Teatro: “Los pasteleros”, un pacto para vivir
Hay lugares donde el teatro sucede aunque nadie lo llame teatro. El vestuario de fútbol, por ejemplo. Ese espacio cargado de sudor, olor a desinfectante, toallas húmedas y frases cortas dichas a los gritos. Un lugar donde los varones performan lo que creen que significa ser hombres. Donde se reafirman los códigos, las jerarquías, las bromas pesadas y los silencios más densos.
En Los pasteleros, la obra sucede ahí. No hay escenario, no hay butacas, no hay luces teatrales que suavicen la crudeza del ambiente, no hay telón. Todo pasa en el vestuario real del club de la liga amateur del sindicato de pasteleros. El público llega, se sienta donde puede, toma una copa de vino, comparte una picada y, sin darse cuenta, queda atrapado dentro de ese microclima donde la masculinidad se exhibe y se protege a la vez.
Pero lo que podría ser solo una postal costumbrista de la pasión futbolera argentina, en realidad es otra cosa. Es una radiografía de la masculinidad. O mejor: de los pactos que la sostienen.
Y, ojo, no es un drama solemnísimo ni una denuncia solemne. La obra tiene una comicidad potente, que no sólo aligera sino que profundiza. El humor grueso, ácido y popular, es la trampa perfecta para contar desde adentro lo que esas pieles rugosas, gritos y empujones esconden. Esa risa incómoda que aparece cuando uno reconoce el chiste pesado, pero también siente que ahí hay algo más.
En el vestuario se juega mucho más que un partido. Se juega el ser o no ser hombre según los parámetros de siempre. Se juega la pertenencia, la validación, el lugar en la manada. Y también, aunque nadie lo diga, se juega algo de lo homosexual.
No se trata de un deseo carnal directo —aunque quién podría asegurarlo del todo— sino de esa trama invisible donde el varón necesita ser mirado por otros varones para saber que está en el lugar correcto. La masculinidad, en su versión más hegemónica, es un pacto entre hombres. Una construcción que necesita de la mirada cómplice y, a veces, cruel del otro varón para seguir existiendo.
Judith Butler lo explica con claridad cuando habla de la performatividad del género: el género es un acto que se repite, un guión que se ejecuta día tras día. En el caso de estos varones, el guión dice: sé fuerte, sé competitivo, no muestres debilidad, no llores, no dudes, no desees lo que no corresponde.
Pero, como toda performance, tiene sus fisuras. Y ahí es donde Los pasteleros se vuelve incómoda. Porque al mirar de cerca, lo que aparece son esos cuerpos que se exhiben, pero también se controlan. Cuerpos que se chocan, se tocan, se miden. Donde cada chiste de doble sentido, cada cargada sexualizada, cada broma sobre el tamaño del otro, funciona como una manera de poner en juego lo que no se puede nombrar.
Todo pasa en el vestuario real del club de la liga amateur del sindicato de pasteleros.
Marlene Wayar lo diría mejor que nadie: la masculinidad se sostiene a base de silencios y violencias. Y también de una homofobia interiorizada que necesita todo el tiempo demostrar que ahí no hay deseo por el otro varón… aunque en el fondo todo el ritual sea un gran juego de miradas, de cuerpos observándose, de tensiones físicas disfrazadas de camaradería.
La obra no da respuestas. No explica. No juzga. Pero deja en evidencia que debajo de esa capa de humor grueso, de gritos y de euforia deportiva, hay una fragilidad que nadie se permite nombrar. Los personajes se ríen, se insultan, se empujan, pero también cargan con frustraciones que los exceden: la presión laboral, la familia, la economía, las expectativas incumplidas. Todo eso explota ahí adentro, en ese espacio donde —al menos por un rato— pueden gritar lo que afuera callan.
Los pasteleros no romantiza la masculinidad. La expone. La deja cruda, incómoda, a la vista de quienes nos sentamos a mirar. Y lo que vemos nos interpela. Nos obliga a pensar cuántas de esas lógicas siguen vivas en tantos otros espacios: en las oficinas, en las casas, en las camas, en la política. Cuántas veces esas mismas violencias que se entrenan en un vestuario después se descargan contra otros cuerpos: mujeres, ciudadanía LGBTIQ+, niñas/os.
La experiencia de la obra es completa: llegás antes, compartís una picada y una copa de vino, como si el ritual incluyera al público en esa frontera entre ficción y vida real. Eso es lo que en definitiva hace Los pasteleros: te mete dentro de un espacio donde, si sos varón, capaz reconocés gestos propios o ajenos. Y si no lo sos, mirás con una mezcla de asombro, incomodidad y certeza de que mucho de lo que pasa ahí adentro tiene consecuencias afuera.
El teatro, como dice Briski, puede pasar en cualquier lado. Y es mejor que así sea. Acerca al espectador a sí mismo. En definitiva, es lo que toda obra debería tener como premisa. Acá pasa en el vestuario. Y lo que está en juego no es solo un partido. Sino la historicidad de los cuerpos.

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Ficha técnico artística
Dramaturgia: Ricardo Tamburrano
Actúan: Yamil Chadad, Pablo Chao, Ricardo Tamburrano