¿Cómo narrar el horror? La literatura contra el olvido de Rodolfo Walsh

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¿Cómo narrar el horror? La literatura contra el olvido de Rodolfo Walsh

05 Abril 2020

Por Lola Sánchez

 

En la oscuridad, desde el cementerio de la memoria tal como se describe en lo que quizás sea su pieza más íntima -la cara que escribe para anunciar que su hija María Victoria ha muerto-, Rodolfo Walsh aún nos confronta con una pregunta incómoda. ¿Dónde está la verdad? Y eso no es todo: en tiempos de periodismo amarillista y discursos estatales incuestionables, ¿qué es la verdad?

Como cualquier vanguardia, la obra walshiana escapa a toda categorización: fascina en tanto huye de los conceptos preestablecidos. Para los lectores y críticos es tanto un enigma como un goce; la obsesión de racionalizar la literatura cesa y acepta que hay algo más allá, hay un decir fragmentado, múltiple que nace cuando el gran y único discurso ya no es capaz de engañar a las masas.

Rodolfo Walsh puso el cuerpo y la mente al servicio de la verdad. La única verdad posible, la de los pueblos, la de la gente común que vivió el horror de los levantamientos peronistas, la represión obrera, la censura y finalmente la cruda dictadura militar que acabaría por resignificar la denuncia común de todas sus obras.

El sentido de la justicia acompaña a Walsh a lo largo de toda su carrera, la denuncia es su motor. ¿Por qué, entonces, el periodista decide «novelar» sucesos como los fusilamientos de José León Suárez o el presunto asesinato de un sindicalista? Hay algo en la escritura periodística, en el lenguaje preestablecido que excede la necesidad del autor de darle voz a todos aquellos que condensan las escenas que reflejan una Argentina en decadencia.

Los diálogos de personajes que sabemos que son reales, los pedidos de auxilio, el dolor, los insultos trascienden la temporalidad y hoy también se leen con cierto recelo, puesto que el país que describe Walsh cincuenta, cuarenta años atrás pareciera no haberse desvanecido por completo.

Hay un fragmento que es imposible olvidar, y que encontraremos en casi cualquier ensayo sobre el autor. La noche del fallido intento de la Revolución de Valle, en 1956 en la ciudad de La Plata (noche que años más tarde Walsh recuperaría para escribir Operación Masacre), el autor corre hacia su casa, donde se refugia. Y tiempo más tarde, narra:

«Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: “Viva la patria”, sino que dijo: “No me dejen solo, hijos de puta'».

El insulto, dicho por un otro que ni siquiera es identificado, resuena profundo en todos nosotros: representa la soledad de un país, un Estado que aniquila y censura en nombre de la patria. Algo muy similar sucedía también en toda Latinoamérica. La literatura «revolucionaria» que Walsh anheló batallaba contra este discurso patriótico de los «hijos de puta» que dejaban morir solos a sus compañeros.

 

La verdad es el otro

 

La elección del género implica algo más que el trabajo de categorizar la obra. A pesar de las críticas, Walsh fue siempre consciente de los retos que enfrentaba al cruzar literatura y periodismo. Conocía muy bien sus trampas y sus fronteras, y esto le valió la habilidad de trabajarlas de una manera excepcional para dejar un testimonio ineludible sobre las injusticias.

Ricardo Piglia describe la poética de Walsh en Las tres vanguardias: Saer, Puig, Walsh. Para el autor, el estilo del escritor-periodista-militante se construye sobre la base de dos prácticas: la condensación y el desplazamiento. La cita anteriormente mencionada ilustra a la perfección estos dos movimientos de su poética. Ante la urgencia de narrar la experiencia, la condensación sirve para fijar un momento que le dará sentido al relato, que será el guiño para el lector que Walsh imaginó (recordemos que incursiona, y con mucho reconocimiento, en la literatura policial, que exige un lector atento capaz de descifrar los signos).

El soldado que muere solo, insultando, condensa un momento y acaso fija el sentido de toda una época. La escena es similar a la lucha por la supervivencia de cada uno de los siete inocentes que escapan del fusilamiento en el basural de José León Suárez. Hombres comunes que no mueren heroicamente, ni abrazando a la patria que enuncian los que no se sacrifican.

El otro movimiento que describe Piglia es el desplazamiento. Esto se relaciona con el acto de poner la experiencia en la voz del otro, «inolvidable, que permite fijar y hacer visible lo que se quiere decir». El narrador se distancia de la propia palabra, se aleja del yo para dar lugar al testimonio, a la voz del testigo, condición esencial en una escritura profundamente política (si es que acaso no lo es toda literatura), y estructurada en tanto investigación periodística.

En Carta a Vicki, la carta que le escribe a su hija luego de fallecida describe una situación con estos rasgos: «Hoy en el tren un hombre decía: “Sufro mucho. Quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año”. Hablaba por él, pero también por mí». Hay un otro que dice eso que «quizás, de otro modo no se puede decir. Un lugar de cruce, una escena única que permite condensar el sentido de una imagen», subraya Piglia.

La literatura es, entonces, las voces de los otros, múltiples, obreros, soldados caídos, ciudadanos comunes, militantes que pueblan las páginas de lo que formalmente debería ser un informe periodístico de cifras y hechos «objetivos». Por eso dirá Piglia que la literatura de Walsh es una ficción en donde el otro habla.

 

 

El rumor de una literatura revolucionaria

 

La escritura de Rodolfo Walsh no es ajena a la trama social, de hecho la condensa, la refleja y reconstruye. Ninguna escritura lo es, pero la suya se inserta en períodos políticamente difíciles en la Argentina, no exentos de censura, persecuciones y «asesinos probados...pero sueltos».

En su artículo Tres propuestas para el próximo milenio (y cinco dificultades) Piglia va más allá en el uso de la literatura como arma y la define como un «contradiscurso» del Estado, una suerte de visión alternativa al discurso oficial. «Podríamos decir que aquí se define un lugar para el escritor: establecer dónde está la verdad, actuar como un detective, descubrir el secreto que el Estado manipula, revelar esa verdad que está escamoteada».

La idea de «contaminar» una investigación cruzándola con la ficción se derriba cuando se es consciente de que el Estado también construye ficciones. El aparato ideológico es más que necesario en cualquier dominación estatal, todavía más en dictadura. E incluso, escribe Piglia, «El Estado narra, y el Estado argentino es también la historia de esas historias. No sólo la historia de la violencia sobre los cuerpos, sino también la historia de las historias que se cuentan para ocultar esa violencia sobre los cuerpos».

Entre las ficciones múltiples, los rumores, las denuncias anónimas o las que llevan nombres, las voces de los fusilados que viven y con miedo cuentan su historia. Estas historias están fragmentadas, no hay precisiones sobre si fueron tres disparos, cuatro, cuántos sobrevivieron, cuántos efectivos policiales estuvieron presentes, pero es, como toda historia insertada en la memoria y nacida de la opresión, profundamente humana.

Al elegir el camino esquivo del periodismo literario Walsh problematiza la noción de verdad. Si novelar testimonios es faltar a la verdad, ¿dónde está la verdad, en todo caso? ¿Es el relato del Estado, o de aquel periodismo reproductor de discursos verticales que también fue funcional a las represiones?

En tiempos de discursos estatales, que promueven un formato muy preciso, un lenguaje cuidado y propagandístico, la literatura testimonial, horizontal y fragmentada que habita en la obra de Walsh tiene un valor inmenso y atemporal.

La verdad es eso: las voces del pueblo, versiones sobre un hecho, el relato del caído y la denuncia de quien estuvo allí y fue testigo del horror. Dolores y memoria que exceden al lenguaje, que deben decirse de otra manera, que deben construirse para perdurar.

La elección de Walsh no es inocente: su literatura nos interpela porque es real. Las calles por donde caminan los personajes son las calles que caminamos día a día, su gente es nuestra gente, los nombres de los asesinos probados y sueltos todavía resuenan. Y no fue hace tanto tiempo. Para esto, el «historiador del presente» no sólo atendió las necesidades de su tiempo, sino que dejó la semilla de una escritura pensada para perdurar, para seguir luchando contra el olvido.

 

 

Romper el terror de la incomunicación

 

Las técnicas de escritura y las estrategias comunicacionales toman una nueva dimensión a raíz de la Dictadura Militar que se desarrolló en Argentina entre 1976 y 1982. Ante la emergencia de un discurso estatal que hablaba de un país enfermo que había que curar, un «virus» subversivo que sería aniquilado, Rodolfo Walsh organizó rápidamente grupos de periodistas, redactores e informantes que trabajaron en la clandestinidad para generar información sobre lo que realmente estaba haciendo la dictadura.

De esta manera se gestó ANCLA, la Agencia de Noticias Clandestinas, en 1976. Walsh convocó a Carlos Aznárez, Lila Pastoriza y Lucila Pagliai. Con un estilo sobrio y sin rodeos, informaban sobre las detenciones, los secuestros, las torturas; incluso esbozaron una primera denuncia sobre los vuelos de la muerte. También hicieron evidente las complicidades de los sectores económicos, políticos y religiosos en el llamado «Proceso de Reorganización Nacional».

A través de más de 200 cables, desafiaron la censura militar y enfrentaron el discurso oficial con cifras y testimonios que daban cuenta del horror que ya no era una sensación general sino una amenaza. La premisa central era combatir el terror de la desinformación. Así, ANCLA «practicó la comunicación viral cuando Internet no existía» (Isaac Rosa, «Los que luchan y al fin comprenden»).

«Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo, oralmente. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Rompa el aislamiento. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote el terror. Haga circular esta información», escribió el propio Walsh.

Gestar una estrategia de la comunicación era clave para superar el bloqueo informativo. El silencio tuvo cómplices: muchos medios de comunicación rechazaban todo material que proviniera de ANCLA.

Con el mismo deseo de justicia que proyectaba en su literatura, hizo circular los testimonios que pronto comenzarían a derribar el relato militar. De nuevo llevó a las calles las voces de los estudiantes, los obreros, los militantes, aquellas voces anónimas que se animaban a denunciar atropellos por parte del poder. La lucha de Walsh fue siempre contra los poderosos. Ya en el prólogo de Operación Masacre dejaba en claro: «No puedo, ni quiero, ni debo renunciar a un sentimiento básico: la indignación ante el atropello, la cobardía y el asesinato».

En el mismo sentido fundó Cadena Informativa, que esta vez tenía como fin romper el terror convocando a los ciudadanos a tomar acción.

«Cadena Informativa es uno de los instrumentos que está creando el pueblo argentino para romper el bloqueo de la información. Cadena Informativa puede ser usted mismo, un instrumento para que usted se libere del terror y libere a otros del terror. Reproduzca esta información, hágala circular por los medios a su alcance: a mano, a máquina, a mimeógrafo. Mande copias a sus amigos: nueve de cada diez las estarán esperando. Millones quieren ser informados. El terror se basa en la incomunicación. Vuelva a sentir la satisfacción moral de un acto de libertad. Derrote al terror. Haga circular esta información».

El mayor aporte de Walsh fue fundar un estilo, un formato, quizás una estrategia para hacer de la información un horizonte posible. No fue el académico de pura palabrería ni el intelectual de escritorio: fue el escritor-periodista-militante que llevó la verdad y las armas de la palabra a todo el pueblo.

Afortunadamente, hoy no hay fusilamientos ni vuelos de la muerte para relatar. Pero las ficciones del Estado y sus cómplices todavía hacen de las suyas. Con el poder del Internet, en estos días las estrategias comunicacionales se vuelven mucho más trabajadas, y acaso pasan inadvertidas en un día a día caótico y aparentemente seguro. La obra de Rodolfo Walsh perdura, para recordarnos que la lucha por lo justo está lejos de encontrar su fin.

 

 

Memoria sin cuerpos

 

Con el recrudecimiento del aparato represivo de la dictadura, Walsh pulió su trabajo de investigación. Luego de escribir Carta a Vicki, una de sus piezas más íntimas, escribe Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar. Esta última sintetizaba la labor de ANCLA y Cadena Informativa: allí describe con cifras y detalles el funcionamiento de los Grupos de Tareas y la complicidad de los sectores dominantes en los secuestros, torturas y asesinatos. La misma es una bofetada contra el silenciamiento.

De manera concisa enumera los crímenes de lesa humanidad de las Fuerzas Armadas y nombra las cosas por lo que son, «sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles».

El fin de la historia es conocido: luego de la circulación de la carta, Walsh fue emboscado por un Grupo de Tareas. Peleó hasta el último momento pero fue derribado. Como muchos, su cadáver nunca fue entregado. ¿Qué es la memoria con los cuerpos que faltan? Escribir es también acuerparse en lo escrito. Por eso Rodolfo nos hace falta pero sabemos que de alguna forma está acá al leer sus cartas o al detenernos en una singular y devastadora frase de Operación Masacre.

Sabemos que hay literatura, periodismo, o tal vez un extraño híbrido, y como lectores «detectives» sabemos descifrar el entramado del texto y la inolvidable lucha detrás de cada frase. Ahí radica su genialidad, inseparable de su compromiso: condensar en una frase el dolor y la esperanza de todo un país.

La verdad es eso, el grito de esperanza y dolor de cada uno de nosotros sabiéndonos comunidad, frente a una ficción que nos pretende solos y tibios. Tal vez no sea la obra perfecta, tal vez no encuentre nunca su lugar en los estudios literarios, pero no era ese el deseo de Rodolfo, sino hacer de cada texto un arma de combate y un símbolo infranqueable de lo que no debe olvidarse.

Hoy la memoria nos encuentra separados, en cuarentena. No podemos acuerparnos en el espacio público y encontrarnos como esperábamos hace meses. Pero la memoria también es eso que escapa al cuerpo, y que se abre en paso en cada grieta de una sociedad que exige otras ficciones.

El cementerio de la memoria donde yacen María Victoria, Rodolfo, Paco permanece vivo en cada frase; y aún más, se multiplica en las visiones de quienes tienen la fortuna de cruzarse con ellas. En cada palabra, presentes, hoy más que nunca, fijando el deseo colectivo de un futuro con memoria.