Muestras callejeras: el artista no tiene vacaciones

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Muestras callejeras: el artista no tiene vacaciones

06 Febrero 2022

Por Dani Mundo

En el centro de la localidad balnearia de la divina Valeria del Mar, por unos pocos días, tuvimos a un AUTÉNTICO artista del descarte que, lógicamente, una madrugada solitaria fue echado por las fuerzas del orden. No era para menos. Ahora quedó todo rastrillado y limpito. Estoy seguro que al café de una marca de alfajores que está al lado le encantaba que se hubiera improvisado esa muestra performática en la vereda contigua, pegada a sus mesas. Eran, al fin y al cabo, obras hechas con los desechos reales que produce nuestra sociedad. Si pongo en mayúscula la palabra “auténtico” refiriéndome al artista es porque dudo que todavía exista tal cosa, por lo menos en el sentido clásico del término, en el sentido “auténtico” que todes imaginamos cuando alguien habla DEL artista, un individuo que puede dar su oreja con tal de encontrar un color o un matiz. Ya no hay individuos así, o no llegamos a conocerlos. Hoy el artista se volvió un empresario cool.

Andy Warhol repetía que arte era lo que nadie colgaría en el living. Y lo que estuvo expuesto en estos contados días en Valeria nadie lo arrumbaría ni siquiera en el patio trasero de su casa. Incluso a mí que, como saben mis amigos, soy un ferviente defensor del arte del descarte, del arte de la basura y del arte basura sin más, que me encanta levantar cosas de la calle y publico libros en cartón, me atacaba una aprensión cuando pasaba por al lado de estas esculturas precarias que nuestro artista había montado. Me daban miedo. Me llamaban, y cuando las miraba, al mismo tiempo, me rechazaban. Debía mirarlas de reojo. ¿Por qué? ¿Qué me causaba aprensión y miedo? Era una obra REALMENTE VIVA.

Era un arte bruto y rebelde. Un arte que podía atacarte. De hecho, cuando me paré frente a ellas para sacar las fotos que acompañan esta nota, un perro me empezó a chumbar y casi me muerde. Este hecho no pudo ser casualidad. Alrededor de estas seudo esculturas había una tensión psíquica o nerviosa, el aire se enrarecía a su alrededor, se formaba un remolino de nada por el que se iba engullida nuestra sociedad bien pensante. Las obras denunciaban los principios mismos del capitalismo, que son los fundamentos sobre los que se sostiene nuestra localidad balnearia. ¿Qué otra cosa sino el capitalismo domesticado mantiene a estos pueblos que viven del turismo? Hay gente que tiene como ideal de vida unas vacaciones permanentes, es así. ¿Qué es el turismo, al fin de cuentas, sino el placebo que nos da el capital para que soportemos su régimen inclemente de existencia? Estas obras eran una denuncia a cielo abierto de la vida normalizada y sus principios de belleza y de justicia. Perturbaban ese orden, que no tardó ni una semana en desmantelar la muestra. Una de las obras se llamaba “Dinero”. Otra: “El albañil”, una escultura hecha con alambres oxidados y un casco que envidiaría el mismísimo Tatlin. En una cartulina amarilla había escrito: “Soy discapacitado. TRABAJO A VOLUNTAD”. Los lapsus siguen siendo significativos. ¿O no fue un lapsus y el artista era plenamente consciente de lo que había escrito? Como sea, nada de eso quedó ya, todo fue barrido y hecho desaparecer. El artista también.

No es la primera vez que sucede esto. A este artista improvisado lo conozco desde hace años. No me resulta fácil representármelo como artista, de hecho. No me imagino que él se autoperciba como tal, tampoco. Tal vez ésta sea la condición para ser artista en el mundo contemporáneo: no ubicarse en esa categoría: ¡SOY ARTISTA! Durante unos años vivió en la casa tomada que está al lado de la pizzería que regenteo. Cuidaba los autos de la cuadra. Todas las noches le hacíamos un paquete con las porciones de pizza que sobraban. El año pasado no estuvo y nadie sabía nada de él. Su fisonomía me recuerda al renegado Inodoro Pereyra, el mítico gaucho de Fontanarrosa. No sé cómo se llama. Vive en el subsuelo de este mamotreto tomado frente al cual estuvieron expuestas estas obras, un edificio emblemático del pueblo en el que su propietaria, una mujer octogenaria, permaneció muerta durante una semana sin que nadie se preguntara por ella. Su hijo, un hombre de unos 50 años, ahora vive en la calle y no quiere entrar al edificio. Alguien pagó la deuda millonaria de agua y luz que se acumulaba en la memoria de la casona, y pusieron a un testaferro de pacotilla que subalquila cuartos. Es una historia digna de la mejor American Horror Story. Otro día voy a contarla.