“Nada de llantos”, por Natalia Torrado

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    Gabriela Canteros
    Ilustración: Gabriela Canteros
ENSAYOS

“Nada de llantos”, por Natalia Torrado

03 Diciembre 2023
“Nietzsche llama débil o esclavo no al menos fuerte, sino a aquel que, tenga la fuerza que tenga, está separado de aquello que puede”. (Gilles Deleuze)

Si hoy nos despertamos derrotados, es porque ya lo estábamos. Perder una elección no es igual a estar derrotado. Si esa es la sensación, viene de antes. Si hoy nos despertamos tan angustiados, es porque no lo vimos venir. Eso es lo preocupante. Al menos desde la pandemia, como mínimo, estaba claro qué rumbo iba tomando nuestro mundo. Ese era el momento de desesperarse. De hecho ya era tarde. Pero la evidencia en ese entonces se volvió bochornosa. Tampoco reaccionamos. Nos plegamos a la tecnologización acrítica de la vida, tal vez por miedo, tal vez inercia, y volvimos a la presencialidad, pero volvimos virtuales. Desustanciados. Malogrados.

Una vez el cuerpo en las aulas, en los escenarios, en la gestión y en la escritura, la máquina reproductiva funcionó sola. Pensamos que volvíamos a la vida. La vida estaba rancia pero seguimos. No supimos inventar otras máquinas. No produjimos nada. Hasta nos cancelamos entre nosotros, cualquier pensamiento de la disidencia respecto de lo políticamente correcto fue denunciado por excesivo. Nadie quiso romper el precario equilibrio. Un estrés postraumático nos convirtió en autómatas, atemorizados, o quizás ya lo éramos desde antes, y terminó de afianzarse.

Las preguntas necesarias, no nos las hicimos. Pensamos cada espacio de nuestras vidas con una lógica empresarial. Los espacios que alguna vez fueron focos de resistencia y de creación, se volvieron laxos, permisivos, liberales. Puro consenso, es decir, poco ejercicio de lo político. Y nos dimos a las pantallas, la adoración de las imágenes y una productividad sonsa, vaciada de inventiva y de contenido. Y a todo eso le llamamos trabajo. Nos dejamos llevar. Nos conformamos. Cierto sentido del seguir haciendo sin demasiado escándalo nos funcionó como una satisfacción sustitutiva. Nos fuimos acostumbrando. Nos atrofiamos. Y finalmente, impunemente, el escándalo lo hizo otro. Y ganó.

No lo vimos venir. Tan ocupados estábamos en expulsar todo lo que nos recordara que nos habíamos atrofiado, o en negarlo, o en incorporarlo con incomodidad, una leve incomodidad, un leve sabor amargo al final, que decidimos ignorar nuestro propio disgusto, nuestro propio agobio. Y bajo la bandera de la diversidad, nos volvimos normales. Y dogmáticos. Lo diverso se volvió del orden de lo mismo. Anulamos la diferencia radical. Nos coagulamos. Entonces perdimos el entusiasmo y la alegría. Pero aprendimos a fingir el entusiasmo y la alegría. Para la foto. Nada duele. Tampoco nada inspira. ¿Pero qué voy a contarles de nuevo ahora sobre el retorno violento de lo reprimido? Si todo lo que sabíamos pareció no hacernos sentido. Sólo decir que la única generación sin edad, la generación de los 80’, se dejó, se fue dejando sin darse cuenta, malversar, en el peor de los sentidos. Nos pusimos tibios. Envejecimos.

Y no se trataba de mantenernos iguales a nosotros mismos, desconociendo nuestro tiempo. Eso se lo dejamos a Bregman, que se solazó en el sonido de su propia voz en cada debate, y se volvió en pieza fundamental de la catástrofe. Cómplice de catástrofe.

No vimos que el presente estaba decrépito. Y que cualquier maniobra disruptiva que otro hiciera nos robaba la gracia, nos robaba el encanto.

Pero tampoco se trataba de ir con nuestro tiempo sin reparos, como lo hicimos. Fuimos con nuestro tiempo, nos aggiornamos, y esos mismos jóvenes a quienes quisimos parecernos, acercarnos, para no quedarnos atrás, nos clavaron el puñal por la espalda. ¡No nos querían iguales a ellos! Nos querían distintos. No vimos que sólo nosotros podíamos permanecer intempestivos. Porque habíamos visto algo más que nuestro tiempo, en los relampagueos de un horror aún cercano, con el que creímos haber saldado la cuenta con la película 1985. Y la celebramos, aunque la cuenta no está saldada. Y no entendimos que la cuenta no debe saldarse, que las películas y el teatro no están para eso. La cuenta no debe saldarse jamás. No vimos que no teníamos que parecernos al presente, ese que se conforma con recordar, sino que al contrario, era el presente el que tenía parecérsenos. Ahí donde la memoria no recuerda, y no puede recordar, ahí teníamos que estar. Y no estuvimos.

Que los jóvenes se hayan puesto viejos, en este mundo Tik Tok, es entendible. Y muchos de los que estudiamos, enseñamos y admiramos, lo vieron antes, y lo dijeron antes que nosotros, mucho antes. Que los viejos sean viejos, claro. Esos no cambian. Pero que los artistas y los intelectuales, arrasados por su tiempo, hayan perdido la juventud que les es constitutiva, justamente por ser artistas e intelectuales, esto sí que es nuevo, de la peor novedad. No supimos hacer un presente, en lugar de plegarnos a él. No vimos que el presente estaba decrépito. Y que cualquier maniobra disruptiva que otro hiciera nos robaba la gracia, nos robaba el encanto. Les regalamos la escena. Hasta lo sobrenatural, nosotros, artistas e intelectuales, se lo cedimos al enemigo. ¿Ahora son ellos los que hablan con fantasmas? No supimos estar entre lo vivo y lo muerto, entre el animal y el hombre. Escuchamos y repetimos a los maestros del devenir, pero no conversamos hoy con ellos.

Hoy nos despertamos recordando las preguntas que debíamos habernos hecho hace tiempo. Que esos maestros se hicieron y que reproducimos sin hacerlas carne y praxis. La pregunta por el fascismo, si leímos a los maestros, no está para responderla. Está para salir de ella. No inventamos nuevas preguntas. Hacerlo requiere realmente un cambio de piel. Ahora nada de llantos. No podemos seguir siendo las eternas víctimas de la Historia. Ellos saben ganar porque conocen nuestra debilidad. Y la de ellos. Nosotros ¿la conocemos? Ahora está todo claro. Ahora es real. ¡Ahora! Sacar los ojos de la redes sociales. Abandonar las lógicas resultadistas y especulativas. Reconocernos desorientados. Aprender a perder. Tomarnos en serio las discusiones serias, es decir, el arte. Abandonar la lógica del rédito personal. Recuperar las lecturas que importan y vivir a su altura. Producir lecturas. No hacer nada porque conviene. Creer en lo que hacemos más allá de nuestro tiempo. No dejarnos arrasar por una falsa vitalidad productivista, que al final no produce nada. Antes de decir, primero tener algo que decir que haga la diferencia. Lidiar con el disenso sin cancelarnos entre nosotros. Nunca más hacer nada para para la foto. Y si lo hacemos, que sea una estrategia, no un fin en sí mismo. No confundir las estrategias con los fines. Volver amar lo que amamos con amor incondicional. Reconocernos desorientados. Reconocernos desorientados. Reconocernos desorientados. Y escuchar. Hacer silencio. Y volver a aprender a perder. Y saber que nuestra potencia está en otra parte. Conocer esa parte, a la que ellos no llegan. Darnos a ella, por fin. Conocer esa libertad que nuestros jóvenes tan fallidamente persiguen. Redefinir la libertad. Una libertad. Estar dispuestos a pagar los costos de esa libertad. Ejercerla. Gozarla. Enseñarla en acto. Reunirnos con lo que podemos.