Revolución mosca

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Revolución mosca

01 Abril 2017

Por Santiago Haber

Esto que escribo es una especie de catarsis. No sé si alguien lo va a leer en algún momento, o si más tarde yo mismo voy a necesitar recordar. No me interesa la escritura, jamás me importó demasiado. Leí mucho, sí, pero nunca pensé en dar ese paso y pretender llegar al otro lado, a ser el que guía a los que te leen. 

Creo que mi amigo acaba de morir. Es raro escribirlo, no puedo creer que sea cierto. Es la quinta lágrima que tengo que limpiar de la hoja, perdón si la tinta se corre un poco. Mi amigo acaba de morir. Me duele la mandíbula, tengo mucha bronca y no puedo hacer nada, y sigo apretando los dientes. 

Es de noche, estoy en el centro de la ciudad, en mi refugio. Hace cuatro años que estamos en guerra. No sé quiénes van ganando, si ellos o nosotros, pero no soy parte del “nosotros”. Todo se desvió muchísimo, nos engañaron sin piedad. Todavía hay muchos que creen en lo que se defiende, en lo que nos dicen que se defiende, pero cada vez menos. Por eso mismo todo se puso más jodido. Más tiros. Menos preguntas. Más muertos.

Tengo tiempo, mi refugio está muy bien escondido. Estoy pensando que, quizás, esta sea una buena oportunidad para difundir lo que logramos con José. Tal vez sirva para que no haya muerto al pedo. Tal vez sirva para juntarnos a todos.

No creo que llegue a ningún lado, pero puedo hacer el intento. Mi amigo está muerto, y se merece que lo haga. 
La represión que instaló el gobierno fue muy efectiva, casi no podemos comunicarnos. Si nos descubren enviando mensajes, nos llevan. Al que manda o al que recibe. O a los dos, si logran sacarle un nombre al que agarraron. 
Están utilizando métodos de tortura que desconocemos, pero por su eficacia deducimos que son atroces.

Perdimos contacto con casi todos nuestros familiares. Los que no estaban públicamente comprometidos con alguna causa, se encerraron en sus casas. Los teléfonos ya no funcionan, internet tampoco. Hay correo, pero enviar algo por ahí es un suicidio. La única televisión es la que habilita el Estado, consciente de que algo tenemos que hacer mientras esperamos que nos maten. Los libros, en su gran mayoría, también fueron prohibidos. 

Con ese panorama, empezamos hace algunos años a pensar cómo comunicarnos. Muchos amigos y compañeros murieron en el intento. El margen de error es ínfimo, los militares no son boludos. Ni siquiera sufren traiciones. Esto no fue pensado de un día para el otro. 

El refugio de José está a cinco cuadras del mío. En otra época, esa distancia no significaba nada; ahora, es un mundo. No conocí nunca el refugio de José. El mío es grande, una habitación de tres metros por cuatro, casi un lujo. Por eso decidimos hacer el primer experimento acá.

Los días pasaban lento, esperando que en algún momento apareciera el camión del gobierno que reparte alimentos, porque los supermercados fueron clausurados, como cualquier otro lugar en donde se puedan cruzar las personas. Mi refugio es el sótano camuflado de una casona vieja, en donde vive un militar retirado. Está en contra de esta guerra, del gobierno, de los militares, y por eso me ofreció el refugio. Es inteligente, conserva una imagen oficialista hacia afuera, pero hace lo mejor que puede para derrocar al régimen. Es estricto, y no tenemos contacto, a excepción de algún que otro mensaje que me tira por un agujerito en el piso, mensaje que después de leerlo tengo que quemar. Muchos de esos papelitos son mensajes que vienen de afuera, y él me los pasa.

Un día, hace aproximadamente un año y medio, me tiró un mensaje de José. A José no lo veía desde el comienzo de la dictadura, o unos días después. Lo conozco desde que éramos chiquitos y jugábamos fútbol en la plaza. Estuvo unos años en el exterior, nadie sabe bien haciendo qué. Volvió un mes antes del golpe, y a los tres días anunciaron la guerra y la represión.

“Tengo algo para contarte”, era lo primero que decía el papelito. No escatimó en palabras, y me mandó muchos mensajes más, arriesgando su vida y la mía. Me explicó que, cuando estuvo afuera, aprendió algo que nos podría servir para cambiar el curso del país. O, por lo menos, que se agiten un poco las aguas, recuerdo que decía. 

Me reveló una técnica para domesticar moscas. No sé cómo escribirlo para que no suene ridículo, pero es así. Cuando varias generaciones de moscas fueran adiestradas, me dijo, las más jóvenes ya tendrían incorporado el hábito, siendo capaces de transmitir mensajes secretos de una forma muy sencilla: golpeándose contra un vidrio. 
Después de un tiempo, logramos instalar un criadero de moscas verdes acá en mi refugio. Levanté una pared corrediza en el fondo de la habitación para que no me molestara el ruido. 

Llevó mucho trabajo, al principio no confiaba en el plan.
 
Primero, tuve que buscar cubos de vidrio para las moscas y para las larvas. En el cubo de las larvas, ponerle tierra y mantenerla siempre seca. Hay, dentro de la tierra, unas rejillas de papel secante hechas a mano por mí, que absorben la humedad, y las puedo cambiar todas las semanas cuando tenga unas nuevas. Esto lo estoy escribiendo en una hoja que iba a ser rejilla, pero las circunstancias me exigieron otra cosa. 

Las moscas ponen hasta doscientos huevos por vez. Los huevos, que parecen pequeños piñones amarillentos, eclosionan a las siete u ocho horas, y sale una larva semitransparente. Son criaturas horribles. Están siempre cerca de algún pedazo de carne en descomposición, alguna rata muerta que haya por la casa y que el viejo me consigue, una paloma, a veces fueron gatos. Una vez me dio un perro, y estuve a punto de abandonar todo. Sabés que el gobierno nunca da carne, decía el papelito enganchado en el collar del animal frío.

Las larvas tienen unos ganchitos en su boca, que les permiten meterse en la carne para alimentarse hasta alcanzar su desarrollo completo. Cuando terminan, se mudan a la tierra y se entierran. Por un proceso químico, se secan por fuera, y cuando la mosca crece dentro del cascarón, lo rompen inflando su cabeza. Vi tantas veces el proceso, que ya perdí el asco. 

Una vez que se despliegan las alas, vuelan por un embudo que las lleva a otro cubo de vidrio, en donde están todas las moscas adultas y donde se alimentan por primera vez. Por una ranura, tiro una preparación que es la que logra adiestrar a la mosca: miel y cocaína. La mosca la prueba y no puede dejar de consumirla. 
La segunda vez que se alimentan, permite que las divida en grupos. Treinta y siete grupos, para ser exactos: veintisiete letras del abecedario, y los números del cero al nueve. Cada grupo va a un cubo de vidrio aparte, pero entre ellos no se pueden ver, porque se tapan las paredes divisorias con cartones. Lo que se consigue es una estantería enorme de moscas. 

Hay que aclarar que las primeras diez generaciones de moscas no fueron divididas en grupos. Hacía falta que transmitieran a sus crías la adicción por la cocaína, y la atracción irresistible por la luz incandescente. 

Cuando se les da la comida, se ilumina con una linterna el código que se les quiere enseñar. Utilizamos el código Morse, no nos pareció necesario inventar uno propio. La comida las atonta, y la luz incandescente las atrae, lo que hace que se golpeen con el vidrio cuando encendemos la lámpara, y el tiempo que dure encendida. A los dos meses, las moscas se golpean solas cuando ven la luz, aunque esta no emita ningún código. 

La primera parte del plan era ésa, el lenguaje. La otra, cómo hacer para transmitirlo de un lugar a otro.
Hace muchos años, el gobierno cambió todas las lámparas de las casas, de la ciudad, de todos lados, en un intento absurdo por entrar en la moda economizadora y bajar el gasto. Así, ya no se encendían lámparas incandescentes en ningún rincón. Las moscas no se sienten tan atraídas por los focos de bajo consumo, lo que facilitó nuestro proyecto. 

El otro ingrediente indispensable para la transmisión era la miel con cocaína, claro. La adicción generaba una habilidad especial en las moscas para detectar más droga y más luz incandescente, aún a cientos de metros de distancia. 

A las doce del mediodía y a las doce de la noche, se sacaba lo más afuera posible un recipiente con la mezcla, con tela mosquitera. Se elegía una mosca por letra, se la soltaba al aire y ella iba hasta donde estaba su comida. Cuando llegaba a destino, el que recibía el mensaje tenía que encender una lámpara incandescente detrás de un vidrio, y la mosca revelaba el código. Si el otro no contestaba después de dos días, se volvía a enviar el mensaje. Si persistía el silencio, significaba lo peor.

No fue una tarea sencilla, y muchas veces sentí que había perdido la razón y le seguía el juego a un loco de mierda. Pero, a los pocos meses, logré enviarle mi primer mensaje por mosca a José: “rev”, de revolución. 
Al mes siguiente, José estaba criando sus propias moscas verdes. El primer mensaje por mosca lo envié hace diez meses, entonces tardé aproximadamente ocho meses en lograrlo. Mi amigo lo recibió diez minutos después. Era una maravilla. 

Por moscas me enteré que la guerra era cada vez más insostenible, que los mundiales de fútbol continuaron sin nuestra participación, que mi hermana había muerto. 

Hace cuatro días que no tengo noticias de José. Me van a encontrar, fue su último mensaje, y tardó veinte minutos en transmitírmelo completo. Si lo encontraron, lo mataron. O peor, descubrieron todo y lo están torturando.
Tengo todos sus mensajes explicándome el proyecto guardados en una lata aplastada de salsa de tomates. En ellos me explicó las medidas recomendadas para los cubos, la tierra, la forma de alimentar y criar las moscas, cómo enseñarles a hablar por nosotros, cómo enviarlas. Está, también, el código entero, por si todavía hay alguien que no se lo sabe ya de memoria. 

Voy a salir, voy a hacer lo posible por enviarle esto a alguien. No puedo decir el apellido de José, no puedo poner en peligro a su familia, y me es muy difícil no hacerlo, consciente del gran riesgo de que su nombre quede en el olvido, que nadie lo recuerde como el que ideó esto. 

Mi única esperanza (a esta altura, lo único que me queda) es su hermana, que es también mi novia. O lo era antes de todo esto. Si la historia llega a sus oídos, y nuestros nombres también, va a entender quién fue José. Yo lo gritaría a los cuatro vientos cuando la dictadura termine, pero no creo llegar vivo a ese momento.

Transcribo acá una de las últimas cosas que me dijo José en sus papelitos: “tal vez esta sea nuestra única alternativa de resistencia, tal vez podamos unirnos y luchar desde adentro, tal vez sea una idea de mierda y nos cueste la muerte, pero no me voy a quedar de brazos cruzados. Si las moscas vuelan, nosotros hablamos. En silencio gritaremos más fuerte que nunca”.