La era del "Me Gusta"

  • Imagen

La era del "Me Gusta"

31 Marzo 2018

Por Ivan Di Sabato

El juego de las sombras

En la “Alegoría de la caverna”, Platón zanja la diferencia entre dos mundos: el material y el inmaterial. O dicho en otras palabras, lo real y lo aparente.

A grandes rasgos, el mito se sitúa en una caverna donde un grupo de personas es obligado a la única actividad de observar la proyección de sombras sobre una de las paredes. Al haber permanecido de ese modo desde el nacimiento, los prisioneros toman lo que perciben como real. De hecho, no discriminan entre lo material y lo inmaterial, dado que sus vidas se limitan a ver sombras. No se cuestionan lo que hay más allá, porque, básicamente, no saben siquiera qué es el más acá.

En determinado momento, uno de los prisioneros termina por descubrir el engaño al que los han sometido. En efecto, sale de la caverna para comenzar a adentrarse en el mundo material; uno donde las luces del sol le ciegan la mirada y donde puede entender que las figuras que vio toda su vida moverse sobre la pared son “sombras”.

Al reparar en la existencia de ese otro mundo, el prisionero va en busca del resto de sus compañeros para liberarlos. Quienes no saben distinguir aún entre sombras y “sombras” se resisten al intento de emancipación que les propone ese prisionero que ahora les resulta extraño, loco, e incluso ajeno.

A lo largo de la historia, el ser humano se ha visto atravesado por esta dualidad. En ese sentido, Sigmund Freud sostuvo que dicha puesta en tensión está signada por una contradicción irreductible: seguridad y libertad. Dicho de otro modo, para garantizar cierto nivel de seguridad es requisito resignar algo de libertad, mientras que para alcanzar un mayor grado de libertad es imprescindible la concesión de una cuota de seguridad.

Sobre el eje de ese dilema es que opera el poder: la manipulación a través de la naturalización de un engaño en el que el sujeto no es capaz de desvelar las cadenas que lo amarran al juego de las sombras.

La realidad de la realidad

Jacques Lacan solía cuestionarse por lo real en la realidad. Este resulta ser un buen método para analizar la relativa línea que separa lo real de lo aparente.

Aquella pregunta del psicoanalista francés podría ser un excelente ejercicio a poner en práctica en una actualidad donde lo virtual cada vez conquista más terreno. Los humanos se están convirtiendo en seres estéticos por encima de éticos. Es decir, el sujeto ha dejado de examinar su modo de vida para transformarse en un ser plenamente ocupado en aparentar.

Con el surgimiento de las redes sociales en la primera década del año 2000, y su creciente arraigamiento en la población, esta exaltación de lo estético no ha hecho más que profundizarse. Primero a través de Facebook, que nació como una plataforma de estudio; luego ahondada por Twitter, donde se restringe la cantidad de palabras a escribir; y más tarde sintetizada en Instagram, una aplicación en la que lo importante ya ni siquiera es lo que se escribe, sino la foto que se exhibe.

Quizá el mayor atractivo de las redes sociales radique en su singular oferta de establecer y cortar “amistades” sin que el usuario deba transitar por los traumas inherentes a todo vínculo humano.

Este empleo insípido de las redes sociales aleja a las mismas de la oportunidad por convertirse en la reversión moderna del “agora” de la antigua Grecia; espacio donde los atenienses libres se encontraban para debatir las cuestiones públicas. A contrapelo, la sociedad actual ha virado hacia el debate público de lo privado. Un caso ejemplificador de ello es posible hallarlo en la expansión de los talk shows en las grillas televisivas: programación en la cual los televidentes se reúnen a discutir sobre la vida privada de las personas.

Esto responde, ni más ni menos, que al pulso de la “época del supermercado”; donde el consumo compulsivo pretende satisfacer la falta a través de la inmediatez. El éxito de los “Llame Ya” es una prueba irrefutable. Esas neurosis de obsesión y ansiedad cada vez más comunes en la sociedad esconden un fuerte temor por parte de los sujetos hacia su muerte. Quererlo todo de modo instantáneo es el síntoma del terror que ocasiona no saber en qué momento se puede morir uno. Así emerge la figura de los “super humanos”, modelos de sujetos que se exponen en las redes sociales aparentando una seguridad que pronto es deseada por el resto de los usuarios que replican el mismo comportamiento.

De forma tal que se incursiona en lo que Heidegger llamaba el “impersonal se…”: todos piensan como se piensa, compran lo que se compra, venden lo que se vende, etc. Aunque, complementando al filósofo alemán, los sujetos consumen lo que se aparenta consumir. Ya no importa si se consume o no, sino que parece consumirse.

Tal vez sea ese el motivo por el cual en la actualidad es creciente la cantidad de personas en condiciones económicas precarias que reproducen las conductas y discursos de las clases dominantes. Pues es un método inconsciente para escapar a la propia miseria por medio de la apariencia. No se trata de otra cosa que del juego sádico del esclavo deseando ser amo.

Una crítica deconstructiva

Resulta indispensable repensar esta era donde la publicidad demagoga de lo personal somete a los individuos a una especie de plebiscito permanente, en el que un “Me Gusta” es más importante que el hecho. Esa ideosfera no es otra cosa que el caldo de cultivo para que el poder sea ejercido en nombre de “la gente”.

Los mandatos sociales, en efecto, dejan de ser cuestionados. Así como todo lo que da forma a la vida cotidiana de las personas. Esto despierta un brote cínico en los sujetos. Aunque no en el aspecto filosófico, sino más bien patológico, puesto que se abandona un ser ético para fortalecer uno estético que pone el acento en la apariencia.

La ética de interpelar los mandatos impuestos otorga libertad. Mientras que la estética de perseguir el prestigio a través de un maquillaje ofrece seguridad. Ese es el dilema que tensiona al humano en tanto ser racional. El problema yace en concederle al miedo la posibilidad de seguir pensando la solución a ese dilema principal. Por más inalcanzable que ello se presente.

De no repensarse, la sociedad moderna emprenderá un retorno a la misma caverna de la que hablaba Platón. Volverá a caer en el juego de las sombras sin darse cuenta de que es prisionera de su propia inercia. Ya que, como sostiene la máxima psicoanalítica: lo que no se elabora, se repite.