Vindicación de Fanny, la empleada de Borges

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Vindicación de Fanny, la empleada de Borges

13 Junio 2021

Por Mariano Dubin |​ Foto: Rafael Calviño

Ante todo, estas breves palabras no son más que una vindicación de Epifanía Uveda, la mucama de Jorge Luis Borges por más de tres décadas. Más conocida como “Fanny”. Fuera de todo pintoresquismo, su figura ha sido central en Borges. No sólo porque el trabajo intelectual -como todo trabajo- excede lo estrictamente individual -es decir, es la culminación de la acción colectiva- sino porque la influencia de Fanny no se reduce a lo material. Involucra, sobre todo, a la propia escritura de Borges.

Como se podría hablar de los usos e influencias de Schopenhauer, Kafka y Sarmiento, podríamos hablar de la influencia de Fanny -más en una literatura donde se multiplican las voces criollas en relatos enmarcados-. Al menos que pensemos que las ideas son cuestión de los “grandes hombres” y las mujeres, empleadas domésticas, son un apéndice para resolver sus evacuaciones materiales. (Lo decimos, sin embargo, sin confundir los niveles de influencia y alcance: nadie está diciendo que Fanny fuera una intelectual).

La de Fanny es, sin duda, una influencia menos evidente: ha sido construida en la oralidad, en la cocina, en los comentarios casuales de las caminatas por la ciudad. En diálogos, chistes, narraciones. Pero existe una documentación concreta, en efecto, la obra de Jorge Luis Borges.

La omisión de Fanny -y si se quiere extender la cuestión: la omisión del guaraní- no es en realidad una omisión singular. El guaraní está acá, hace siglos, hablado en la ciudad de Buenos Aires; está en los mates; está en los cuentos de Horacio Quiroga; está en la lengua materna de San Martín y en la lengua hablada por Belgrano y Artigas; está en la Declaración de Independencia traducida al avañe’'ẽ; está en las letras en jopará no sólo del chamamé sino también de Damas Gratis; está en los albañiles que levantaron los edificios porteños; y está en el hijo del “Yacaré” correntino, Diego Armando Maradona, que fue el jugador de fútbol más grande de la historia y uno de los grandes hacedores criollos de la palabra popular. En suma, no hay nada novedoso en tratar de que “no se nos escape el indio”: hace siglos que negamos nuestro cuero guaraní.

Hay, en el caso de Fanny, otra negación que es de género y de clase: sólo imaginen la cara de algún “señor bien” al escuchar que el escritor más célebre del siglo XX fue influido por una mucama, morocha, correntina y guaraní hablante. ¡Qué horror!

Lo cierto es que luego de su madre, la mujer con quien más años y tiempo compartió Borges fue con Fanny. Y, posiblemente, a quien más amó luego de la señora Eleonor y su hermana Norah. Es el mismo Bioy Casares en sus monumentales diarios sobre su amistad con Borges -que se han convertido, sin proponérselo, en una de las últimas y más geniales “novelas totales” del siglo XX- donde afirma:

Le digo:“Fanny es la persona más importante para tu vida”. Cortésmente, responde que yo soy más importante. Lo interrumpo con insistencias, no muy delicadas tal vez pero realistas, sobre la importancia para él de tener a su lado a Fanny. Me da la razón; me refiere cómo lo atendió durante la enfermedad (Bioy Casares, Borges).

La misma Fanny había asegurado que Borges le confesó que si tuviera un hijo le gustaría que fuera con su forma. Este amor, como todo “trabajo no pago”, le jugó una trampa postrera ya que finalizó sus últimos años acorralada por deudas, juicios, demandas, difamaciones. Tras la muerte de Borges, se sabe, hubo quienes usufructuaron de su fortuna. Fanny, tan valiosa en su vida, quedó desocupada, sin dinero, viviendo de prestado en el cuarto de una institución social del barrio de La Boca.

Más modesta que la fortuna material y simbólica que Fanny permitió lograr a otros más afortunados, esta kuña correntinaite necesita hoy una breve vindicación en el universo Borges.

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(Foto: Alfredo Srur)

De Colonia Romero a Buenos Aires: las trenzas de la barbarie

Fanny, poco antes de comenzar a trabajar con la familia Borges, había arribado a la gran ciudad desde un pequeño paraje correntino: Colonia Romero. Era morocha, con trenzas y un apodo indígena: “Tahania”. Como muchos otros correntinos llegó a Buenos Aires para escapar de la pobreza rural.

Luego de un breve empleo en la casa de otra familia, ingresó a lo de la señora Leonor Acevedo Suárez quien pertenecía a un patriciado que ostentaba entonces una condición económica más modesta. Sin embargo, perduraban en su hogar la memoria familiar de nombres, rangos y valores que le habían legado -tanto las genealogías militares de Manuel Isidoro Suárez como de Francisco Borges- un status para tratar a los subalternos.

Leonor aceptó a su nueva empleada con una condición: que se cortara sus dos largas trenzas. Rito de pasaje del indio, por cierto, en el espacio público. A saber, los pintores que blanquearon al “cholo” San Martín, el abandono de los nombres indígenas por los apellidos de sus patrones o el chiripá que arrastraba la barbarie, según Sarmiento, y que debía ser eliminado por las formas civilizadas. Imagen fundacional, en efecto, de toda la cultura latinoamericana como aquella cifra de Mario de Andadre cuando su amazónico Macunaíma mudó su piel de oscura a blanca para ingresar a la ciudad moderna.

El rito, en síntesis, donde la civilización acepta al indio aculturado, vencido, redimido. Sea por la cultura, la religión o la ciudadanía. Por eso, el corte de las trenzas y por eso el nuevo nombre que se le impuso en la casa de los Borges Acevedo: “Fanny”.

Borges, narrador de múltiples relatos centrados en los ritos civilizatorios, acaso, no registró este más modesto y casero que ocurrió, ya no en una frontera lejana del siglo XIX entre indios pampas y soldados de la partida, sino en una habitación menor de un edificio de la calle Maipú.

Fanny, sin embargo, mantuvo un rito más relevante: su lengua indígena. No hubo corte de trenzas, ni revelación de cifras superiores y secretas, ni la “incomprensible inscripción en eternas letras romanas” que la hicieran abandonar su guaraní.

La “infamia universal” del guaraní

Resumo, ahora, una idea: “lo guaraní” atraviesa -en tópicos, formas, anécdotas, personajes- parte importante de la obra de Borges. Lo guaraní, claro, en su acepción más amplia: una cultura litoraleña que es tan indígena como criolla. De hecho, la obra de Borges se entrama entre la fascinación americana -aquello que Rodolfo Kusch nombró como “la seducción de la barbarie”- y la fatigada erudición occidental -una ironía sobre la tilinguería porteña que Borges ejecutó y Arturo Jauretche no entendió-.

Hay dos grandes espacios que se repiten en sus relatos (que replican, por cierto, los recorridos militares de las ascendencias patricias de los Borges y los Acevedo):la frontera sur” -es decir, el mundo gaucho de los fortines, de los indios pampas, los mulatos, las tolderías y los malones- y el Litoral - el entramado criollo guaraní del Uruguay, el sur de Brasil y Entre Ríos-. Este último espacio es el que repone, hacia la década del cincuenta, la voz plebeya de Fanny.

Recordemos que Borges poseía ascendencia guaraní -que despreciaba, sin embargo, casi tanto como su ascendencia vasca- ya que eran, según él, “pueblos que no habían dejado nada notable en la historia humana”. No nos importa, por otro lado, lo que Borges dijera de sí mismo. Como en Sarmiento o en Lugones  su barbarie está en las formas narrativas: ahí dejan escapar a sus propios indios en los malones y montoneras de la literatura.

Fascinación por el mundo criollo estructurado en el odio y el desprecio. Pero, sobre todo, en el miedo porque es este el sentimiento que estructura un modo de escribir recurrente en Argentina: “el miedo al malón”. Fue el miedo de Sarmiento, a los dieciséis años, al descubrir a Facundo Quiroga y sus montoneras ocupando la provincia de San Juan; la de Lugones frente a los obreros, hijos bastardos del mundo europeo, atentando el orden patricio; el de Borges, quien fuera, según su feliz fórmula, “enciclopédico y montonero”, frente a la aparición de los “cabecitas negras”. (Todos sabemos que Borges fue criollista hasta que descubrió a los verdaderos criollos un 17 de octubre de 1945). Esos cabecitas negras correntinos que hablaban guaraní todo el día, inclusive, en su cómodo departamento de la calle Maipú defendido por la cultura de la Enciclopedia Británica. No hay “vida intramuros”, entonces, que lo haga inmune al desmadre popular:

Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní (“El otro”, El libro de arena, Obras Completas, Tomo III).

Borges prefería esconder, en público, su “habitación de servicio”. Más de una vez despreció la lengua guaraní o el mundo litoraleño. Pero en sus escritos, la vitalidad, la épica es el mundo criollo -Borges sabía que” lo vivo”, paradójicamente, era el cuchillo de la orilla y no la cultura europea ya agotada-. Ese mundo criollo ha poseído múltiples recorridos en su vida: los relatos de Evaristo Carriego en la infancia de Palermo, sus caminatas arrabaleras en la primera juventud, la posterior militancia yrigoyenista.

Pero para la década del cincuenta, cuando comienza a convivir con Fanny, el cotidiano de Borges era otro. Desde la caída de Yrigoyen, se había recostado, principalmente, en amigos y colegas de su clase social y de su nueva prudencia ideológica. Y su propio mapa urbano se había estrechado a unas pocas casas, brindis, conferencias, universidades. Y, claro, a la Biblioteca Nacional, en la célebre dirección con que lo había honrado la Fusiladora.

Acá, entonces, nuestra tesis: en las últimas tres décadas de Borges, Fanny fue esencial en la vitalidad del mundo criollo clave de su narrativa. En muchos de sus libros, ahora pienso en El informe de Brodie, podemos encontrar este “pre-texto” poco transitado: las conversaciones caseras con Fanny quien le explicaba palabras y frases en guaraní, dichos populares; le narraba historias de campo, relatos de cuchilleros y bandidos rurales; le descubría la religiosidad mestiza, la Virgen de Itatí, las concepciones cosmológicas.

Habrá otro momento para reconstruir estas décadas donde Borges convivió con el guaraní de Fanny. También para avanzar en otra deriva posible: una historia de los escritores de principios del siglo XX a través de la vida de aquellas mucamas: morochas, criollas, indígenas. También ahí hubo un mundo letrado desconocido a reconstruir: sus cartas, sus diarios, sus lecturas.

(Foto: Archivo Clarín)

Sólo nombro dos casos más: aquella sirvienta que crió al escritor Liborio Justo. Una india que había sido parte del botín de guerra obtenido por Liborio Bernal, jefe de la 3ª Brigada de la llamada “Conquista del Desierto”, bajo el mando del general Conrado Villegas -responsable de arrasar tierras indígenas hasta el lago Nahuel Huapi-. En dicha campaña robó una niña india que regaló a su yerno, Agustín P. Justo, quien fuera luego presidente de la nación durante la Década Infame. Su hijo, Liborio, fue criado por la cautiva. Y mientras su familia le narraba la gloria patricia y los triunfos militares, aquella mujer le reveló “otra historia”. Una voz indígena que se repite en sus ensayos y cuentos donde emerge la originalidad y fortaleza del indio frente a la hipocresía y brutalidad de su clase.

Otra caso célebre ha sido la “anagnórisis” de Ernesto Sábato cuando, en medio del golpe de estado al gobierno peronista, descubre “al otro” -Sábato, sabemos, tenía la prodigiosa habilidad de descubrir los golpes militares a posteriori-. Escribe: “Aquella noche de septiembre de 1955, mientras los doctores, hacendados y escritores festejábamos ruidosamente en la sala la caída del tirano, en un rincón de la antecocina vi cómo las dos indias que allí trabajaban tenían los ojos empapados de lágrimas” (El otro rostro del peronismo, 1956).

Una historia de las mucamas en la literatura argentina: con sus lenguas, sus amores, sus mundos indígenas, sus pasiones políticas. No sólo en esos ríos profundos del cotidiano social sino en la propia forma de nuestra literatura nacional.

Palabras finales

Para finalizar sólo quisiera repetir la primera fórmula: Fanny, aquella mujer que vivió más de tres décadas junto al “señor Borges”; que lo lavó, le cambió la ropa, le cocinó junto a mil tareas domésticas más; y, sobre todo, le proporcionó un mundo oral y popular donde el escritor abrevó -un retorno, digamos, a sus antiguas orillas criollas-; aquella mujer, en suma, con el mismo trato en que fuera expulsada del departamento de la calle Maipú fue desahuciada del mundo simbólico de Borges.

Esta omisión en aquellos que usufructúan la firma Borges, en aquellos que le negaron a Fanny su retribución por el esfuerzo de décadas, en aquellos que hacen editoriales y festivales literarios all inclusive -es decir: sin negros, sin mucamas, sin pobres- es inevitable; digamos, se desagrega de la lógica implacable de una clase que vive del trabajo ajeno.

Nadie le devolverá a Fanny lo perdido en las penurias económicas y en la tristeza de las difamaciones públicas viviendo de prestado antes de morir. Se puede, tal vez, rescatar su lugar clave en la vida y obra de Jorge Luis Borges.

Han procurado eliminarla de la historia de la literatura argentina. A Tahania. A Fanny. A esta mucama, morocha, correntina y guaraní hablante.

Bibliografía

El señor Borges, Alejandro Vaccaro (Edhasa, 2004)

El otro Borges & Fanny (Prosa Editores, 2013)

Borges, Adolfo Bioy Casares (Destino, 2006)

Borges a contraluz, Estela Canto (Espasa, 1999)

El último Bioy (Leteo, 2020)

El Hacedor, Borges (1960)

El informe de Brodie, Borges (1970)