Ficciones: "1979", de Santiago Asorey

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Ficciones: "1979", de Santiago Asorey

25 Marzo 2016

 

Por Santiago Asorey

Era de noche cuando Juan Cruz entró sin permiso a la habitación de sus papás. Fue una semana después de cumplir quince años. No era la primera vez que aprovechaba que ellos estaban de viaje para dormir ahí. La habitación estaba a oscuras. Juan Cruz se tiró en la cama y encendió la televisión. En un documental los pingüinos caminaban por glaciares que parecían no tener fin. Buscaban la comida casi con fe durante miles de kilómetros. El narrador decía que si las aves no llegaban a la comida, no aguantarían el frío del invierno y morirían. Los vidrios estaban empañados por la lluvia y no dejaban ver la tormenta. En otro canal, un noticiero hablaba sobre un chico de cinco años que había desaparecido. Lo buscaban por todo el país y no lo encontraban. Un señor dice que lo vio en una estación de tren. La familia del chico había viajado a distintos lugares donde lo vieron. Pero nunca es él. El chico aparece y desparece en muchos lados. En otro canal, un hombre canta una canción que habla de alguien que despedaza a una mariposa, le corta las alas. Juan Cruz imaginó a una mariposa clavada con alfileres a un corcho. Apagó la televisión, se metió en la cama y se tapó hasta la cintura.

Estaba a punto de dormirse cuando escuchó los primeros truenos. Se levantó y miró hacia a la ventana. Desde la oscuridad los relámpagos parecían flashes de una cámara de fotos que el horizonte disparaba en silencio. Se cortó la luz. Caminó descalzo en puntas de pie hasta la cocina por el mármol frío. Se fijó si los tapones habían saltado, pero no. Levantó el auricular y llamó al portero. Solo volvió el ruido de la calle. Juan Cruz pensó que tenía velas pero no estaba seguro. Buscó por la cocina. Arriba del microondas encontró una linterna. Golpeó un poco las pilas y la encendió. Se acordó de que su mamá tenía unas velas de lavanda en algunos de los cajones del armario. Volvió a la habitación y abrió, uno a uno, los cajones. Juan Cruz tenía la manía de revisar los cajones, como lo hacía desde que era muy chico.

Cuando tenía nueve años su mamá lo había encontrado revisando sus cosas. Mientras las revisaba se clavó una astilla. Lo encerraron como penitencia en el baño. Juan Cruz no paraba de llorar. Su papá, a través de la puerta, le dice que cuando pare de llorar lo van a dejar salir. Juan Cruz escuchó que sus papas se gritaban. Pensó que estaban discutiendo por lo que él había hecho. No era la primera vez que sus papás se peleaban a escondidas. Juan Cruz se asustó por los gritos y se quedó callado hasta que pudo escuchar un vaso de vidrio estallar. Cuando Juan Cruz salió, su mamá lloraba. El la abrazó y empezó a llorar también, ella le ofreció sacarle la astilla pero Juan Cruz prefirió que se la saque su papá. Su papá era abogado y trabajaba en el Estado, pero siempre le decían doctor y por eso Juan Cruz creía que él también podía curar a las personas. Lo veía como un ser capaz, gigantesco con grandes poderes.

La noche del apagón Juan Cruz sacó el celular del bolsillo y leyó el mensaje de texto que decía: Llegamos bien, fuimos a la playa y tu mamá se bañó en el mar. ¿Allá, todo bien? Él respondió: se cortó la luz. En el tercer cajón encontró una imagen de la virgen, envuelta con burbujas de plástico. Explotó algunas. Hubo un momento en el que dejó de buscar las velas. Y pensó en el día en que se clavó la astilla y en sus papás que siempre se escondían para pelear. Él siempre intentaba escuchar por qué peleaban pero nunca logró entender. Juan Cruz buscaba algo de su familia que no podía explicar. Como si rasquetease una pared para ver que había detrás. Revolvía las cosas mientras las iluminaba con la linterna. Debajo de la virgen encontró un portafolio con dos piedras negras de botones como dos ojos. Lo abrió y entonces encontró una carpeta gris vieja en la que había varias fotos. Una foto en blanco y negro en donde su mamá estaba en un pasillo oscuro con un vestido negro y su papá estaba al lado. Cabe un cuerpo entre ellos, ni siquiera se tocan. En otra foto, varios hombres y mujeres sentados en una mesa redonda brindan por algo. Están en una fiesta de gala o algo así, el salón parece un palacio dorado con arañas de cristal, las luces tiñen todas las caras de rojo. Todos los hombres tienen uniforme militar, menos su padre. Todos están felices y sonríen excepto su mamá que desvía la mirada de la cámara. Mira algo que nadie ve. Al lado de su papá hay un señor muy flaco, como un buitre con bigotes, tiene el pelo mojado. Juan Cruz sintió un asco que no podía explicar. Dio vuelta la foto y escrito en lápiz decía: 1979.

Juan Cruz pensó en su papá y en las cosas que no sabía de él. Siempre le pedía historias y nunca le había contado cómo eran ellos antes de que él naciera. Dónde habían vivido y quiénes eran sus amigos. Juan Cruz sintió una puntada en el estómago y un malestar, una angustia que nunca antes había sentido. Una angustia que solo iba a entender muchos años después. Se levantó y se quedó parado con una mano apoyándose en el mueble. Como si él sostuviese el mueble y como si de eso dependiera que se sostuviera el mundo mientras miraba la ventana. Ahora sí se veía con claridad la lluvia y el viento que golpeaba el vidrio. Los truenos hacían temblar al piso.