M A N D U ' A, por Guillermo Naveira

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M A N D U ' A, por Guillermo Naveira

21 Enero 2017

Por Guillermo Naveira

Una gota. Dos, tres. Un charco amarillento refleja la mísera luz que viene de afuera, se deforma en pequeños coágulos estancados en el piso hasta camuflarse entre las sombras. Agita el paso. El aire se vuelve rancio, una mezcla de amoníaco con mugre. Su cuerpo se bambolea como si fuese a quebrarse. Arriba de él, los trapos flamean con cada correntada de viento que se filtra por los ventanales. Ojos bien atentos. La vista escarba envuelta en noche. Busca más allá de las puñaladas de luz que mueren en el piso. Van hasta el fondo. Recorren unos bancos alargados, cuadros colgados sobre las paredes, plafones, algún que otro matafuego. Buscan y buscan. El pasillo parece vacío.
Para la oreja. Siente el arrastrar de las pantuflas.
–Vieja, ¿está ahí? –rebota su voz a los costados–, ¡vieja!
Mueve la cabeza hacia adelante. Oye nuevamente los pequeños pasos frotando el piso, constantes, molestos. A pocos metros, una masa se mueve, parece recortarse entre la oscuridad. Como si estuviera dibujada sobre un fondo negro.
–Viejita, quédese quieta, se va a lastimar.
Avanza un poco, sin hacer ruido. No vaya ser cosa que la asuste.
–¿Quién anda ahí?
–Yo…
–¿Y quién sos vos?
–José…–se acerca a una de las ventanas.
–Nahániri nde ikuaa.
–Si me habla en guaraní no le entiendo.
–No sé quién sos, che.
José da un paso. Queda totalmente iluminado con la claridad que viene de afuera. Sonríe y parpadea. Trae puesto un pantalón de vestir, unos zapatos lustrados y un pulóver azul marino.
–¿Mitã'i, no tenés frío?
–Un poco viejita.
–Ahh. –Rechina uno de los bancos–. Me cansé, che.
La imagina en la oscuridad. Tirada, frágil. Desecha en huesos vencidos, que caen como una bolsa de papas sobre las maderas. Tobillos hinchados por la sangre y venas salientes a los costados de los muslos. Cubierta con un camisón rosado que apenas pasa las rodillas.
–La estaba buscando. Me preocupé…
–¿Y quién sos vos?
–José, un familiar –se rasca la cabeza.
–Ah, bueno, bueno. Py'aporã
La vieja susurra. Mezclándose con los chiflidos del frío, que soplan atravesando los vidrios rotos. Y ella tan desnuda, tan piel y huesos.
–¿Por qué no viene conmigo?
–No, no puedo.
–No sea necia. Se va a congelar acá. Después se me enferma.
–Me dijo que la esperara.
–¿Quién?
–La Zunilda…
–¿La tía?
–¡Mi hermana!
Baja la mirada y piensa un instante, acomodándose el pulóver. Sigue inmóvil, apenas salpicado de luz. La pared de sombras se muestra inmensa frente a él. Un verdadero agujero negro. Teme perderse ahí dentro y dejar de escucharla.
–Me quedo con usted, sabe. Por si no llega.
–¿Y quién sos vos?
–José, un familiar. –Le tiemblan las manos. Ansiedad, cansancio y
sueño– ¿Y a dónde van a ir con Zunilda?
–No sé, mitã’i, no lo sé.
La oye resoplar, como si estuviera agitada. Sollozos deformados que rebotan en ecos hasta transformarse en lágrimas. No soporta esos gemidos. Ella debe estar cubriéndose la cara y él sin poder verla.
–Quédese tranquila, no pasa nada.
–¡Si mamá se entera nos mata!
–No, respire profundo.
–Le dije que esto va a ser peor, pero no escucha. Terca, eso es lo que es. José extiende la mano hacia la nada. Espera sentir ese cálido contacto
de piel áspera, mientras su brazo se pierde del otro lado.
–Zunilda tiene razón…
–¿En qué?
–Ya no nos queda nada acá.
–No diga eso.
–Es así mitã'i. A nadie le importa si esta noche nos vamos. ¿Te pensás que mamá nos está buscando?
–A lo mejor. No lo sé. Pero yo estoy acá.
–Solitas quedamos, desde que papá se volvió a Asunción.
Intenta recordar aquella historia. Un barco rompiendo la calma del río, dos nenas manchadas con un poco de tierra colorada, aferradas de la pollera de una mujer que disimula párpados húmedos en una cara de piedra. Nubarrones grises que se untan sobre el cielo, robándose el sol. Ese olor a puerto. La casa de Encarnación en venta y él que jamás vendrá.
–¿Quiere mi pulóver?
–Estoy bien.
–¿No prefiere ir al cuarto?–levanta las cejas.
–¿A qué?
–Digo… es mejor que estar acá.
–¿No te das cuenta? Esa mujer no nos merece, es una déspota.
–Su compañera de cuarto anda preguntando por usted.
–Ehh, no sé qué hablas, che.
–La señora…
–Mitã’i me vas hacer enojar. Me voy. Decile lo que quieras a mamá, qué me importa.
Los labios de José se interrumpen. Sus palabras parecen una provocación para la vieja, que permanece agazapada, como los gatos cuando se sienten acorralados. La poca luminosidad que lo baña se vuelve inestable y titilante. La noche avanza y ellos siguen petrificados.
–Ya hace rato que la estamos esperando…
–¿A quién?
–A Zunilda…
–Ahh, ¡sí! Debe estar por llegar.
–No, no va venir.
–Sí, dijo que la espere.
–Es tarde…
–Andate entonces.
–Usted viene conmigo.
–No, yo me quedo.
Él siente la mandíbula pesada, llena de noticias descompuestas. Los párpados se le cierran.
–Hace un tiempo un micro chocó en Misiones. ¿Se acuerda?
–Mucho no me acuerdo.
–Fue en invierno. Era de madrugada. Chocó contra un camión que venía a toda velocidad. Dicen que el conductor se quedó dormido.
–¡Qué horror!
–¿En serio no se acuerda?
–No, mi querido, ¿por qué?
Siente la traición del paso de las horas.
–Zu… Zunilda… estaba en el micro.
–¡¿Qué?! ¡No puede ser!
Los alaridos, agudos y endemoniados, aparecieron sacudiendo las paredes. Perforaban tímpanos, corroían el suelo. De pronto la figura difusa en la oscuridad se movía rápido, destrozando todo a su paso. José intentaba seguirla, arqueando el cuerpo hacia adelante, con las cejas dobladas para abajo, ciego y desorientado.
–¡Perdóneme, por favor!–se tapa las orejas con las manos.
Las explosiones se sucedían una tras otra, revoleando cuadros y bancos por el aire. Un cúmulo de maderas partidas y vidrios rotos se apilaban encima de los cerámicos.
El último de los golpes fue seco y envolvente.
–Vieja, viejita –balbucea sin claridad.
Los fragmentos de cristal crujían debajo de sus zapatos hasta transformarse en polvo blanco. El silencio sobrevino a la destrucción y recién ahí tuvo miedo. Las piernas le temblaron. Algunas gotas comenzaron a poblarle la columna hasta traspasar la tela de la camisa.
–Soy yo, José… ¡Soy José! –grita, poniéndose colorado.
Nada. Las sombras que antes bailaban, trepando las paredes, desparramándose por el piso, parecían estar muertas o calladas.
Cae de rodillas. Apoya las manos en el suelo. El polvo absorbe las lágrimas, las transforma en barro blanco. Trata de levantarse. Apenas un ligero movimiento de espalda. Los pocos pedazos de vidrios que no fueron pisoteados aún sobreviven aferrados a sus dedos.
“Hubiera preferido ser Zunilda”, murmura casi imperceptible, tapándose los ojos. Piensa en ella. La ve fresca y radiante en una tarde de diciembre. Todos aplauden. Ella corta una torta y bromea, zarandeando una pollera con flores. Y después los cuerpos calcinados, la ruta, la sangre, los fierros doblados.
Siente un cosquilleo áspero. Una tenue correntada de aire cálido que avanza desde su mentón y se le estaciona en los oídos.
–Mitã’i, ¿sos vos? –Unas manos de uñas larguísimas le tocan la cara, dan círculos alrededor de sus mejillas.
–Perdóneme, mamá…
–José, viniste.
–Son solo unos meses más.
–Ya lo sé, mi amor.
–No le va a faltar nada.
–Tranquilo, todo está bien.
–Voy a venir a verla seguido. Una vez que me organice…
–Shh. Siempre estás conmigo… Mandu’a.
Aquellos brazos recortados en la oscuridad trajeron primero un torso y, más tarde, mostraron las arrugas de la cara de la vieja. El rosa gastado del camisón lo envolvió. Pudo escuchar el latido débil de su madre que lo apretaba contra su pecho.
José permaneció abrazado, con los ojos cerrados, como cuando era chico. El temblor de las caricias viajaba por su frente y lo despeinaba. Una correntada fría se asomó atravesándolos. Le pareció escuchar algunos ruidos a lo lejos, pasos pequeños y desalineados que se acercaban. El apretón se volvió más intenso. Los labios de la vieja lo rozaron antes de soltarlo y alejarse. Mandu’a.
Respiro un instante y abrió los ojos. Desde el fondo, una nena iluminada por el sol, agitaba los hombros saludando. Extendió los brazos. La nena corrió hacia él.
–¿Con quién hablabas, abuelo?
Sonrío vergonzoso y le pellizco un cachete. Las pequeñas gotas que caían de su pantalón todavía seguían formando coágulos amarillentos en el piso.
Soltaron unas carcajadas y, luego de agarrarse de las manos, caminaron despacio hasta perderse.