El carnaval y la muerte

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El carnaval y la muerte

14 Febrero 2021

Por Dani Mundo | Ilustración: Gabriela Canteros

Es cierto que la pandemia volvió inevitable el tópico, y que cada uno de nosotros, sobrevivientes de un planeta en implosión, tiene probablemente a sus espaldas algún muerto que recordar. No es un tema divertido, la verdad, y nuestra sociedad quiere que todo sea parecido al entretenimiento: rápidamente empezó a contabilizar a los muertos por Covid-19 como si se tratara de un sorteo de lotería. Pocas cosas más lejos del entretenimiento que la muerte. El filósofo Hans Jonas asegura que del hecho absurdo de la muerte surgió el primer pensamiento encarnado: la lápida funeraria. Hoy ya casi no queda lugar en la tierra donde enterrar al muerto.

Cada cultura tramita ese momento fundamental a su manera. Los griegos inventaron la dicotomía entre cuerpo y alma, siendo el primero perecedero y la segunda eterna. Siglos se vivieron baja esa ilusión, de la que el cristianismo sacó todo el provecho posible, y que todavía sobrevive en algunas zonas del imaginario social. No es fácil aceptar la nada. En México se celebran fiestas y bacanales cuando muere un ser amado. Y en Inglaterra se comen scones y se da un discurso chistoso (lo vi en las películas esto). En nuestro país predomina la noche eterna del velorio y el acompañamiento de los deudos, pero ya no hay —como supo haber en otros momentos— ni ginebra ni café. El Carpe Diem, la lápida funeraria, la resurrección de la carne, el recuerdo del sacrificio heroico, la metempsicosis, las “lloronas” españolas, etc., distintas formas de tolerar la certeza del fin. Nosotros decidimos que este episodio tan importante en la vida nos sea indiferente, más parecido a un trámite burocrático que a un “duelo a muerte” inolvidable. Es inolvidable este instante en muchos sentidos: primero, porque su recuerdo te marca para siempre; y luego también es inolvidable porque ni siquiera vamos a poder recordarlo cuando nos ocurra.

Las tres escenas más tristes de mi vida tienen que ver con la muerte. O mejor: con los insuperables segundos que anteceden el final. La primera es cuando murió mi papá. Serían las seis de la mañana. Había claridad en el cuarto. Mamá me había llamado la noche anterior para avisarme que iba a internarlo porque ya no podía respirar. Fui directo a la clínica. Después de medianoche mi mamá y mi tía Aida se fueron a casa. Yo me quedé haciendo guardia. Vigilia. Sabía que no iba a presentarse, sino que simplemente iba a suceder. Pero no sabía que, si sucedía, su presentación iba a ser inmediata. Cuando mi papá dejó de respirar, el mundo se fue como por un embudo. Un torbellino como en los dibujitos animados me tragaba hacía un silencio primordial, un silencio que ningún ruido había todavía violado. Lo recuerdo perfectamente. No sé cuánto duró el trip. Podría recordar el aleph. Era un silencio como de hielo. Yo estaba solo, agarré la mano muerta y empecé a llorar.

La segunda escena tiene que ver con la muerte de mi mamá. Ocurrió en su casa, que es la casa de mi infancia y la casa de su infancia también. La casa la hicieron ella, mi papá y mi abuelo paterno, que era albañil, pero la familia de mi vieja vivía allí desde que sus integrantes llegaron de Yugoslavia. En esa casa viví hasta los 20 años. Varios de los muebles emblemáticos de la casa los había hecho mi abuelo materno, carpintero y comunista él. Mamá murió en su cama matrimonial, que era uno de esos muebles. Atardecía. Estaba oscuro. Ya le habían dado morfina desde la mañana. Ella quería ir a la clínica, yo quería retardar todo lo posible ese momento. No me gustan las clínicas como el último lugar desde el cual vamos a abandonar esta tierra maldita, qué sé yo, me parece un lugar tan desalmado, tan desangelado como el infierno mismo. Se acostó a dormir y no se despertó más. Cuando después de un rato la fui a ver y la vi muerta, la muerta era el cadáver de mi madre cuando ella tenía 20 años y era hermosa y podía llevarse puesto el mundo entero y abortar tres veces. Estaba pálida, amarilla y bella. Congelada. Cuando la toqué, fue como si un relámpago de electricidad helada me fulminara y me impulsara para atrás, como ocurre en las películas cuando estalla una bomba. Me puse a llorar de manera incontenible, pero no podía tocarla. Cuando extendía la mano para acariciarla, el puño se apretaba y golpeaba la puerta del placard (otro mueble hecho por mi abuelo).

El tercer momento de tristeza sin fin, tal vez el momento más triste y absurdo y desesperado de todos mis momentos desesperados, me ocurrió con mi perro, Simba. En realidad, era el perro de mi mamá, que el día antes de que ella muriera, se sentó abajo de mis pies y de ahí en más no se separó más de mí. Algunos lo llaman fidelidad. ¿Iba al baño? Se levantaba y me esperaba en la puerta hasta que saliera. Caminábamos por la calle sin correa. A veces avanzaba 50 metros husmeando una presa inexistente, y me esperaba en la esquina hasta que yo lo alcanzara. Tenía sus lugares para cagar y para mear. Cuando íbamos al súper de la vuelta, él me esperaba en la puerta, sin correa, mirando atento para dentro a ver si me veía entre las góndolas. Una vez se confundió y creyó que yo me había ido sin él, y corrió como loco, cruzó la calle sin frenar y fue hasta la puerta de casa. Fue la única vez que hizo un acto de locura, es decir que desobedeció una orden que nadie le había dado. ¡Simba! Cuando llegó a casa, la misma noche que murió mi vieja, yo tenía dos gatas. Les llevó una semana adaptarse unos a otras. Terminaron teniendo una relación de hermanos, una familia de diferentes razas, especies, sexos y sangres. Un día le encontramos el pulmón lleno de líquido. Sucedió todo en menos de una semana. La tarde fatal lo llevamos con mi amigo Diego Wisniaki a una clínica veterinaria. Estuvimos esperando como una hora. Simba no podía ni caminar. Yo no lo hacía upa porque no me gustan los perros, les tengo miedo (incluso a Simba le tenía miedo), y Simba estaba tirado a mis pies. Todo se vino encima en un pestañeo: Simba se alejó unos pasos y un rottweiler asesino que salía de una consulta lo agarró del cuello y lo sostuvo en el aire durante unos segundos que duraron horas. Días. Años. Yo gritaba como un pelotudo. No articulaba palabras. Eran sonidos guturales. Escuchaba que de otro universo me llegaba la voz de Diego que repetía monomaníacamente NONONONO. Murió un rato más tarde, de un paro al corazón. Si no lo hubieran mordido así, tal vez hubiera vivido unas horas más, pero su final ya estaba decretado desde antes: el cáncer que tenía era irreversible y de ahí en más solo iba a ser sufrimiento y analgésico. A veces, para consolarme, me digo que Simba le pidió al asesino que lo ultimara, que ya no quería seguir causando molestias a su amo. A veces creo que lo hizo porque de ese modo su recuerdo imborrable no iba a dejarme jamás. Yo lo perdono. El perro me hizo entender que hay experiencias tan intransferibles que nuestra indiferencia social no nos puede salvar de atravesar. Y que cada uno/a lo hace con los medios que tiene a su alcance.