. Así como la vaga noción de ‘subversivo’ había dividido a la sociedad en ‘buenos’ y ‘malos’, esta misma sociedad se vio escindida una vez más por el reproche institucionalizado. Lo que inicialmente había sido ‘subversivos’ o ‘cruzados’, en la sociedad de los ’80 se convirtió en la dicotomía de ‘culpables´ o ‘inocentes’ (…) Esta debilidad fue la consecuencia necesaria de una inevitable sobresimplificación de la historia en la cual desaparecía el terreno intermedio entre el completo inocente y el total culpable” (190).

Entonces, según Malamud, la interpretación dicotómica entre “culpables” e “inocentes” actualizó la lógica amigo-enemigo que había estado en la base de la dictadura posibilitando las prácticas realizadas en su desarrollo. Pero además, a esta actualización de lo sedimentado, agregó un nuevo maniqueísmo sólo que de signo invertido: los que antes eran los malos pasaron a ser los buenos –los pobres jóvenes soñadores de un mundo mejor–, y los que antes fueron los salvadores de la patria eran sus destructores –las subjetividades inhumanas, siniestras, crueles, sin nada en común con el resto de los mortales–. Como resulta palpable, si de algo adolece esta forma de pensar las relaciones entre sociedad y dictadura es de grises y claroscuros, lo que Malamud Goti denomina “terreno intermedio”: yo entiendo que ese terreno es el de la responsabilidad colectiva.

Dada la referencia a ciertos autores extranjeros –Arendt, Habermas, Derrida– para pensar la problemática de la responsabilidad, tal vez se imponga una breve contextualización internacional de la noción. Como Huyssen sugiere acerca de la influencia de la experiencia alemana del nazismo sobre los restantes eventos radicales del siglo XX, lo cual ha llevado a buscar encajar en nociones provocadas por aquella experiencia distintas situaciones sucedidas alrededor del globo, la pregunta por la responsabilidad colectiva de una sociedad ante un hecho límite sucedido en su seno tiene su origen en torno al exterminio masivo-estatal nazi de judíos, comunistas, homosexuales y gitanos. Los aportes seminales acerca de esta pregunta son los de los filósofos alemanes Karl Jaspers (1948, 1984) y Hannah Arendt (1963, 1964). En nuestro país ha sido Hugo Vezzetti (2002) quien se ha detenido, detalladamente, a leer y glosar las reflexiones jasperianas sobre la temática, sin presuponer descartes donde hay distinciones, aunque es cierto que también imbricaciones: la más obvia, entre culpa y responsabilidad. En el caso arendtiano, un extraño ejemplar más retomado oblicuamente por la cinematografía y literatura posdictatorial que como marco teórico de investigaciones, considero que los trabajos de Mundo (2002), Bacci (2008) y Salvi (2013) son los que, en relación con nuestro pasado reciente, más cuidadosamente han dado cuenta de los conceptos de Arendt habitualmente retomados para pensarlo.
Jaspers discrimina entre culpa criminal, política, moral y metafísica. No sólo esta última, en la que “hay una solidaridad entre hombres como tales que hace a cada uno responsable de todo agravio” (54, cursivas en el original), sino también la “culpa moral”, en la que “siempre que realizo acciones como individuo tengo, sin embargo, responsabilidad moral”, resultan pensables en relación con la responsabilidad colectiva. Es más, en tanto que la “culpa moral” resulta menos abstracta que la “culpa metáfisica”, es la primera la que guarda más relación con una interrogación sobre la responsabilidad de un colectivo ante acciones realizadas a otros individuos de mi comunidad, ante las cuales yo puedo haber omitido una acción o bien directamente su conocimiento. Arendt, por su parte, en dos artículos en particular y sobre el final de su libro sobre Eichmann, se dedica a delimitar el concepto de responsabilidad colectiva. Podría hipotetizarse que todo lo que Jaspers confunde entre culpa y responsabilidad es lo que Arendt (1968) diferencia entre culpabilidad colectiva –un oxímoron, una contradicción de términos– y responsabilidad colectiva. Dos párrafos en particular son claros al respecto:

“Dos condiciones deben darse para que haya responsabilidad colectiva. Yo debo ser considerada responsable por algo que no he hecho, y la razón de mi responsabilidad ha de ser mi pertenencia a un grupo (un colectivo) que ningún acto voluntario mío puede disolver, es decir, un tipo de pertenencia totalmente distinta de una asociación mercantil, que puedo disolver cuando quiera” (152)

No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva. Esta responsabilidad vicaria por cosas que no hemos hecho, esta asunción de las consecuencias de actos de los que somos totalmente inocentes, es el precio que pagamos por el hecho de que no vivimos nuestra vida encerrados en nosotros mismos, sino entre nuestros semejantes, y que la facultad de actuar, que es, al fin y al cabo, la facultad política por excelencia, sólo puede actualizarse en una de las muchas y variadas formas de comunidad humana” (159)

Entonces, por un lado, dos condicionamientos de la responsabilidad colectiva: 1) no haber hecho nada, pero 2) que eso que se hizo, que uno no hizo, haya sido hecho en nombre propio (por ejemplo, de las nuevas generaciones, de la comunidad nacional, de la civilización occidental y cristiana). Soy responsable de esto, no porque esté jugando juegos intelectuales en los que me auto-flagelo culpable de cosas que no he hecho –como Arendt alerta sobre los jóvenes alemanes de la década del ‘60–, sino porque no nací ni vivo solo, y porque esos otros son la condición de posibilidad de la facultad política más importante, actuar. Por si quedan dudas al menos del razonamiento arendtiano: “No hay ninguna norma moral, individual y personal de conducta que pueda nunca excusarnos de la responsabilidad colectiva”. Es una vicariedad que hay que asumir como precio a pagar.

Dentro de este sintetizado marco teórico de la noción de responsabilidad colectiva, pueden agregarse los aportes de Hans Jonas, quien piensa la noción no sólo en relación a un evento extremo sino extendiéndola a la técnica, la tecnología, los ideales de la utopía y el progreso ilimitado, o Emmanuel Levinas, un pensamiento tan complejo como los anteriores: sus reflexiones sobre la responsabilidad al que me ob-liga la sola presencia del otro, su rostro, otro que es absolutamente otro y sin embargo asumible por mí, pueden rastrearse en el debate argentino, aunque con menor medida que las reflexiones jasperianas o arentdianas. No, va de suyo pero se explicita preventivamente, porque películas o novelas se hayan escrito y filmado con aquellos libros en la mano, sino porque la imbricación entre culpa y responsabilidad, o la consideración de esta última como una fatalidad a pagar por vivir entre otros, han influido el cine y la literatura de la posdictadura sobre estas temáticas: Pase libre (2002) de Tamburrini, El secreto y las voces (2002) de Gamerro (paradigmáticamente), Los rubios (2003) de Carri, Andrés no quiere dormir la siesta (2009) de Bustamente, Rawson (2011) de Machesich y Zito y Una misma noche (2013) de Brizuela. De forma específica en cada uno de los textos, pero mucho más presentes estas dos reflexiones que otros modos de pensar la responsabilidad colectiva.

2.3. El Y2K: fin de siglo que es recomienzo de una pregunta

En 2004 Oscar del Barco da a conocer, en una revista cordobesa, su famosa carta “No matarás”. En ella, retomando fundamental y brevemente –es una breve epístola, pareciera de allí su capacidad de impacto– el pensamiento levinasiano, mete el dedo en la llaga sobre las responsabilidades individuales –ni culpabilidades, ni colectivas– de quienes apoyaron o incluso simpatizaron con las organizaciones político-militares de los ’70, en torno a sus hechos armados llamados “asesinatos” por el autor. Es una intervención, como el fálico y varonil debate-dentro-del-debate que sostuvo con León Rozitchner, que puso el responder ante el pasado reciente en uno de los centros de la escena intelectual argentina.

Rozitchner (2008) tampoco ha dejado de ocuparse de las prácticas y comportamientos que, al fin y al cabo, intentan englobarse y pensarse bajo la noción de responsabilidad colectiva: en su caso, como en el de Perlongher (1982), el apoyo social a la última dictadura, a la guerra de Malvinas, la Plaza de Mayo llena, las banderas en taxis y balcones, las calcomanías “Los argentinos somos derechos y humanos”. No, en un aplicacionismo local de la hipótesis de Goldhagen sobre la sociedad alemana como “verdugos voluntarios” del nazismo, para sostener la condición cómplice o culpable del pueblo argentino ante la última dictadura, sino para no caer en la extensión del estado de inocencia originaria, una suerte de buen salvaje contemporáneo a la dictadura, al “contexto mental y cultural” de esta. Rozitchner, en el marco de un trabajo más amplio, prefiere la noción –con su historia premoderna– de “servidumbre voluntaria”: la coincidencia en torno a lo volitivo no deja de ser remarcable. Perlongher, durante su exilio brasilero, lo ha pensado en términos de “deseo de represión”, dando cuenta de su influencia por las reflexiones deleuzeanas y puntualmente de Guattari: mi futura línea de investigación, retomando estos trabajos de Perlongher de hace más de treinta años, intentarán dirigirse en esa dirección.

En los últimos diez años arreciaron –es una forma de decirlo– trabajos que se internaron en la investigación de las ambiguas relaciones entre sociedad y dictadura. Caviglia (2006), a través de entrevistas en La Plata, trabajó el cruce entre “vida cotidiana y clases medias” durante la dictadura: una de las conclusiones a las que arriba es que la sociedad argentina fue fracturada por la dictadura, a través de la imposición y expansión del terror, el que se encuentra todavía palpable en los testimonios de la “gente común” que entrevista. Me preguntaba cuando leía el libro si no es la condición de toda sociedad la de estar fracturada, escindida, y si el proyecto (de reorganización nacional) dictatorial no se propuso colmar esa grieta, ya no sólo mediante la Nación adjuntada al Estado, los mitos cohesionadores o ideologías dominantes, sino a través del terror. Un cierre de la apertura constitutiva de lo social a través del miedo desbocado como afecto de Estado.

Águila (2008), por su parte, también ha contribuido al estudio de “la sociedad” bajo dictadura. Esta abstracción, “la sociedad”, es concretizada de distintas maneras, siendo “hombres y mujeres comunes y corrientes” una de ellas, una expresión tan discutida como retomada. A través de un estudio de las distintas vías represivas dictatoriales en Rosario, la autora también aportó a una federalización o descentralización de los estudios sobre la dictadura, por lo general centrados en Capital Federal o Provincia de Buenos Aires.

Por último, al menos de este breve recuento de nuevo siglo, Carassai (2013) aunó la preocupación por las relaciones entre dictadura y sociedad con la recapitulación abierta de la categoría “gente común” y un abordaje metodológico novedosísimo: el diálogo entre testimonios construidos en tres lugares geográficos –Capital Federal, San Miguel de Tucumán y un pueblo de Santa Fe– con las publicidades gráficas y televisivas emitidas durante los años previos a la dictadura y cuando su transcurso. ¿Por qué novedosísimo? Porque subraya el carácter interxtetual de todo sentido social –y naturalizar o extrañar la violencia lo es–, es decir su retomar, discutir o afirmar un discurso anterior, así como el dirigirse a otro en carácter de asistente o contrincante. En pocas palabras, que las responsabilidades o resistencias no se construyen en un laboratorio, sino en una larga duración cultural de la que es preciso desovillar el hilo en alguna parte para pretender entenderla. Este trabajo ha sido criticado, entre otros puntos, por el empalme de las categorías de “clase media” y “gente común” (Crenzel, 2013), lo cual, en caso de estar de acuerdo con este señalamiento, podría extenderse a los trabajos anteriores mencionados.

Entonces, si hiciésemos un amplísimo arco, un arco que iría desde la misma dictadura a la actualidad y que este 2016 cumple cuarenta años, las prácticas, comportamientos y actitudes sociales ante la última dictadura no fueron dejados de pensar desde su desarrollo. Quizá no como eje prioritario, en base a otras demandas urgentes (denuncia, enjuiciamiento, re-denuncia de impunidad), pero sí como un telón de fondo que, justamente, refiere a ese telón-de-fondo sobre el cual sucedieron los hechos: los vecinos, transeúntes, espectadores, que estaban al lado, en el medio o en frente de secuestros, detenciones y desapariciones. Un fondo que, retomando el esquema merleaupontyano, puede haberse convertido en figura los últimos años. Al menos, hasta diciembre de 2015.


3. Palabras finales: responsabilidad colectiva y vecinos perdidos

Entonces, ¿cuál es el vecino perdido? En este breve texto vimos cómo, entre otras figuraciones –transeúntes, amas de casa, empleados públicos– el vecino de determinados hechos, el que estuvo al lado de un secuestro-desaparición o bien directamente viviendo contiguo a un centro clandestino de detención, se convirtió en una concretización posible de la abstracción la sociedad para estudiar las relaciones entre esta y la dictadura. No porque resulten intercambiables las distintas vecindades –de un secuestro, de un CCD, de una casa levantada y tomada–, sino porque la condición de cercanía, que entre otras define la condición de la vecindad, se juega en cada una de ellas. Entonces, ¿de qué vecinos estamos hablando cuando, entre Proust y Patricio Rey, apelamos a su forma?

El primer vecino perdido, pensaba en el transcurso de la investigación, es el vecino que solicitó, demandó, apoyó y –microfísicamente– sostuvo la dictadura cuanto pudo. ¿Quién no quisiera dar, en un trabajo de campo, con la vecina que, en lugar de negarse a la entrevista, medias palabras y un discurso epistémicamente vigilado, se eche a hablar sobre lo que efectivamente pensaba y deseaba cuando el golpe? El efectivamente busca recordar que en todo testimonio tratamos con una pluralidad de tiempos de la memoria superpuestos, particularidad del testimonio no excluyente del trabajo de campo. En otras palabras, que el pasado que recordamos lo hacemos desde el presente, no desde lo pretérito de lo recordado, aunque contemos con otros textos como fuentes, documentos y testimonios para contrastar.

Pero este vecino perdido, que testimoniara abiertamente sus responsabilidades colectivas –su pertenencia al “entorno mental y cultural” donde sucedieron los hechos–, quizá fuera un vecino así pensado por el régimen de memoria que vivimos los últimos doce años: la agenda de DDHH de los organismos retomada por el gobierno como política de Estado. La demonización de la dictadura clara y distinta, el elogio de la militancia setentista aunque también discutida, los distintos apoyos civiles al golpe criticados y juzgados —se avanzó sobre las culpabilidades, no responsabilidades, eclesiásticas y empresariales, con mucha dificultad—. Entonces, en este contexto, el vecino —por ejemplo de un exCCD— que míticamente testimoniara desde lo que pensó y sintió en marzo del ’76 y no también desde marzo del 2004, o desde la oficialización del pasado represivo de la Seccional de su barrio, o desde el primer juicio de Memoria, Verdad y Justicia de su provincia, era prácticamente inhallable. No que no lo hubiera, no que no pudiera decirlo, sino que el peso de legitimidad y validez construido por el discurso de los derechos humanos llamaba al silencio a quien no estuviera desde siempre emparentado —y emphatizado— con él.

Pero tal vez este vecino, como el rosto del viudo Gus en El secreto y las voces (2002) de Gamerro —que de acuerdo a la vereda desde que se lo mire se ve o pierde una parte de él—, fuera sólo una parte de la historia. La última vecina de Los rubios (2003) que, entre niños que juegan alrededor y sabían la otra historia, habla desembozada, en lugar de las primeras que abren y cierran las ventanas cuando la ven. Quizá el verdadero —o, mejor dicho, menos falso— vecino perdido contemporáneo a la dictadura, conviviente de ella y —por qué no— de acuerdo con su existencia durante al menos seis años, sea el que abra y cierre los postigos de su casa, retomando un accionar que realizaba durante dictadura. En otras palabras, tal vez sea la vecina que habla y no habla, que condena y elogia, que es hospitalaria y hostil al mismo tiempo –hostipitalaria, en la jerga derridiana–, la que más cerca nos deje de intentar entender las relaciones entre dictadura y sociedad aquellos años. Además, en esa combinación de colaboración y resistencia, un vecino que nos permita pensar lo sucedido en una larga duración, no sólo hacia el pasado —los golpes desde el ’30, las represiones a las izquierdas anteriores, los crímenes con los que se funda todo Estado—, sino asimismo hacia el futuro, hacia las permanencias imperceptibles —y por momentos muy evidentes— de lógicas y sentimientos autoritarios, despóticos, leoninos que tuvieron en la dictadura campo abierto para expresarse. Se trata de un asunto de regímenes, si quiere decirse en el código foucaultiano. Pero tal vez también se trate de pensar las posdictatoriales elecciones de represores vinculados a la dictadura, los apoyos a la mano dura —a una sociedad infantilizada como lo hacia la dictadura—, las salidas represivas, o los linchamientos ciudadanos o vecinales, en la clave de tendencias presentes en la sociedad argentina que buscan su momento —su régimen de luz— para manifestarse. Entonces, si puede decirse así, la dictadura no fue más que un momento, radicalizado, donde aquellas tendencias tuvieron libertad absoluta de manifestarse. Pero, es posible pensar, no fue la primera ni última vez. Así, si uno quisiera retomar la tradición que entiende programáticamente el fin del texto, tal vez una de las muchas formas de combatir lo que hizo posible la dictadura sea siendo cada día menos autoritarios, despóticos, microfacistas, o pequeños fachos. Nada garantiza nada, pero quizá sí se trate de un asunto microfísico o micropolítico.

1. Resistencias (a la idea de responsabilidad colectiva y a la de resistencia).

2. Referencias bibliográficas.

Deleuze, Gilles (2013 [1985]), El saber. Curso sobre Foucault, Bs. As., Cactus, trad. Pablo Ires & Sebastián Puente, puntualmente: “Visibilidades y enunciados en Raymond Russel. Conclusiones sobre el saber” (191-228).