La clase media y el problema del odio

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La clase media y el problema del odio

15 Noviembre 2020

Por Daniel Mundo | Ilustración: Nora Patrich

Hace unas semanas, con unas horas de diferencia, tanto el actual presidente Alberto Fernández como el expresidente Mauricio Macri se refirieron de manera elogiosa a la clase media. En la entrevista que Macri le concedió a Joaquín Morales Solá, aquél confesó que había defraudado con su plan económico a la clase media. Fernández, en el diálogo que tuvo con Horacio Verbitsky, afirmó que él pertenecía a la clase media: “Tengo el patrimonio que tiene cualquier ciudadano de clase media. Yo formo parte de la clase media. Estoy muy orgulloso de ello”. Con el término “patrimonio” el presidente se refería a sus propiedades inmobiliarias, que detalló. Pero ese patrimonio es también simbólico e imaginario. La clase media es una clase social sobredeterminada por sus deseos. Hoy, para bien y para mal, esos deseos atraviesan a toda la sociedad. No es un problema sólo de nuestro país, pero en nuestro país asume características singulares. Tenemos que hacer un poco de historia para comprender lo que esto significa.

No hay que ser una persona muy informada para advertir que nuestra sociedad argentina está dividida y que el afecto básico que la une es el odio. El presidente lo dijo expresamente en una entrevista televisiva afirmando, además, que ésta es una tendencia mundial. Está demostrado que es así. Si esa persona a la que nos referimos estuviera informada posiblemente sería peor, pues no tendría ni siquiera la posibilidad de percibir los afectos que la movilizan, pues esos afectos son apuntalados desde la mañana hasta la última hora de la noche por los shocks informativos con los que se relaciona desde que despierta con la radio hasta que apaga la tele, rendido, a la noche. Si todos los mensajes que lo rodean tan solo lo reconfirman en sus creencias y opiniones, ¿por qué no va a creer que tiene razón en su odio? Si él introyecta y reproduce esa percepción y esas opiniones mediatizadas como propias en sus relaciones y redes sociales, ¿por qué no va a imaginar que ese odio es real y que inviste de hecho toda la realidad? Al estar “informada”, al sentirse respaldada por todas las informaciones que consume en diversos medios (gráficos, televisivos, radiales, virtuales), entiende que esa pasión que lo embarga en su soledad, en verdad la comparte con muchos otros. Eso es la realidad.

Narcisismo invertido

La figura psicológica que se viene utilizando para dar cuenta de esta relación que el telespectador o el usuario virtual tiene con los medios de información es la del narcisismo. Adonde mire, siempre encuentra lo mismo: su imagen. Pero el narcisismo no es un simple reflejo. El "mediólogo" Marshall McLuhan hizo una interpretación singular sobre este mito, que lo complejiza. El vínculo narcisista siempre está mediatizado por un charco de agua o un espejo o una pantalla que devuelve la imagen. McLuhan sostiene que es un error empirista suponer que Narciso se enamora de sí mismo cuando queda prendido de la imagen con la que se enfrenta, es decir, es un error conceptual suponer que el narcisista está “enamorado de sí mismo”, porque cuando él ve la imagen, esa imagen se le presenta como otro. Tardíamente entiende que ese otro es él mismo, si es que lo logra hacer alguna vez. Es la misma lógica que sucede con las imágenes mediáticas. Refieren a otra cosa cuando nos representan.

Las imágenes mediáticas, sean las que vuelca el noticiero, sean las de los programas de chimentos, sean la de los paneles de debate político, sean incluso esas imágenes o discursos con los que se interactúa en las redes, no lo reflejan a uno, reflejan en todo caso lo que uno desea ser y también lo que uno teme ser o teme que le ocurra. En esta identificación alucinatoria encontramos uno de los orígenes posibles de la identidad de clase media. La clase media está soldada a sus dispositivos mediáticos. Es una clase mediáticamente dependiente: consume medios. En líneas generales (una manera científicamente impertinente de tratar el tema, pero que se adecua a los vaivenes de la clase media), es la clase social cuyo deseo de clase proviene del imaginario mediático. Como un teórico de los medios, sé que analizar esa influencia entre medios y telespectadores o usuarios es muy complejo, y que supera los límites de este artículo, pero no podía dejar de indicarlo.

Ahora bien, una inversión narcisista que funda la identidad de la clase media (se representa por lo que ella no es), le garantiza que su ser auténtico sea siempre un reflejo. El smartphone constituye el calidoscopio de esas imágenes. Esta inversión narcisista, además, viene apuntalada por una larga costumbre nacional. Si el otro es bárbaro, yo y nosotros somos civilizados. Si el otro odia, yo y nosotros no odiamos. La relación es de exclusión: soy lo que el otro no es, aunque no se sepa bien qué o quién es el otro. ¿Quién es el sujeto del odio? ¿Quién odia y qué odia? ¿Alguien tiene la capacidad de asumirse como odiador, o el odiador, como los antiguos sujetos de masas, actúan de modo compulsivo, irreflexivamente, reaccionando con violencia a su creciente sensación de impotencia física y reflexiva?

Los discursos del odio

El odio se imagina como un afecto negativo, disgregador, disolvente, triste. Sería un error colegir de estos rasgos que el odio no sirva, a la vez, para instituir y organizar comunidad (o marchas). Siguiendo lo planteado por el licenciado en comunicación Víctor Taricco, el odio podría desglosarse analíticamente en tres niveles: los discursos, las prácticas y los afectos. Si en los discursos y las prácticas el odio lleva a rechazar al otro, a ignorarlo o atacarlo, en los afectos el odio constituye un vínculo muy sólido con otros “otros”. La confusión que hay a la hora de planificar una estrategia contra el odio no sólo se debe a que estos diferentes niveles de la experiencia del odio se ignoran, sino que se quiere resolver el problema por su efecto antes de conocer su causa: para desarmar los discursos del odio lo primero que hay que poner en cortocircuito son los afectos que los alimentan.

El problema radica en que estos afectos no son representables, como sí lo son las prácticas y los discursos. Enfrentar a los discursos del odio sin intervenir los afectos es como ponerle un parche a un colador. La cuestión se complejiza aún más cuando advertimos que el afecto de odio no es simple, es una sumatoria de otros afectos que en su vinculación van generando ese estado de ánimo tan radical. En este sentido, los discursos de odio podrían interpretarse como una fachada, una distracción que no sólo convierte en enemigos irreconciliables a los que deberían ser investidos como prójimos y vecinos, sino que además nos impide llegar a esa experiencia originaria que llamamos afectos o estados de ánimo. Quedarnos en el nivel de los discursos y las prácticas del odio es obedecer las reglas que impuso la derecha para el juego de la vida social. La derecha está afectando los estados de ánimo, son esos estados de ánimo los que hay que ganar. Para desarmar los discursos del odio no hay que transmitir recetas de amor o razones que demuestren lo irracional que son los otros, sino descubrir los afectos elementales de los que esos discursos y prácticas provienen. El que odia tiene razones para hacerlo, aunque al odiado (o al que ni siquiera se lo odia, pero que logra la empatía suficiente como para sentir lo que siente el ser odiado, despreciado, miserabilizado) esas razones le parezcan irracionales o injustificables. El que odia se siente amenazado y responde de ese modo: odiando, destituyendo al otro, ninguneándolo, culpabilizándolo y en el límite: haciéndolo desaparecer. ¿En qué se siente amenazado? Superficialmente podríamos decir que en su seguridad, un tópico mediático clásico, pero lo que el otro amenaza, antes que un dato de la empiria (científicamente muy difícil de medir), es una certeza psicológica, la certeza irracional que recubre a su razón y la empuja todo el tiempo a “tener razón”. Más peligroso que la colonización de nuestra consciencia es la conquista de nuestro inconsciente. Si no somos capaces de desmontar los mecanismos de nuestra razón, aunque hablemos muy razonablemente no podremos influir o afectar al otro que cuenta con otras razones para convalidar sus afectos.

Bandos

La división de la sociedad argentina en dos bandos enfrentados no es una novedad postmoderna ni el producto de los medios. Ni siquiera es un producto nacional. Toda nación es una ficción. La unidad englobada en el concepto de pueblo es una ficción. Esa unidad ficcional está fracturada. El odio como vínculo afectivo y como oposición extrema es tan antiguo como nuestra nación, que se edificó sobre los huesos y la sangre de miles de personas que durante décadas y décadas fueron percibidas, y aún lo son, tan solo como impedimentos y trabas para el desarrollo. Había que aniquilarlas, hacerlas desaparecer. Es cierto que no era el odio lo que empujaba a las tropas del general Roca a exterminar al indio, fue la capacidad performativa de representar a este otro como no-humano. La ciencia decimonónica fue cómplice en este genocidio. En las reflexiones sobre el odio a veces se olvida esta destitución de humanidad, que aún no veo que despunte en los discursos y prácticas contemporáneos. Plantear, sí, que el otro es irracional (y como reflejo, que uno es razonable), es un primer paso en animalizar al otro, en volverlo no-humano o un humano muy degradado. Es lo que hizo Mauricio Macri cuando caracterizó a Cristina Kirchner como un ser irracional. Cuando se llega a representar al otro como algo distinto a un ser humano, es el momento en que los discursos del odio podrán avanzar hacia prácticas no solo de violencia, sino de exclusión, naturalización de la exclusión y exterminio sistemático.

Evolución mediática

No es que yo piense que la realidad es así como la veo, así como yo creo que es, sino que efectivamente la realidad es de este modo que la percibo. Mi percepción no es individual, además, sino social, como mis afectos y mis estados de ánimo. Mi percepción y mis afectos cambian junto a la evolución de los medios —de hecho, está demostrado que la evolución mediática que se vivió a fines del siglo pasado y comienzos de éste se produjo a una velocidad tal que impidió que los seres humanos la incorporáramos y pudiéramos adaptarnos a ella. Los afectos y estados de ánimo, que cada uno vive de modo individual y como experiencias intransmisibles, son efectos de discursos y prácticas sociales y colectivas.

No voy a dejar de creer que esto que percibo es la realidad porque venga alguien y me diga que, en realidad, es diferente. Esto podría creer la razón ilustrada, que acababa de demostrar que la tierra no era plana ni que el sol giraba a su alrededor. La razón y la ciencia tienen un límite en su comprensión de lo irracional, lo que escapa a su capacidad de catalogación o entendimiento. De lo que se trata no es de tener razón sobre otros que no tienen razón y odian, pues en este caso el que tiene razón “odia” a su manera a los que odian. Este individuo racional que critica el odio del otro nunca aceptaría que el sentimiento que lo moviliza es un derivado del odio, porque eso sería irracional e irrazonable. Cuando se agotan los argumentos racionales para convencer al otro en pos de que cambie lo que entiende por realidad, lo que aparece es la destitución de ese otro, su “irracionalidad”. En este caso, el que razona está poniendo en crisis los límites de su propia racionalidad. La representación de la realidad que producen los discursos científicos compite con la representación de la realidad que producen los medios de masas, desde el noticiero hasta Facebook. Mientras que el conocimiento científico llega tarde en su explicación, los medios, neutralizando toda explicación, se adelantan a los hechos. Los medios construyen la realidad. Y no lo hacen en la dimensión ideológica, en lo que muestran y dicen; lo hacen en la dimensión material de nuestros afectos, en lo que hacen sentir y desear. La deconstrucción científica, por su parte, no está llegando a entender este proceso.

Las redes

Desde hace un tiempo se viene tratando de responsabilizar a los medios y las redes sociales por ese afecto tan básico y dañino que es el odio. Habría un poder perverso e hipodérmico en el algoritmo que conduciría no solo a la dicotomía y al enfrentamiento irreconciliable entre dos extremos sociales, sino también a la destrucción de los marcos de inteligibilidad que permitirían un acuerdo de convivencia mínimo. Las redes al igual que los medios de masas necesitan noticias, no hechos. Si nuestro entorno son noticias, ¿por qué vamos a preocuparnos de los hechos? ¿Qué estoy diciendo? Las investigaciones en medios de masas (desde la radio hasta las redes sociales, pasando por la tapa de los diarios y la tele) hace mucho tiempo que descubrieron que los efectos de sus mensajes reafirman e intensifican creencias que los telespectadores o usuarios ya tienen, pero que no inventan ni inoculan pasiones nuevas: nadie cambia su forma de vida por la lectura de una noticia.

Ya vimos un poco, rápidamente, que esta forma de vida fundada en un afecto elemental como el odio recorre nuestra historia, desde la guerra interna hasta la actualidad, con un giro muy importante durante el primer gobierno peronista. Hay una larga tradición en la que el odio encuentra una tierra fértil donde crecer. Los medios tradicionales y las redes sociales apuntalan los deseos de sus usuarios y también los potencian. Percibimos el mundo de acuerdo a la preinterpretación que practican de él los medios. El espectáculo es una forma de vida, no una simple visión del mundo.

Ahora bien, no lograremos modificar esos prejuicios o preinterpretaciones con otros programas o mensajes que actúen con esta misma lógica, pero con un contenido ideológico contrario, como ocurrió, lamentablemente, durante los últimos años del kirchnerismo. Al fin y al cabo, entre estas dos fuerzas enfrentadas hay una relación espejada. Además, no se trata de un simple engaño ideológico, que podría ser reemplazado por otras consignas, como si demostrando la forma en que se construye la noticia, mostrando su distorsión intencional, se anulara su potencia persuasiva. De hecho, la noticia encarna una forma material y real en la que nosotros, telespectadores, oyentes, usuarios, nos convertimos y vivimos. De aquí que cualquier espectador que consiga algún tipo de imparcialidad momentánea advierta que la polarización social encarna en la polarización mediática. Es decir, no hay en la actualidad un discurso periodístico que logre escapar del enfrentamiento que divide a nuestra sociedad. Lo que significa que no hay una construcción de la noticia y de la realidad que afecte a sus destinatarios de tal modo que estos logren problematizarse el modo en que perciben la realidad. El discurso mediático agrietado sólo logra convencer a los ya convencidos. Es más, es posible que esta lógica dicotómica y de enfrentamiento extremo no sea un simple problema de contenido, lo que los medios exhiben o dicen, sino el auténtico mensaje del medio, del que nos hablaba hace medio siglo McLuhan.

Este combate que recién presentamos se da al interior de la clase media. Parece absurdo, porque evidentemente Macri representa a las clases ricas que viven en una burbuja de realidad, mientras que el Frente de Todos representa a las clases populares que son diezmadas por los poderosos, es decir, no son fuerzas políticas que se identifiquen con la clase media. Error. Los deseos de estos actores son deseos de clase media. De aquí a decir que Alberto Fernández se impuso en las elecciones como la imagen conciliadora que iba a poder crear ese discurso de unión nacional no hay más que un paso. Es necesario dar ese paso. Hay que replantear lo que entendemos por clase media.

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