Reseña de la novela “Los escondites”: escribir al borde del realismo

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Reseña de la novela “Los escondites”: escribir al borde del realismo

04 Abril 2021

Por Emiliano Scaricaciottoli

Lugares sin fondo, donde no se toca nunca el fondo, donde no se puede recepcionar el colapso. Estar en el colapso, vivirlo en el cuerpo, en las entrañas, en la piel. Escribía Laura Estrín sobre César Aira en su César Aira. El realismo y sus extremos (1999): “Escribe eso que se encuentra sin encontrar nada, el realismo, porque el continuo es una acción inactiva: “Era puro espacio” (…) Aira escribe pero, como “pensaba y no pensaba”, porque “¿de qué servía pensar, si al fin la realidad siempre se imponía?”, escribe historias que se lleva el viento”.

Y si Los escondites de Pablo Atilio Sierra (Clara Beter ediciones, 2021) son o representan lugares para ingresar con palabras mágicas es porque su visibilidad, su señalización no es de neón. Los escondites ocupan el espacio del mal, una ética del mal que recubre, como una plaga, la piel de quienes habitan al borde de lo social. Decía Mariano Pacheco respecto de Arlt en Kamchatka. Nietzsche, Freud, Arlt: ensayos sobre política y cultura (2013) que en determinados sectores de reacción, en el descampado, en el espacio “disponible”-sujetos sociales que se despersonalizan o se les borra la faz en su entorno, la mimetización con la parquización de los cuerpos, de los deseos- “...el mal -la traición, el crimen- sean una suerte de de-sujeción”. Entiéndase, que opere un “delirio alucinatorio”, sostiene Pacheco, o, agrego, la vida material ofrezca un protomundo: magia, esoterismo, rituales, una liturgia del miserabilismo crístico, ese mismo que observaba Nicolás Rosa en los muchachos de Boedo (y Arlt entraba por la puerta de atrás, pero entraba).

No es la primera novela de Sierra (aunque eso dice la verticalidad de una obra que se expone a la recepción cuando se publica), es el relato de entrada. Muchas veces, en sus personajes larvarios -un gesto muy característico de Elías Castelnuovo, es decir, un gesto con genealogía, con linaje, con una línea política fuerte- el narrador le pone énfasis a la iniciación. ¿Un novelista con ópera prima publicada se hace referente en su narración como un acto -en la lectura- de iniciación? No creo. Intuyo que la iniciación es, en todo caso, a un lector no ecleciástico, sin barreras morales ni exotismos berretas sobre el borde. Los límites, el arcano ocho, La Justicia, no es una desolación de lo real: sino, lo real a lo que sólo el iniciado accede.

Despojarse del realismo “conurbánico”, la maldita máquina de hacer negritos villeros de Cucurto, por ejemplo. Ese no es el conurbano. Es el conurbano, en todo caso, de los blanquitos, de los medios masivos, el que mira el saqueo del supermercado por televisión. Los trenes de Sierra, como los de Arlt a Temperley, no terminan nunca. La vida perra de los iniciados que murmuran Los escondites transita en un bucle, eterno y grácil, como leía Douglas Hofstadter en Gödel, en Escher, en Bach. ¿Dónde empieza y termina este viaje hacia las profundidades del mundo de los huérfanos? En la sensualidad de sus movimientos, en la reproducción a la enésima potencia de su filosofía a martillazos. El martillo, los vidrios, los insectos, el canturreo, la fiebre, el desterrado de Quiroga pero en un Litoral muy cercano a la Capital Federal. El destierro, en el caso de Sierra, supera el orden lúdico que la literatura argentina contemporánea tiene normativizado para un relato realista. Y esa superación es lo que no entendés: es que no me entendés, es la lengua del desterrado. Hablar en su lengua -algo que hace muy bien Cabezón Cámara en La virgen cabeza y muy mal en Las aventuras de la China Iron- es la apuesta de Sierra. Meterse en la lengua -decía, otra vez, Nicolás Rosa-, la anatómica, la fisiológica, en la aporía de su fuerza dionisíaca, la femenina, lo femenino, digo. Esa fuerza, revierte todo signo impuesto, reglado. El pobre que sufre o el que derrama sangre a los ojos del patrón, escenas trilladas en la literatura nuestra de cada día, son en las que el relato de Sierra no ingresa. Porque hay un lustre, pensando en Perlongher, un numen divino que se transpira en los cuerpos de Mimado de Dios, de Fredy, Zarigüeya, Olga, y todo su universo de personajes encerrados en sus escondites.

La estigmatización del encierro o la voluntad de poder para encontrar en ese pozo una patria. La patria de los desterrados tiene, pues, lengua, corpografías (fronteras corporales), campos de sonido, elementos sagrados y un nivel de violabilidad: no se puede escapar del escondite. Nadie sale, aunque lo intenten. Salir de allí es no saber que el bucle vuelve en sus sueños cortando las tentaciones de la Ciudad, del futuro, del progreso, o de cualquier otro recodo humanista. En Los escondites no hay esperanzas porque no hay una relación sujeto-objeto. El que tiene esperanzas pierde, siempre pierde. El reverso de la esperanza es, en este caso, en los mundo que Sierra construye, lo increado, un no-lugar rúnico que supera los arquetipos, que tajea al lector con la misma malicia-la gratitud de la malicia, la necesaria- del deseo que no querés ver o que no podés ver. Será quizás que al mal de su obra se accede con otras heridas. La letra del realismo, la que pensaba Estrin respecto de Aira o Pacheco de Arlt, le queda a Los escondites un tanto chica.