Ruido

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Ruido

08 Septiembre 2019

Por Elías Alejandro Fernández

 

Muchas de las ficciones y argumentos por los que Cambiemos llegó al poder fueron arrasadas por la realidad. Tal vez estaban derrotadas hace tiempo, pero algunas noticias llegan tarde. Ciertas realidades se expresan primero en un meme y después vemos la realidad decantar día a día, gota a gota. ¿Por qué cuesta tanto, al menos en la arena política, discernir lo que está pasando?

Pero primero: ¿Qué contenía el discurso con el que Cambiemos arrasó en las legislativas de 2017? No la íntima confianza (evidentemente errónea) del equipo  económico en los postulados neoliberales que confían en una caída del consumo y de los salarios para bajar la inflación, sino lo que se le presentó al electorado:

La superación de la vieja política. Gerentes sin corbata y una alegría tecnócrata para contagiar al pueblo desde el discurso de la meritoracia. La certeza de que no todos podían comprar televisores plasma y viajar al exterior. Que esa equidad en el acceso al consumo entre clases adineradas y clases populares era una mentira clientelista. Pero que el trabajo duro y personal supliría el vacío de un Estado que era enorme. La “lluvia de inversiones” que llegaría después de crear un entorno más amigable para los capitales internacionales, superando esa ermitaneidad económica que sólo vinculaba al país con enemigos de Estados Unidos. Y, sobre todo, que se iba a combatir la corrupción. De paso, se preocuparon por repetir cientos de miles de veces, a través de periodistas afines, cuál era la corrupción que estaban combatiendo. Un circo mediático de procesamientos televisados con los dos mismos protagonistas: Cristina Fernández (junto a secuaces) y Claudio Bonadío. Novela negra donde un sabueso iba detrás del poder, como si no perteneciera él también a esas esferas.

 

El ruido fue una parte nodal en la estrategia de Cambiemos

Muchas cosas evolucionaron desde aquel “miente, que algo queda”. Nada es tan lineal en el campo de la comunicación. La teoría de la aguja hipodérmica fue descartada hace rato, y con justa razón. Aquél postulado de Harold Lasswell en las entreguerras que se refiere a la población como una masa enajenada tan susceptible al poder de manipulación de los medios que el mensaje les es  introducido como si se tratara de una inyección, no tiene hoy la más mínima cabida.

La batalla cultural deja pegotes de ceniza en cada discusión, pero es imposible que se queden pegados en la piel que no es porosa. Cambiaron los mecanismos de la comunicación pero también cambiaron nuestras formas de relacionarnos. Cambiaron por y para y por qué. Durante la crisis, las redes sociales fueron una forma de contención pero también el lugar más encarnizado de la batalla. Una arena de lo visceral, un campo de batalla donde la teoría económica, el conocimiento académico y las posturas ideológicas se revolean por el aire envueltos en puteadas para que lo reciba quien lo reciba, en el corazón o en la nuca. Lo que se dice pierde en seguida conexión con las bases de por qué se lo dice.

Podríamos sospechar que en la vida cotidiana a gran parte de la población no le interesa realmente quién protagonice los escenarios del poder. En especial cuando la participación ciudadana tiene que moverse en las fisuras del sentido común, que tiene el compromiso con los asuntos públicos como una pérdida de tiempo o una actividad para “delincuentes o mentirosos”.

Encontrar a gestores de Cambiemos en escándalos internacionales es tan sencillo como entrar en Netflix. Cualquier documental hecho sobre Panamá Papers y Cambridge Analytica muestra aunque sea por unos segundos imágenes de Mauricio Macri en el balcón de la Casa Rosada. Pero el ruido es local. La vida cotidiana da pocos espacios para que nos acerquemos a la información dura. Un informe del BCRA, un resultado estadístico para los índices de indigencia pasa a ser información privilegiada. Las protestas sociales son en las radios “caos de tránsito” y los debates instancias en los que, según titulares de youtube, alguien le “llena la cara de dedos a su adversario”.

La madeja de información se convierte en una masa de la que es muy difícil separar discurso de realidad. Por eso es tan importante acercarse a libros como “El arte de ganar” escrito por Jaime Durán Barba, jefe de campaña de Cambiemos, para desglosar las capas y capas de ruido. El escepticismo post-2001 mató la ingenuidad (o tal vez la buena fe) de gran parte de la población. Una población a quien la retórica política de Durán Barba le quiso hablar como a nenes chiquitos, porque las retóricas cercanas al hacer real eran parte de la “vieja política”. Cambiemos nos presentó candidatos en pantalla como si fuesen un amiguito de papá y nos llamó a votar “sin argumentos”. Las sonrisas, los gestos, los colores, las humoradas cautivan más al votante que los discursos y los datos. El show contrapone a las banderas y el candidato se presenta como alguien que “escucha”. Como un vecino cercano que releva demandas aunque no proponga un plan de acción. O proponga uno diametralmente opuesto a lo que escucha.

Esto no es nuevo. Durán Barba supo recabar un síntoma de época y aplicarlo para ganar elecciones. No sólo nuestros tiempos se caracterizan por la primacía de lo audiovisual, sino que vivimos en el imperio de las emociones. Si bien el siglo XX tuvo como protagonista a la publicidad y la ilusión de felicidad, hay quienes sospechan que en estos días dicha felicidad es un imperativo. El italiano Franco “Bifo” Berardi se refiere a esto como “la ideología felicista”. El imperativo de ser felices. Dentro de parámetros individualistas que además se dan la cara de frente con los limítes de vivir en un capitalismo cada vez más salvaje que culpa a cada sujeto de su fracaso personal.

 

La felicidad como mercancía

Tanto Cambiemos como la Coca Cola prometen a la población ese resultado que, como sospecha Berardo, es un imperativo. No explican cómo, no dicen cuándo. Tal vez se refieran al mismo tipo de felicidad. Un shock de glucosa que satura las terminaciones nerviosas mientras dura, un festival de ganancias extraordinarias que termina bruscamente y deja al consumidor en una existencia seca e insana. La felicidad fue, de hecho, el eje del debate que tuvieron Jordan Peterson y Slavoj Zizek a principios de año, como excusa para mostrar una riña de gallos intelectual en cámara. Y es que para el año 2015 hacía rato que esa noción se había transformado en un significante amorfo y vacío, como la sangre de las películas, como el Coyote que se  estrella contra el fondo del cañón.

Y aquí no ha pasado nada. En la edición del 16 de junio del año pasado (2018), Clarín se pregunta “Por qué nadie se vio venir la crisis económica”. Repetimos: aquí no ha pasado nada. No se tomó deuda sin exigir la reinversión productiva de esos capitales. No se intentó controlar el dólar con una tasa de interés  en pesos que destruyó la capacidad de las Pymes para tomar préstamos y mejorar sus empresas. No se prometió a los hipotecados en UVA que la cuota jamás superaría el 30% de sus ingresos. No se intervino el AFSCA a los pocos días de asumir Macri su mandato. No se recortaron pensiones por incapacidad ni hizo una reforma previsional. No se legitimó el gatillo fácil.

 

Pero el ruido. Otra vez el ruido

La caída de Cambiemos llegó de improviso. Pocos esperaban, después de tanto cinismo, que la tolerancia lograda gracias al blindaje de los medios y la repetición de tópicos por parte del periodismo cómplice se fracturase tanto. Tal vez haya tenido que ver la estrategia de Cristina Fernández al anunciar que el candidato de la oposición sería Alberto Fernández. De esa forma se corrió el foco. Atacar a Alberto Fernández implicaría reformular todo lo que se estuvo diciendo de 2011 en adelante. Como frente a un movimiento de Aikido, el contrincante perdió el norte y siguió de largo. Ahora balbucea frente a la opinión pública que los mercados temen el regreso del Kirchnerismo, y que los votantes van a llevar el país a la destrucción.

En este contexto, la única certeza es que nunca tenemos del todo claro lo que pasa. Todo está mediado por el ruido, y es ese ruido el que conecta la información. Al final del día, lo que vale es la realidad que contradice los slogans. Algo queda tirante entre el discurso de los medios que apoyan al gobierno (el 80% del mapa de medios está en manos de oficiaslistas) y el discurso gubernamental que, si nos tomamos el ejercicio poco habitual de prestar atención, no dice nada. La heladera vacía. El local de comercio que cierra.

Nos podríamos preguntar cuántos votantes de Cambiemos hicieron la vista gorda y apoyaron la caterva de frases hechas en pos de sus íntimas buenas intenciones. O de su desprecio por las clases populares escondido atrás de una moral típica de la clase media que intenta distinguirse de los pobres a través del consumo y los lugares de pertenencia. Al fin y al cabo vivimos en el mundo que nos tratan de imponer. Usamos sus medios y sus herramientas, adoramos a sus estrellas y consumimos sus productos. Pero lo contradecimos todo el tiempo. Porque los eufemismos pierden efecto al primer golpe de realidad.

La estrategia comunicacional del Macrismo implicó el uso de un arsenal gigantesco de eufemismos: El “sinceramiento” fiscal (blanqueo de capitales) por un lado cargó a los pequeños ahorristas (trabajadores y jubilados) la culpa intima de tener dólares en negro mientras los amigos del poder aprovechaban para reinsertar en los bancos millones de capitales no declarados sin dar muchos detalles acerca de su procedencia. Otro “sinceramiento” (dolarización) fue el de las tarifas, que bajo el argumento de que “pagábamos muy poco” y la obligada referencia a cómo se hacen las cosas “en el primer mundo” (sin aclarar cuál de todos) aseguró a las empresas energéticas.

Cuando en estos días el oficialismo intenta reinstalar un término amigable para referirse al “control de cambios”, los medios en retirada le responden con el término crudo que repitieron hacia el Kirchnerismo para dispararle una de las críticas más duras a la gestión: “El cepo al dólar”. Las pequeñas mentiras (o desvíos de sentido) funcionales que habían recabado sentidos comunes de chistes de Mafalda saltaron por los aires junto con las condiciones de vida de la población.

Tanto ruido y al final por fin el fin. Tal vez lo que permanezca sean las mentiras funcionales. Las que reconfirman y dan argumentos a postulados que traemos desde casa. Que validan al que vota “sin razón ni argumentos” porque teme la vuelta de un demonio al estilo de los villanos de Marvel.

Tanto, tanto ruido.

Y al final la única verdad es la realidad.