Reseña: "El libro del té" y por qué no somos sabios

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Reseña: "El libro del té" y por qué no somos sabios

14 Marzo 2021

Por Dani Mundo |​ Ilustración: Nora Patrich 

Regir un gran Estado es como freír un pequeño pez.

Lao Tse

Una vez por año leo este librito hermoso: El libro del té, de Kakuzo Okakura —también conocido como Okakura Tenshin. Su lectura me hace bien tanto como me hace mal. Me hace bien porque me hace creer que todavía es posible revertir o detener la caída estrepitosa en la que estamos comprometidos, y que festejamos como una buena vida. En palabras de Okakura: “El mundo avanza a tientas en las sombras del egoísmo y la vulgaridad”. Eso sí, tendríamos que ser capaces de dar marcha atrás a toda velocidad, como hacen los dobles de riesgo en las persecuciones automovilísticas en la tele. Es decir, imposible. Ni siquiera podemos frenar. Esto es precisamente lo que me hace mal: no hay salida. Yo, vos y algunes otres tal vez podamos organizar nuestra vida para que no le haga daño ni al planeta ni a los otros ni a nosotros mismos, pero somos seres privilegiados: casi la mitad de la población lucha día a día para sobrevivir. Ni el progresismo ni la izquierda tienen alternativas sustentables para enfrentar la revolución suicida que comanda la derecha, que confía que el día después de la catástrofe final ella se salvará protegida como está en sus bunkers y sus barrios armados. Lo cierto es que vaciamos todos los rituales de sus sentidos milenarios y los reemplazamos por gestos y poses que parecen los mismos, pero tienen otros significados. Significados “chatarras” volcados por los tutoriales del té (o de lo que sea) en Youtube. Me gusta tanto el título del libro que cada vez que termino de leerlo me dan ganas de escribir un Libro del mate, encontrando ahí, en el mate, algunos secretos de nuestro ser nacional. Falta por hacer una interpretación popular y peronista de este ritual que la derecha se apropió con sus bombillas de alpaca y sus termos Stanley.

El libro del té se publicó a principios del siglo XX, en 1906, un año después de que el loco de Albert Einstein hubiera escrito su ensayo sobre la relatividad —lo que entiendo del pensamiento oriental está influido por lo poco y nada que entiendo de la relatividad. El pensamiento oriental es absolutamente relativo. Mi edición porteña de la década del 60 trae dibujos e ideogramas japoneses, fue traducida del inglés, idioma en el que se escribió originalmente —es una edición diferente a las que ofertan ahora las editoriales piratas por la avenida Corrientes. El ensayo de Okakura fue uno de los primeros trabajos teóricos que se propuso difundir la cultura oriental en Europa, unas décadas antes de que el gran Daisetsu Suzuki emprendiera esa monumental tarea (hay dos grandes fenómenos en el siglo pasado que difunden la cultura oriental en tierras occidentales: los libros de Suzuki y la serie televisiva Kung Fu, interpretada por David Carradaine). Es un libro muy ameno. Parece fácil lo que propone, pero es muy difícil. Casi incomprensible. Porque lo que nos dice es tan claro que por un lado nos parece estúpido, pero por otro nos resulta irrealizable. Deberíamos vivir como vive un sabio. Deberíamos convertir esa vida en un modelo de conducta social. Eso sí, preparar un buen té puede llevar años o toda una vida.

Si tuviera que figurarme de alguna manera al maestro del té, yo, un occidental típico, es decir: un ser vulgar y obcecado, me lo perfilaría como un sabio. El sabio no es un asceta ni un anacoreta que renunció al mundo. Tampoco es alguien que acumuló conocimiento y se volvió un especialista, no (la sabiduría no tiene nada que ver con la acumulación de conocimiento; la inteligencia se perfecciona con los conocimientos mientras que la sabiduría se atrofia con ellos). El sabio no da lecciones, pero si alguna lección queremos sacar de su forma de vida, nos tenemos que pasar toda la vida interpretándola —tal vez en eso consiste ser sabio. El sabio, el maestro del té, no hace un buen té, no tiene la receta perfecta para la cocción del té, sino que vive su vida como si el té fuera lo único o lo más importante que tiene que hacer. Solo porque es sabio puede hacer un buen té. Ahora, ¿qué es un buen té? Para responder esta pregunta complejísima les recomiendo leer el libro.

El maestro del té vive como vive un sabio. Como nosotros, occidentales, no tenemos idea de cómo vive un sabio en el lejano oriente, lo que deberíamos hacer es vivir como imaginamos que vive un sabio. En verdad, el mismo Okakura deja entrever que un sabio auténtico nunca se proclama sabio, porque ese gesto, asumirse o representarse como sabio, es precisamente lo que denunciaría su impostura. Pero si vivimos como imaginamos que vive efectivamente un sabio, y lo imitamos, en una de esas tal vez nos vayamos pareciendo al sabio. Y como ya sabemos, la diferencia entre parecer y ser, tan rígida y tan importante en la filosofía occidental (esta diferencia todavía cumple una función fundamental en el imaginario progresista), en el siglo pasado por fin fue refutada: ser y (a)parecer hoy terminan siendo lo mismo —esta afirmación trascendental no la digo yo, que soy nadie, la dicen figuras de la talla de Maurice Merleau-Ponty o la última Hannah Arendt. En pocas palabras, el sabio no puede creer que es un sabio, porque si lo creyera, estaría reproduciendo precisamente eso que debe derogar: el yo. Eso lo sostiene expresamente Okakura: “Somos malvados porque somos terriblemente conscientes de nuestro propio yo” (la cursiva es mía).

Un sabio, por ser sabio, entonces, puede creer y decir lo que quiera, cualquier cosa, salvo una: que es sabio. Creerse un sabio o un maestro del té es vanagloriarse, y vanagloriarse es todo lo contrario de lo que debe hacer un maestro del té. Un sabio piensa (si es que un sabio “piensa”) que es un ser constantemente imperfecto, fallado, que no deja de equivocarse, mientras que vulgarmente se considera que el sabio no se equivoca nunca y es tan perfecto como un té inglés a las cinco o’clock. ¿Cómo resuelve este intríngulis el sabio? Seguramente encontraría muchas maneras de resolverlo. A mí, al leer a Okakura, se me ocurren dos: 1) pasar desapercibido, pasar por el mundo sin dejar rastro o dejando el menor rastro posible; 2) empezar a proclamar a voz en cuello, en cualquier sitio, que se es un sabio, lo que tiene que hacerlo aparecer como un idiota —y si no entendí mal a Okakura, el sabio, para ser sabio, debe también ser idiota.

El yo: menudo problema nos deja este japonés occidentalizado que no solo se propuso difundir su cultura entre nosotros, sino que también soñaba con preservarla y legarla al futuro. Desde chiquitos a nosotros nos enseñan a cuidar al yo, a amarlo, a enriquecerlo. El yo es lo más importante de nuestra vida —tan importante que sin yo no hay vida, tal nuestra vulgar creencia. Así como Okakura habla del té-ismo, la religión del té, nosotros hablaríamos del yo-ismo, la religión del individuo: “El té-ismo es el culto basado en la adoración de lo bello en medio de los hechos sórdidos de la existencia diaria”. El yo forma parte de los hechos más sórdidos de nuestra existencia diaria. Lo que va a quedar para otro articulito es tratar de comprender qué entiende Okakura por belleza. Seguramente va a ser algo muy distinto a lo que entendemos nosotros.

Cuando termino de leer el libro, a veces creo que es una suerte que Okakura se haya tomado la molestia de escribir este manual que nos enseña las transformaciones históricas que tuvo el té en Oriente. Cada cambio en la manera de procesar el té significó una transformación política en la organización de esos estados descomunales que son China, India o Japón. Otras veces, deprimido, creo que el futuro le dio la espalda a sus lecciones, que las violó, y que convirtió a Oriente en un objeto de interés como lo fueron los animales que encerrábamos en zoológicos luego de exterminarlos en la realidad. El capitalismo salvaje ganó en todos lados, en Norteamerica (considerada globalmente como el país insignia de la vulgaridad) como en China. También en nuestro amado país, por supuesto. Frente a este panorama, Okakura sostiene que no se trata de negar esta realidad, de criticarla desde otros valores (que serían los propios y que serían mejores), no se trata de denunciarla con un dedo acusador, se trata de adaptarnos: “La Relatividad busca la adaptación. El arte de vivir reside en esa readaptación constante a lo que nos rodea”. Ninguna añoranza por un pasado mejor, ninguna esperanza por un futuro distinto.