Dependencia y soledad: nuestro vínculo con el Smartphone

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Dependencia y soledad: nuestro vínculo con el Smartphone

02 Mayo 2021

Por Dani Mundo |​ Ilustración: Sol Giles 

 

Plateada y lunar,

remotamente digital,

no tiene que hacer bien, no tiene que hacer mal,

es inocencia artificial.

Ch.G.

Las charlas con mi amiga María se volvieron muy productivas. Son charlas al tuntún, muy ociosas. Pasa un rato, miramos las nubes, charlamos de cualquier cosa, y al final se perfila el tema que cada une venía pensando, en este caso el ronroneo de la ansiedad que no nos deja estar tranquilos. Mientras charlamos ninguno mira el celular, ni siquiera lo tiene sobre la mesa.

Me cae muy mal cuando me junto con un amigo y se la pasa respondiendo mensajes al mismo tiempo que me habla, pero entiendo que estos gestos y actitudes son inevitables: mientras responde mi pregunta está esperando la contestación del WhatsApp que al mismo tiempo acaba de contestar.

 No por nada los investigadores serios y los periodistas repiten que vivimos en una sociedad hipermediatizada. No se puede perder tiempo.

Lo que tiene consecuencias sobre nuestra conducta, nuestra psique y nuestros estados de ánimo. Por eso, cualquier reflexión sobre la vida o el individuo contemporáneos (en pandemia o no) no puede dejar afuera a ese aparato que fue convirtiéndose en un órgano más (un multiórgano) de nosotros mismos: el celular. Mi Smartphone. Es muy ilusorio creer que es un simple instrumento a nuestra disposición, que usamos cuando queremos y que cuando queremos lo silenciamos.

 La pandemia obligó a que no podamos negar o minimizar su acción, pero todavía nos cuesta aceptar su maldita influencia. Más que sus usuarios somos los funcionarios que garantizan el funcionamiento del aparato.

No es una novedad teórica decir que solemos negar la influencia que la tecnología de la información tiene en nuestras vidas, ya lo hicimos en su momento con los diarios, la radio, la tele… Rápidamente los encasillamos como meros instrumentos o medios a nuestra disposición que obedecen nuestras órdenes, nuestros deseos, etc.

Nos queremos informar, estar al tanto de lo que pasa en el mundo, prendemos la tele. Queremos comunicarnos, mandamos un WhatsApp. Error. Lo que los difusores de internet están evaluando ahora es cuánto tiempo tolera un individuo mediatizado en emitir-responder un mensaje.

Reconocer el poder del aparato disminuiría nuestro propio poder, lo que no podemos tolerar. El tema es que aunque neguemos el poder del aparato, el Smartphone no deja de ejercer ese poder. Al contrario, lo potencia. Somos empleados del celular.

Es por medio del aparato inteligente que mantenemos hoy la mayor cantidad de conversaciones, charlas de trabajo, mensajes afectivos, información diaria, entretenimientos, etc.

Es así, y será así por un largo tiempo, aunque repitamos el sonsonete de “queremos la presencialidad” (como si la presencialidad fuera buena, además). Al minimizar la influencia que el celular tiene en nuestra vida se nos hace muy difícil comprender sus efectos. Uno de esos efectos es la sensación que solemos tener de estar informados, sobre-informados, y en comunicación permanente.

Todos y todas estamos al tanto no solo de lo que ocurre en nuestra familia y nuestra sociedad, sabemos o creemos saber también lo que ocurre en el mundo entero. Lo sabemos en cuestión de minutos.

Después podemos discutir el valor de esa información, que siempre es parcial e ideológicamente orientada, lo que no me importa discutir ahora. Lo que me importa destacar es esto: la información viene acompañada por una catarata de opiniones que tienen dos características extremas: o se opina lo mismo que opino yo, y así se reafirma mi identidad, o se opina algo diferente a lo que yo opino, lo opuesto, lo que no pone en duda lo que yo pienso, sino que más bien lo reafirma, solo que de modo negativo: si ellos piensan eso, yo hago bien en pensar diferente, en pensar lo contrario. Los mensajes siempre reafirman nuestro yo, que nos refuten o nos respalden da lo mismo mientras se cumpla ese objetivo. Ése es el mensaje del medio, que el medio no expone ni exhibe, sino que el medio es.

Es la naturaleza del mensaje mediático y la causa inconsciente por la que todos y todas subimos fotos a la red, mandamos mensajes y comentamos otros.

La figura psicológica de este mecanismo mediático es el narcisismo. A esta altura de los hechos, que vivimos en una sociedad narcisista lo dice el psicólogo, el analista cultural y el taxista de la esquina. Lo sabe cualquiera. En todos lados encontramos al yo. Marshall McLuhan, el famoso mediólogo pop, hizo una interpretación muy interesante del mito de Narciso. Para McLuhan Narciso no se enamoró de sí mismo, como se cree vulgarmente, se enamoró de una imagen que él no sabía que remitía a él mismo.

 Así ocurre siempre con la imagen en una pantalla, sea un espejo o un Smart médium: reafirma imaginariamente la potencia del yo, lo confirma como yo.

Cada vez que una imagen remite o refiere algo, sea lo que sea, lo que refleja, lo que significa es algo del yo para el yo. No importa lo que la imagen exponga o exhiba. El narcisismo no es estar enamorado de sí mismo, sino el no poder enamorarse de ninguna otra cosa porque se quedó enganchado en una imagen cuyo referente Narciso rechazaría, que es él mismo. Ése no soy yo, diría. Lo que quiero plantear es que todo lo que vemos, cualquier mensaje que intercambiemos en las redes, cualquier serie que nos apasione, cualquier video clip porno que consumamos, todo, cualquier cosa, son reafirmaciones del yo. Obviamente que estas reafirmaciones o confirmaciones en realidad debilitan al yo, porque son imaginarias o fantaseosas, aunque parezcan reales. Es un tipo de reconocimiento solitario, en soledad. Antes que los medios dejaran de ser medios y se volvieran actores de peso en la escena comunicativa (antes de la digitalización de la información, antes de que Internet se masificara, digamos), la reafirmación del yo provenía del reconocimiento del otro. Hoy ese reconocimiento se contabiliza por los seguidores virtuales que se tienen, y que llamamos amigos. Hola danimundo, ¿qué estás imaginando?

Vivimos en una sociedad que impone como modelo social un complejo esquema de conducta. Por un lado, el individualismo. Los medios o aplicaciones concentrados en un Smartphone tienden a acrecentar y potenciar el individualismo —de hecho, el Smartphone mismo es un medio o multimedio híper individual, incompartible, el primero que es auténticamente personal —si uno tenía hermanos o un amigo íntimo, compartía el walkman, por ejemplo, un antecedente del individualismo tecnológico; el Smartphone no se comparte con nadie.

Luego está la sensación de pertenencia que proporciona tener en el bolsillo un Smartphone y participar en una red social, donde se organizan algorítmicamente los lazos de amistad de modo tal que termina pareciendo un gueto de conocidos íntimos sin contacto con el exterior, con los otros, con ellos, nuestros enemigos.

Cuando subimos, publicamos o compartimos un mensaje (sea lo que sea que diga ese mensaje), lo que en realidad hacemos es reafirmar al yo, el valor del yo.

Esta posibilidad de emitir un mensaje tiene su correlato en el acrecentamiento de nuestro poder. Es un poder imaginario, obviamente, pero poder al fin. Puedo y de hecho emito un mensaje, publico algo, soy alguien.

Todo esto que sucede en la superficie de los medios —FB, IG, TW, Tinder, Mercado Libre, etc.— en realidad funciona como pantalla del auténtico sentimiento que subyace a estos mensajes: la dependencia cada vez más negada (por la supuesta omnipotencia del yo) y a la vez acrecentada por las exigencias y posibilidades que ofrece el Smartphone. Todos y todas estamos esperando un mensaje. Esa es la esencia de nuestra conducta: esperar que nos llegue un mensaje.

No importa qué sea o qué diga ese mensaje, no importa el contenido, lo importante es el mensaje. Que llegue el mensaje. Por supuesto, ese mensaje nunca llega. Todos los mensajes que llegan no son el mensaje que esperamos. Es una lógica kafkiana en la que el mesías se camufla en un mensaje cualquiera. El mesías es el mensaje, lo que nos desconcierta: quisiéramos que fuera una sustancia sólida, un sujeto, mientras que no es otra cosa que un médium, una conexión performativa, algo que empalma o distorsiona las relaciones.

Este estado de espera (perpetuamente insatisfecha) genera los estados de ánimo dominantes de nuestra sociedad: adicción y ansiedad. Sobre la adicción escribí una nota hace unas semanas atrás.

Daniel Link (apellido acorde como pocos con estos tiempos que fluyen) llamó a una de sus novelas La ansiedad. Aquella novela salió cuando lo raro y moderno era intercambiar mails o mensajitos de texto, y no existía wifi.

La potencia psíquica de las redes está sostenida con el nervio que hace vibrar la ansiedad. La ansiedad originaria queda sepultada por los millones de actividades en las que nos distraemos todos los días, incluso los domingos (principalmente los feriados y domingos), que van desde “controlar” los mensajes que circulan por las redes hasta mirar una serie en el cable (o andar en bicicleta o ir al gimnasio o caminar alrededor de la plaza kilómetros y kilómetros mientras nuestro teléfono nos avisa cuántos pasos dimos).

Negamos la ansiedad, y si no podemos, la intervenimos con algún psicofármaco. En el medio de esta situación, tironeado de un lado por la omnipotencia (imaginaria) de un yo que vale porque emite mensajes, y por otro lado enganchado por la dependencia y la indefensión frente a la espera de que llegue un mensaje, se bambolea el individuo mediatizado: te amo/te odio.

A ver cuándo vamos a dejar de engañarnos con mensajitos buena onda de colores berretas.