Archivo recuperado: el calvario de Alfredo Bravo y la dignidad de un maestro

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Archivo recuperado: el calvario de Alfredo Bravo y la dignidad de un maestro

28 Mayo 2018

Por Juan Carlos Martínez (*)

Lo que sigue a continuación es una entrevista que el autor de esta nota le hizo a Alfredo Bravo en julio de 1987, después de ser legalizada por la Corte la Ley de Obediencia Debida. Una amnistía encubierta que los militares le arrancaron al gobierno de Alfonsín tras el levantamiento de la semana santa que encabezó el golpista Aldo Rico.

Por aquellos días, Bravo había renunciado al cargo de subsecretario de Educación. Función que Alfonsín le dio un día después de haber jurado como nuevo presidente. Una parte de la entrevista fue publicada por la revista española Interviú (número 591, del 9 de septiembre de 1987) y otra se incluyó en la primera edición del libro La Abuela de hierro (1995, páginas 118 a 121). Como ilustración a esta nota, se comparten las páginas de la primera publicación.                           

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El 8 de septiembre de 1977, Alfredo Bravo se encontraba dando clases en una escuela para adultos en la capital federal cuando irrumpieron en el aula varios matones fuertemente armados. Lo obligaron a despojarse de su uniforme blanco delante de sus azorados alumnos y lo arrastraron hasta un automóvil, donde comenzó su terrible odisea.

“Me vendaron los ojos, me esposaron las manos hacia adelante, comenzaron a golpearme y me hicieron bajar del coche… cuando caí al suelo empezaron a sonar tiros… fue  un simulacro de fusilamiento”.

Los simulacros de fusilamiento eran un método corriente para multiplicar el suplicio de las víctimas, aunque también era común que se las fusilara sin más trámite. O se las quemara con neumáticos en los centros clandestinos de detención.

Bravo permaneció en calidad de desaparecido durante trece días hasta que fue “legalizado” y puesto en prisión bajo el régimen del estado de sitio. Luego continuó sujeto a las normas de la libertad vigilada hasta ser liberado en junio de 1978 gracias a la presión internacional que se hizo sobre la Junta.

Durante su penoso cautiverio perdió 25 kilos. El comisario Etchecolatz y el general Camps, conocido como “el carnicero de Buenos Aires” participaron directamente en la aplicación de torturas a Bravo.

“Sí, es verdad, los dos intervinieron en las torturas. Esto fue comprobado por la Cámara Federal que elevó su sentencia a la Corte Suprema”, expresa Bravo al evocar aquel espanto.

Los jueces que condenaron a Etchecolatz lo encontraron culpable en noventa y un casos de tortura, lo que da una idea acerca de la experiencia de este torturador, perdonado bajo el argumento de haber actuado en estado de coerción.

Bravo declaró ante los jueces que fue torturado en nueve oportunidades, en las cuales estuvo sometido a interrogatorios por una voz inquisidora, grave, de una persona que presentaba signos de irascibilidad.

Antes de ser liberado, ya sin capucha, Bravo constataría que esa voz no era otra que la de Camps, el hombre que dispuso de la vida y de la muerte de miles de personas en el ámbito de la provincia de Buenos Aires, reducto de la policía brava, todavía hoy la más temida de todo el territorio argentino.

“Su voz me ha quedado grabada por una sencilla razón –evoca Bravo- yo había perdido toda noción del tiempo y cualquier elemento del que me pudiera aferrar valía para tener una visión del mundo que había dejado. Mi sentido auditivo se agudizó… vivía pendiente de los cierres de puertas, de la llegada del día, de todo lo que me servía para saber que estaba con vida, aunque sabía que luego iba a ser torturado”.

Para Alfredo Bravo recordar aquel tormento de diez años atrás es como asomarse al infierno y ver, de pronto, la  exhumación del horror.

¿Qué sensación tiene usted al ver en libertad a centenares de asesinos y torturadores, incluido su propio verdugo?

“Me siento agraviado, totalmente agraviado. Yo pregunto: ¿A quién vamos a recurrir los que declaramos en el juicio, los que señalamos a los culpables, los que tuvimos que afrontar el recordatorio de todo lo que habíamos padecido, si la Corte Suprema, en un acto administrativo, pretende borrar todo el horror? En verdad, siento un total estado de indefensión”.

La renuncia

“Presidente, no puedo seguir colaborando con su gobierno porque el hombre que me torturó ha quedado en libertad. Me siento agraviado”.

Raúl Alfonsín escuchaba de labios de su amigo y colaborador lo que muchos argentinos hubieran querido decirle cuando la Corte Suprema de Justicia de la Nación sentenció que la llamada Ley de Obediencia Debida era constitucional.

La entrevista Bravo-Alfonsín se produjo el 30 de junio pasado. Una semana después que el máximo órgano judicial argentino diera luz verde a la ley 23.521 propiciada por el Poder Ejecutivo y votada por ambas cámaras del Congreso en medio de una ola de protesta de las ocho entidades defensoras de los derechos humanos, incluida la Asamblea Permanente de la que Alfonsín es cofundador y Bravo su presidente desde su creación en 1975.

La Ley de Obediencia Debida liberó automáticamente a más de doscientos asesinos y torturadores, en tanto que eximió de rendir cuentas ante la Justicia a otros ochocientos militares, policías y agentes parapoliciales acusados de graves violaciones a los derechos humanos.

“En tales casos –expresa una parte del artículo primero- se considera de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad”.

Decepcionado por las concesiones que el gobierno fue  haciendo a los militares (primero el Punto Final y luego la Ley de Obediencia Debida), Bravo consideró que había llegado la hora de escoger entre sus convicciones políticas y humanas y el cargo de subsecretario que le había confiado  Alfonsín en el área de Educación el 11 de diciembre de 1983, un día después de la llegada del gobierno democrático.

Bravo, primer funcionario del gobierno de Alfonsín que abandonaba el cargo por no estar de acuerdo con la Ley de Obediencia Debida, no pudo soportar que uno de sus torturadores –el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz- quedara en libertad como consecuencia de una ley elaborada en los despachos oficiales. Es decir, en sus propias narices.

¿Qué le dijo usted a Alfonsín al presentarle su renuncia?

“Que me sentía agraviado porque esa ley permitió a uno de mis torturadores quedar en libertad”.

¿Y qué le respondió Alfonsín?

“Que se trataba de un acto del Poder Judicial en el que él no podía interferir”.

El poder de persuasión que ejerce Alfonsín sobre sus colaboradores, sean de su partido o extra partidarios (Bravo milita en una corriente del socialismo) no fue suficiente.

“Mi renuncia nace de un principio ético que me nutre y me sostiene en la lucha por los derechos humanos” diría Bravo entonces para responder a algunas versiones periodísticas que sugerían que el anuncio de su dimisión era producto de un ofuscamiento circunstancial.

Pero no. Bravo se iba convencido de que no había compatibilidad entre su permanencia en el en el gobierno y la libertad otorgada por la Corte Suprema de Justicia a gentes responsables de asesinatos y torturas, entre ellos a su propio verdugo.

En Interviú              

La revista española Interviú se hizo eco de los efectos que produjo en la Argentina la Ley de Obediencia Debida. En la misma edición del 9 de septiembre de 1987 le dedicó seis páginas al tema. “ARGENTINA: otra vez los perros están en la calle” ,decía el título a doble página con varias fotografías, entre ellas las del genocida Miguel Etchecolatz, el médico torturador Jorge Bergés y Alfredo Bravo, una de sus víctimas. En las mismas páginas se incluyó una entrevista a militares del CEMIDA. Lo que sigue es otra parte de la entrevista a Alfredo Bravo en la revista española.

El agravio de Bravo

Horas después que la jauría de torturadores estuviese en la calle, Raúl Alfonsín debió escuchar de su amigo y colaborador Alfredo Bravo el más patético testimonio de una de las víctimas de la represión. “Presidente, no puedo seguir colaborando con su gobierno porque el hombre que me torturó ha quedado en libertad. Me siento agraviado”.

En un país donde la hipocresía suele convertirse en virtud, donde Dios y el diablo pueden estar en la misma galería, la actitud de Bravo era todo un ejemplo de dignidad humana. Este maestro de ideales socialistas es uno de los sobrevivientes de los centros de tortura que funcionaron durante la dictadura. El 8 de septiembre de 1977 fue detenido ilegalmente por fuerzas policiales que actuaban al mando del general Camps. Bravo se encontraba dictando clases en una escuela de Buenos Aires cuando varios hombres fuertemente armados irrumpieron en el aula y lo arrastraron hasta el automóvil donde comenzó al calvario.

“Me vendaron los ojos, me esposaron las manos hacia adelante, comenzaron a golpearme y me hicieron bajar del coche. Cuando caí al suelo comenzaron a sonar tiros. Fue un simulacro de fusilamiento. Después se produjo una disputa entre mis secuestradores. Uno de ellos decía que no me podían matar allí porque no habían traído el combustible y los neumáticos necesarios para quemarme porque, decían, los subversivos dan mal olor”.

Entre los torturadores que por la Ley de Obediencia Debida quedaron en libertad, figura el médico Jorge Bergés,  cuya actuación en los campos de concentración permanece viva en la memoria de las víctimas que pudieron sobrevivir al horror. Adriana Calvo de Laborde recuerda a Bergés como uno de los más fríos torturadores de los campos de concentración donde el médico manejaba mejor la picana eléctrica que el bisturí. Silvia Isabel Abalizi, prisionera en uno de los centros clandestinos, fue llevada por Bergés a un hospital de Quilmes para que la mujer diera a luz. El médico se presentó en ese nosocomio con los matones y amenazó a la guardia para que atendiera el parto, exigiendo que dos policías permanecieran en el quirófano. El médico se negó a esto y por eso Silvia pudo decir su nombre y dónde estaba secuestrada y pedir que avisaran a su familia. “Al día siguiente –expresa Adriana- Bergés la retiró del hospital y la devolvió al campo de concentración, pero sin la criatura”.

(*) Juan Carlos Martínez es periodista, escritor y colaborador habitual de esta AGENCIA. Dirige el periódico pampeano Lumbre y mantiene una columna en Radio Kermés, de Santa Rosa, La Pampa. Entre sus libros se destacan el citado La abuela de hierro,  La apropiadora, El golpeador y La Pampa nostra.