Cuento de la semana: "Ardor", de Matías Rosas

Cuento de la semana: "Ardor", de Matías Rosas

12 Septiembre 2015

 Por Matías Rosas 

Fue el llanto del bebé a las cinco cuarenta de la madrugada lo que nos despertó. Normalmente me levanto a las siete para ir a trabajar y el bebé duerme bastante parejo pero en estos días anda con fiebre y mi mujer me pidió que lo tuviera en brazos mientras ella preparaba el agua para bañarlo y bajarle la temperatura. Le hubiera dicho que no era para tanto, pero el bebé estuvo internado durante cuatro días al mes de nacido por una deshidratación, un virus dijeron. Y ella desde ese día, no es la misma. Tuve un reflejo rápido, como siempre, me incorporé y contraje las piernas para salir de la cama e ir por él, pero ese movimiento abdominal me provocó como un derrame de agua hirviendo entre mis piernas. 

–No puedo moverme –le dije. 

–¿Pero vos pensás que yo no estoy cansada?

–Pero yo no te dije que estoy cansado –le decía mientras muy suavemente me iba levantando, parecía así que disminuía ese ardor, muy despacio corrí la sábana– ya voy.

–Está bien dejá, yo me arreglo.

–Pero no te enojes, esperame.

–Sí si ¿cómo te creés que me siento? Sola, estoy sola. Como yo no trabajo afuera, creés que cuidar al bebé no es trabajo. Dejá, vos dormí– dijo esto, puso al bebé en el corralito y se fue la pieza con un portazo. El bebé agarró mi trompeta y metió la cara entera en la campana y se podía escuchar su respiración. La boquilla no estaba en la trompeta así que el aire corría, porque la saqué el día del estreno del corralito y no se dónde quedó tampoco, porque es una pieza chica para que juegue un bebé.
Moví los pies de la cama, muy lentamente me paré y fui al baño. Cada paso que daba, un pinchazo. Llegué, un poco encorvado, abrí la puerta y me miré al espejo pero el espejo estaba muy alto, ¿por qué no hay un espejo de cuerpo entero en el baño?, apoyé una pierna en la pared de la bañadera y agaché la cabeza lo más que pude pero no llegaba a verme y cada vez que lo hacía, una ráfaga de punzones se me clavaba ahí. Podía notar un poco paspada la zona. ¿Tanto dolor y un poco colorado nomás?
Tenía muchos gastos como para perder el presentismo, entonces me duché antes de lo habitual y seis y media salí al trabajo sabiendo lo que iba a pasar y era inevitable: caminar iba a provocarme un roce entre mis piernas, ese roce que me había acompañado desde chico porque siempre fui un poco gordo.

–Hay médico en la planta y podrá revisarme– me dije, así que tomé un taxi y llegué a mi trabajo. Me recibió a la entrada el Seguridad Omar. 

–Omar buen día, ¿ya llegó el doctor?

–Buen día señor. Hoy vino la doctora. Espéreme que la llamo. Buen día doctora, tengo acá a Fernández de planta que quiere verla. Le digo, espéreme por favor. Si quiere puede ir ahora –me dice.

–Sí, ¿pero el doctor no viene hoy?

–No, martes y jueves viene la doctora

Caminé y vi que se venían los molinetes de ingreso. Pasé la tarjeta y di el primer paso y fue como un replay en cámara lenta de una carrera con vallas que vi en Carrozas de fuego así que di un paso con la rodilla bien alta, con la misma rodilla corrí el molinete protegiéndome de golpearme y la puerta del consultorio se convirtió en la meta de la victoria. Me abrió la puerta la doctora. La reconocí. Almuerzo todos los días en el comedor de la planta y nos sentamos casi siempre los mismos seis y justamente los martes y jueves, vemos buscar comida y pasar caminando con la bandeja de una punta del salón a la otra, a una mujer de piernas interminables, todos miramos sin decir palabra hasta que ella se sienta, volvemos a comer y nos preguntamos quien será.

–¿Qué le anda pasando Fernández?– Me saluda dándome la mano

–… tengo un dolor en el estómago, desde que me levanté.

–Venga acuéstese en la camilla, voy a palparlo.

Así que me acuesto y me pide que me abra la camisa. Me presiona con los dedos en la panza, mas abajo, hacia los costados.

–No veo nada, ¿qué comió anoche?

–Un bife

–Tómese este Sertal y no haga esfuerzos por una hora, se le pasará. Si no, venga a verme otra vez.

Salí a la calle y revolé las pastillas. –Tengo que ir a la guardia del hospital, necesito que me vea un proctólogo, un dermatólogo, no se– me dije. Así que caminé hacia el subte, no me sobraba para tomar otro taxi.

En el subte me dio picazón. Así que mientras que mis compañeros de vagón se movían al son de las vías, yo hacía movimientos fuera de compás para rascarme la entrepierna con las mismas piernas, agarrado a una de las arandelas que colgaban del techo del vagón con ambas manos, a la altura de mi cabeza, como si estuviera haciendo un solo de trompeta. Mi abuelo escuchaba jazz sentado en la penumbra del living y alternaba discos del gran Miles. Me quedaba en el sillón con él y me decía –voy a llevarte a tomar clases de trompeta ¿querés?– Así fue, yo me encerraba en mi pieza y ponía una frazada sobre la puerta por los chiflidos que sacaba. Pensar que practiqué tantos años y ahora es un juguete.

Entonces parecía que no solo tocaba la trompeta agarrado de la arandela sino que también bailaba. Y una joven se rio. Me miró como me rascaba sin mis manos porque parecía que yo disfrutaba de ese momento. –Vos y yo, tenemos algo en común– habrá pensado. – Porque vos y yo vemos que hay siempre una cosa por más minúscula que sea, para reír. Porque acá en el subte, en este viaje de treinta minutos aproximadamente, todo el tiempo, la humedad y el apretujamiento pierden sentido, porque vos bailás–. Así que me acerqué a ella y cuando lo fui haciendo, noté su sonrisa. –¿Cómo se fue todo a la mierda? –me pregunté. Si yo tenía eso, yo podía vivir riendo y bailando. Porque tocaba la trompeta y una vez iba a subir a un escenario y tocar con mi banda e íbamos a hacer giras. Iba a llamarme Miki Espósito, ese iba a ser mi nombre, y me iban a hacer lugar para improvisar solos en cada canción e íbamos a sacar discos y no nos iba a importar si se vendieran o no, y a dormir en dónde nos ofrecieran hospedaje gratis o íbamos a convenir la cama dentro de un acuerdo en una temporada en el interior e iba a conocer chicas, preciosas, y haríamos el amor todas las noches. Y, sobre todo, no necesitaría añorar momentos de mi juventud. Porque eso, eso sí que me hace sentir mucho peor.