Una interpretación del video-ensayo "¿Qué le pasa a nuestra generación?", de Ofelia Fernández

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    Ofelia Fernández
ENSAYO

Una interpretación del video-ensayo "¿Qué le pasa a nuestra generación?", de Ofelia Fernández

07 Diciembre 2025

Muchas veces las buenas intenciones terminan siendo malos discursos y peores prácticas. Es lo que sucede, lamentablemente, con el video-ensayo de Ofelia Fernández y su equipo de trabajo: ¿Qué le pasa a nuestra generación? Cómo ser feliz. Es una elaboración conceptual que no puede llegar a una conclusión feliz porque parte de preceptos y prejuicios errados.

Es cierto, qué contradicción, porque a nosotros nos gustan los textos “malos”. Pero hay dos o tres formas que asume la maldad en los textos. Decimos que un texto es malo cuando no dice nada original: repite saberes ya asentados como si fueran novedades y confirma aquello que quiere discutir, en este caso las redes sociales digitales (el único lugar en el que este video va a verse, el único lugar para el que se produjo). No es que le “falte” originalidad: a esta altura del partido sabemos que la originalidad es parte de un pasado mitológico. Lo que sucede es que el documental se asienta sobre una narrativa que se va volviendo paulatinamente, o que ya es, un sentido común muy básico —que sea básico no significa que no tiña también la investigación académica.

Lo “malo” del texto puede asumir otro sentido, por ejemplo, en filósofos como el maldito marqués de Sade, cuya maldad impregna el texto y se contagia al lector/espectador, que termina deseando cosas que atentan contra sí mismo y contra otros. No es lo que sucede con el video de Ofelia, obviamente. Y no sucede porque es un discurso propalado desde las buenas intenciones.

“Hay aplicaciones hasta para tomar agua, porque la gente perdió la capacidad para sentir su propia sed”, nos anuncia, irónicamente alarmada, Ofelia. Frases como esta sintetizan el espíritu del vídeo-ensayo. Se parte de un hecho contrastable (las apps para gestionar una frecuencia regular en la ingesta de líquidos existen) y se asume como dada una consecuencia que en realidad queda por demostrar. Lo mismo sucede con la relación smartphone-salud mental: la cotidianidad en los usos múltiples del dispositivo son innegables, al igual que el aumento en los índices de depresión y suicidio adolescente, pero la correlación se asume como causación (por no mencionar la placa final del documental, en la que se aclara que los datos sobre salud mental corresponden a cifras tomadas de estudios realizados en Estados Unidos o a nivel global, debido a una insuficiencia estadística en nuestro país, con la complejidad que esto supone para pensar localmente el fenómeno).

Posiblemente pueda destacarse como una virtud del trabajo lo que en principio podría interpretarse como un defecto, el de no saber dónde ni cómo posicionarse frente al fenómeno que se analiza, acorde con la confusión de los tiempos. Como sea, esto nos deja como espectadores en un lugar incierto respecto de la posibilidad de reconocer qué se toma como crítica y hacia dónde apuntan los cañones. Si por momentos algunos pasajes dan a entender que ingresamos en una era singularmente alienante que nos va a pasar por encima, al mismo tiempo se confía en “la autoestima de la humanidad”. Así, por ejemplo, nos encontramos con que “hoy en día es muy común escuchar ‘¿Cómo son tan idiotas las personas con toda la información disponible?’ Bueno... Porque les muestran otra información, básicamente”. De lo que se sigue que los idiotas son los otros, aquellos que consumimos pasivamente lo que determina el algoritmo que es lo mejor para nosotros.

“El celular no es un demonio”, se encarga de explicitar Ofelia, para no caer en la salida fácil de la postura tecnófoba. “Pero se le parece bastante”, debería agregar si fuera coherente con la propuesta argumental que domina buena parte del audiovisual. A la vez, sin embargo, se le da la bienvenida a la tecnología y a la posibilidad de que el mundo cambie velozmente, en tanto se lo puede tomar como una oportunidad para que la humanidad tome las riendas de su propio direccionamiento histórico y rediseñe su hábitat y su modo de vida sociotecnológico. Porque no se trata, según se plantea, de una oposición luddita del tipo humanos vs. máquinas, aunque por detrás parezca colarse un binarismo humanista que señala con el dedo: “¡Es esto, es esto, es esto!” (indicando al celular como fuente del problema). En la sociedad del like, el video de Ofelia ya cuenta con más de 500 mil visitas y 35 mil me gusta. Todo un síntoma.

El documental es una elaboración conceptual que no puede llegar a una conclusión feliz porque parte de preceptos y prejuicios errados.

El “enemigo” no es el medio sino nuestra incapacidad de reflexionar sobre él, y actuar en consecuencia. El smartphone —y las aplicaciones de sociabilidad que operan en él— es como un acelerador de partículas. Las partículas, o sea nosotros, están cargadas de cosas como afectos y emociones. Y el dispositivo aumenta su velocidad de circulación (la velocidad en que ocurren los encuentros y las colisiones). En el proceso algunas partículas se crean, otras desaparecen, otras se potencian, otras se despotencian. Esto viene siendo así desde que los aparatos, y nosotros, funcionamos a base de electricidad: sucesivas creaciones de entornos de alta energía cada vez más electrificados. 

Sin duda que las redes sociales provocan efectos tanto en la sociedad como en nuestra psique y nuestra percepción, como antes los produjo el cine, la radio y la televisión. De nuevo ahora como en aquella remota época mediática se le achaca la culpa al medio (redes sociales y smartphone son términos intercambiables), como si el medio y sus malhechores creadores tuvieran poderes paranormales para someternos a sus designios de angustia, frustración y desolación, sin advertir que es todo el cúmulo de saberes y derechos que se difundió por la sociedad lo que principalmente nos genera frustración y desencanto: no importa cuántas horas pases poniendo likes en mensajes que en el fondo no te importan (antes se contaban las horas que pasábamos frente a la pantalla de la televisión), lo importante es el deseo que esta red psíquica y social, que encarna en el smartphone pero proviene de la sociedad, inventa.

Por lo demás, el documental comete, a nuestro juicio, dos pecados difíciles de perdonar. El primero: mostrar la irrupción de los medios conectivos como la aparición de una forma de vida dicotómica en la que se está “encerrado” en la virtualidad, o se está “libre” en los resabios físicos de la realidad analógica. Como si conectar con el celular fuera desaparecer del espacio tridimensional que nos rodea, como si al conectar con ese espacio que nos acostumbramos a llamar real nos despojásemos de la vida en red. Esto sucede por lo menos dos veces: primero cuando se plantea, en relación a la infancia, la necesidad de habitar el “mundo físico” donde se van a adquirir las habilidades sociales fundamentales para la vida a fuerza de prueba y error (idea reforzada visualmente con imágenes de video “de otro tiempo” de chicos jugando en la plaza, como si hoy las plazas estuvieran vacías). Y luego también hacia el final, cuando se sugiere que somos como zombis tecnolobotomizados que “tenemos que empezar a encontrar excusas para que la gente salga de la casa y se mire a los ojos con otra persona”. Frente al solucionismo tecnológico que busca en la tecnología la resolución de cualquier tipo de problema se ofrece la alternativa de un solucionismo estatal, que encuentra en el Estado las garantías de un acceso igualitario a “salir un rato de esta nube”, “reponer el presente y la presencia”, en espacios como festivales, recitales y potreros, como si estos espacios estuvieran libres de digitalidad y corrupción.

El otro pecado no está en el video. Ofelia Fernández lo confiesa en la entrevista que le realizaron en el programa de “Pepe” Rosemblat (a la que concurrió acompañada por una joven perteneciente a un centro de estudiantes de una escuela secundaria, y por un profesor de historia que dicta su materia en otra escuela secundaria). Allí Ofelia dijo que este video era una excusa para salir de gira por el país a concientizar a la gente, a “iluminar” a la gente sobre aquellos problemas que la gente por sí sola no sabe cómo solucionar. Más allá de lo pasado de moda de este tipo ideal de intelectual: ¿a qué público está dirigido el documental? ¿A todo el mundo? ¿A la generación de Ofelia? ¿O a la elite cultural porteña sobreinformada?  

Nada bueno puede salir de tanto sentido progresista.

PD: No ahondamos en el discurso contra la adicción que generarían las apps, no porque no nos parezca importante, sino porque extendería mucho esta nota. En el video le dan mucha importancia: “Todos los nenes de 10 años se drogan con pantallas. Es una droga universal. Y es extremo por su diseño adictivo”. La adicción fue la esencia del siglo pasado y no dejó de incrementarse en la contemporaneidad, desde el cigarrillo a la sexualidad, pasando por el juego, el trabajo y las tecnologías conectivas, etc. Pero no son las apps, las redes sociales o el smartphone sino la forma de vínculo la que es adictiva. Para elaborar esa forma plástica de un modo provechoso se requiere pensar desde otras perspectivas que no sean solo la nuestra.